viernes, 20 de enero de 2017

CAMNITZER, TRUMP Y CHRISTO: EL ARTE EN EL ATOLLADERO



Donald Trump acaba de tomar posesión y si en ciertas cosas empieza sin duda lo peor, en otros ámbitos estamos ante lo mejor que nos pudiera pasar. Y me refiero al arte, al arte contemporáneo. Se me dirá que peco de atrevimiento o que, como poco, me explique. Pero como prueba un botón: no estaba aún el nuevo presidente en su sillón cuando la polémica en torno a la propuesta de Luis Camnitzer invitando al propio Trump a mutar su muro racistoide en una obra continuadora de la instalación Running Fence de Christo ha sacudido –levemente, hemos de decir– el mundo del arte.
Aquello que hasta hace cinco minutos parecía gozar con el beneplácito –como poco– de la duda, de buenas a primeras se ha mostrado –se nos ha mostrado– como vacuo, carente de capacidad regenerativa, de impulso crítico y displicente frente a un torbellino político con capacidad para derribar los ya decrépitos asideros donde se sustenta el sistema-mundo actual. ¿Una sábana colgada frente a la furia iracunda de un acto xenófobo?, ¿estamos de broma?
Y esto, desde mi punto de vista, es sumamente positivo para el mundo del arte. Entiéndaseme bien: quizá que no sea positivo para nosotros –me incluyo y, queridos lectores, les incluyo– que formamos parte del entramado cultural y artístico. Pero si elongamos la mirada, si miramos más allá de nuestra diáfana y seguramente que en muchos casos paupérrima realidad, el encumbramiento del trumpismo no puede traer más que cosas positivas para el desarrollo del arte. Claro está que, amenazadas las bondades emancipatorias que el arte presumiblemente viene a traer, se hace difícil ver los supuestos beneficios que la barbarie de este hombre pudiera venir a instaurar. Pero también es cierto que de no usar gafas de lejos el arte será incapaz de superar los compadraos y merodeos en los que parece sumido.

La obra original de Christo

Porque claro está que ni mucho menos me estoy refiriendo a un momento positivo para el arte en el sentido de entrada de ingentes cantidades de dólares y de una movilidad del mercado del arte a partir del momento en el que un séquito de multimillonarios toma el poder. Eso es incuestionable –incluso la hija mayor de Trump es coleccionista– pero en absoluto interesante para lo que aquí se está discutiendo.
A lo que trato de refirme es que será ahora cuando, dado el contexto enormemente contrario, el arte tiene la oportunidad de hacer desbarrar todas sus estrategias, de hacerlas fracasar más radicalmente y así –y esto es lo fundamental– comprender por una parte como su sitio no puede ser más el de estar a la espera de que se cumpla la destinación utópica con la que carga y, por otra parte, hacer más patente el impulso de estetización y banalidad con el que viene remando en dirección idéntica a los flujos de transacción capitalista.
El efecto Trump ha de servir al arte como de fondo de contraste con el que enfrentar sus estrategias, para ver mejor que antes las suturas y remiendos, para comprobar incluso que es imposible desasirse de la especulación a que –lo más seguro– estos magnates someterán el mercado. En otras palabras, el reinado Trump habrá de servir para que el arte sepa que su sitio está más entre el no-arte que entre el arte, para concluir que no hay ya esfera autónoma que le proteja y que si de verdad tiene algo que decir ha de hacerlo sin florituras ni escudos protectores, para comprender que su legitimidad no puede venir ya dada por las anquilosadas formas de archivismo, crítica institucional o cómodas formas de arribismo político. El reinado de Trump habrá de servir para empujar un poco más al arte hacia el abismo desértico por el que se niega a transitar.
Por de pronto el mundo artístico americano ha entrado a saco en este asunto tomando, como era de esperar, la opción más facilona. Más que “beneficiarse” del encumbramiento de Trump al poder para entrar a debatir las características de la esfera pública en la que se vertebra los Estados Unidos, más que preocuparse de servir de sensor desde donde hacer visible los terremotos que aunque hoy a escala ínfima podrán verse en toda su catastrófica sacudida dentro de pocos años, más que todo esto, digo, el mundillo artístico opta por ponerse farruco y enfurruñarse con la decisión que han tomado la mayoría del pueblo americano. Para ayer día 20 –día de la toma de posesión de Trump– fue convocada una huelga por la que museos, galerías, teatros, salas de concierto, etc, están llamados al cierren. Ello ha supuesto, debería haber supuesto, según los organizadores, “una invitación a que estas actividades contribuyan a redefinir los espacios como lugares donde se pueden crear pensamientos, visiones, sentimientos y actuaciones de resistencia”.


La razón, sin duda, para tomar esta opción estriba en que el arte –sus agentes y estructuras– sabe de su endeblez, de la debilidad de sus proposiciones ante el devenir mediático de la realidad, de lo fugaz y nómada en que los dispositivos mediáticos reconvierten cada toma de posición seria y crítica. El arte sabe que atreverse a tomarle el pulso al devenir-Trump de la sociedad americana implicaría muchos desiertos que recorrer, muchas estrategias que modificar, muchos abismos a los que acercarse. Implicaría –reiteramos– dejarse de premisas idealistas, dejarse de saberse al dedillo un destino del que reniega a cada instante para dejarse enseñorear por las mecánicas del capital,
El arte sabe que su potencial para incidir en un ámbito cultural en el que lo real es enteramente producido por las mass media es nulo; sabe que el diagnóstico Adorno se quedó muy corto: que el arte forma parte de esa entelequia ideológica desde donde la cultura vehiculiza sensibilidades con el fin de formar y conformar subjetividades. El arte sabe que la única salida que le queda es darse a ver, ofrecerse, salir a la palestra: para eso sí les vale Trump. Pero eso no es más que renegar una vez más del más alto destino para el que, en ocasiones como esta, se le requiere. En este sentido, “lo terrible de la condición actual del sistema del arte es, precisamente, –señala Brea– que admite por igual toda posibilidad con tal de que ésta sea capaz de acceder a superficie, a la vista, al teatro hiperexpuesto de las apariencias. Así, acaba por arrojarlo todo al primer plano, al implacable y voraz imperio de la transparencia comunicativa, en su obsceno exceso de voluntad de mostración, de puesta de todo en un puro orden de visibilidad”. 


Frente a todo este arsenal de gestos a la grada, el arte debe de asumir bien claramente sus prerrogativas: no es ámbito, el del arte, para voceros. El artista no es un actor ni un cantante. El artista es un agente doble, un terrorista mediático: si a la pobre de Meryl Streep se la permite decir lo que todo el mundo piensa, el artista ha de esforzarse en mostrar como lo que nadie dice es lo que la mayoría de los estadounidenses han pensado.  
            Dicho todo esto –de modo rápido pero creemos que esclarecedor– apoyamos de todo punto el candor e inocencia de Luis Camnitzer. Ese gesto, en su propia postulación y consiguiente inviabilidad, dice mucho más –al arte, a la sociedad, al propio poder– que miles de huelgas, que andanadas a los medios, que cabreos porque la gente vota lo que vota. Ese gesto, inverosímil, nos muestra el mundo tal como es. ¿No es esa la misión del arte? Mostrar el mundo para, después, atravesarlo.  
            Por otra parte: acabamos de empezar. El mundo puede cambiar –para peor– en unos pocos años. ¿Estará el arte a la altura de unas circunstancias? Es decir, ¿se atreverá a negarse tres veces?  

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