sábado, 28 de enero de 2017

LOTHAR BAUMGARTEN: LA OBRA DE ARTE “TOTAL”


LOTHAR BAUMGARTEN: EL BARCO SE HUNDE, EL HIELO SE RESQUEBRAJA
MNCARS (PALACIO DE CRISTAL): hasta 16/04/17

Hasta mediados de abril puede verse –escucharse en este caso– la nueva instalación sonora de Lothar Baumgarten (Reinsberg, 1944) en el Palacio de Cristal del Retiro madrileño. Si el enclave es ya de por sí difícil –palacio de finales del XIX totalmente acristalado, carne de turistas, columnas en el medio, amplias bóvedas laterales– la “invisible” obra sonora del artista alemán sirve de detonante para, lejos de entrar a valoraciones estéticas, plantear como, en un mundo producido mediática y técnicamente, la única legitimidad artística es la que emana de la propia inserción de la obra en los canales de percepción, difusión y exhibición mediática. Eso daría –ha de dar– paso a otra concepción del arte: ahí donde estamos desde que, como poco, Benjamin concretó sus tesis acerca de la pérdida del aura. Solo falta que nos atrevamos a profundizar en ellas. Desde este punto de vista, esta obra es “total” en tanto que muestra el fracaso y la reducción al silencio como destino único de un arte comprendido aún desde los parámetros ideológicos en los que suele hacerse.

            Después de asistir impertérrito a más de veinte minutos de esta oda al descalabro que supone la actual instalación sonora de Lothar Baumgarten en el Palacio de Cristal, uno tiende al cabreo mayúsculo: no hemos podido oír nada. Esa turba de turistas lo hace imposible. Se suponía que la obra –aunque en realidad es un refrito traído desde el deshielo del río Hudson– debía simular y hacernos creer que la cubierta se derrumba y se nos cae encima. Más aún, debía hacernos reflexionar sobre el calentamiento global y el capitalismo salvaje y desaforado en el que estamos sumidos. Pero nada, todo ha sido en balde: selfies, poses, carreras, conversaciones en familia sin ningún recato ante lo que allí estaba aconteciendo.
Pero el cabreo duró poco y al rato se transformó en carcajada de alivio y mesurado optimismo: la certeza de haber asistido a la gran obra de arte “total”. Una obra que si algo viene a encarnar –y aquí entramos ya a degüello con ella– es que el manido “diagnóstico Adorno” se ha quedado corto en relación a las coordenadas de legitimación mediática en las que la obra de arte queda referida. No es ya que las aspiraciones de autonomía del arte queden heridas de muerte por el desplazamiento en la función propia del arte que vino dado por la reproductibilidad técnica: es que la obra de arte queda remitida a un juego dialógico de lo social que, ya absolutamente reconvertido en esfera hipermediática, es capaz sin temblarle el pulso de reducir a escombros a toda postulación estética que se arrogue para sí tal capacidad.
Es decir: si desde un primer momento la estética kantiana tenía en la escena social el resorte de legitimación desde donde proferir sentencia –“esto es bello”–, con la tecnificación y la reconversión de la esfera social a esfera mediática tal legitimación corre a cuenta de las propias mecánicas de diluido y cifrado de la realidad en simulacro. Es desde este punto de vista que toda obra de arte es ya simulacral. Y es, no cabe otra, desde este mismo punto de vista que esta obra de Baumgarten enfatiza y lleva al límite –en lo fallido de sus alegatos y virtudes artísticas– dicho carácter simulacral. Lo “total” con el que hemos caracterizado desde el título a su absoluta grandeza artística remite a esto: a que en su inaudibilidad, en su absoluta inadecuación para ser disfrutada según los cánones más clásicos, enfatiza lo desfasado de la legitimidad estética de la obra de arte, lo periclitado de toda forma jerarquizada y vertical de arte.


            Porque, de vivir en otra época, en otro desarrollo del devenir-simulacro de la realidad, en otra fase de la implementación global del capitalismo, seguro que la culpa hubiese sido del despistado turista que entra sin los requerimientos mínimos –¿cultura?, ¿interés?– al sacrosanto templo del arte. Más cerca en el tiempo, podríamos haber aludido a un juego de antinomias por el cual la obra –en la ilegible insonoridad a la que la masa lo reduce– desvela la verdad del arte: su devenir mercancía y la incapacidad del espectador para un disfrute pleno.
Pero todo esto ha quedado atrás, superado precisamente por la insuperabilidad de toda escena estética: porque era mentira, no hay nada catastrófico ni se encierra ninguna “muerte del arte” en el primado mediático a la hora de postular una legitimidad para la obra de arte. Más aún: hay que saludarlo como una capacidad superior, como la sala de espera antes de que asumamos un destino más alto, la latente posibilidad de que el arte remita –ahora ya sin límite– a una pluralidad poliédrica de opiniones y juegos del lenguaje donde cabemos todos, sin ningún discurso matriz que homologue opiniones sino un mero efecto superficial de diferencias siempre en juego
No ya más la languidez mórbida de un arte como muleta desde el que el espectro de lo social ampara sus decisiones ideológicas, no ya más un arte en busca del consenso plebiscitario que le otorga capacidad para repartir tiempos y competencias. Es la hora –y el murmullo ensordecedor de la tropa de turistas que abniegan la obra de Baumgarten así lo constatan– de un arte que se atreva de vérselas de verdad con su destino: ahora que lo real ha pasado a ser enteramente producido y precedido por los media, que lo real ya sólo se verifica a su través, la obra de arte solo es en cuanto se deja cincelar por su representación medial.
Así las cosas esta obra es, insistimos, una obra de arte total: aclara que la obra no viene ya de arriba, de unas altas instancias que programan, modulan y proponen, sino de la inmediatez del murmullo y la conversación, de la cháchara vacua e insustancial, del menudeo cotidiano de lo que nos traemos entre manos. El arte –este arte de exposición y visita obligada– no tiene ya nada que decirnos, nada por lo que tengamos que prestar una especial atención: el arte es pura inmanencia, efecto superficial de concomitancia, desplazamiento e itinerancia, el conducto por el que una lógica de la sensación abierta a todo flujo queda encauzada hacia una reordenación de la esfera social. 
Y no es que digamos que las conversaciones de los turistas sean arte: decimos, al contrario, que la vacuidad de su puesta en escena, el consenso mediático al que son reducidas sus formas de conectividad y diálogo, necesitan un arte a la altura del caudal mediático que son capaces de hacer operar. Un arte, en definitiva, ya no atento a redirigir la mirada hacia las alturas –ahí donde acampa la esfera del arte- sino a modelar ese montante de sensibilidad que ahora fluctúa en toda comunidad. Un arte no ya preocupado en (de)construir un sentido sino en someterlo a constante fuga, a constante diferencia. 
            No sé si me estoy explicando: la verborrea del fatigado turista, la reducción a cero que sin despeinarse hace de la obra que debía ser contemplada en toda su “acongojante” profundidad política y social, enfatiza que ya por fin el arte es otra cosa. Y lo es, y con esto concluimos, porque sea lo que sea que abajo suceda, se hable de lo que se hable, se fotografía lo que se fotografíe, eso tiene sin duda más capacidad de incidir en el espectro social de una sociedad producida telemáticamente, más potencialidad crítica en el caso de mediar una estrategia artística con verdadera capacidad, que las caducas formas de exhibición artística a las que nos someten nuestras instituciones.


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