sábado, 27 de agosto de 2016

ENTREVISTA CON PANIZO: “SOY UN CANTAMAÑANAS”


Llegamos a Ciudad Real con un calor asfixiante. El corazón de La Mancha. Es nombrar a don Quijote y Panizo salta: “estoy ya del quijote hasta las narices, todo tiene que tenerle de protagonista”. Dulcinea, el Toboso, Cervantes, etc. “Eso y los calatravos”. Lleva allí desde que se casó, hace cinco años. “Suelo trabajar en Madrid, con lo que voy y vengo a diario y, a parte de un cansancio ya endémico, no tengo ningún problema para ver todas las exposiciones”. Ahora lo lleva peor: no trabaja y hace que no pisa Madrid un par de meses. “El calor, que es muy malo hasta para ponerse en funcionamiento”.
Quedamos con él para hablar de su segundo libro “Escenografías del secreto: ideología y estética en la escena contemporánea”, en la editorial Manuscritos.  Nos confiesa que la primera parte del título la tenía clara. La segunda, sin embargo, iba  a ser “ideología y estética en el siglo XXI”. En último momento pensó que el siglo XXI iba a ser my largo y que la palabra “contemporaneidad” tenía matices muy importantes. ¿Quién es contemporáneo?, ¿qué es ser contemporáneo? Siempre se necesita de un desfase, de una inactualidad. “Dice Agamben que una singular relación con el propio tiempo”, apunta Panizo. Percibir ese tiempo que queda oculto ente las bisagras del propio tiempo. Porque esa, añade, debe ser la tarea de la escritura: rozar el tiempo mientras se nos escabulle de las manos.

¿Cómo surgió la idea de este libro?

De la manera más insospechada. Tengo en mi casa montones y montones de textos, reseñas y ensayos sacadas de internet. Un día pensé que tenía que digerirlos poco a poco, hacer un resumen de todos ellos, una leída completa por lo menos. Cogí el primero y de ahí no pase. Era un texto sobre el secreto, de Paco Vidarte, profesor en la UNED. Derrida y todo lo demás. El texto quedó ahí. Luego buscando información sobre la escritura en Rancière y Derrida topé con el cuento La carta perdida de Poe. Si a eso sumamos mi interés ya en el libro anterior por la crítica a la crítica ideológica, el resultado estaba claro. Fui entonces escribiendo algunas críticas basándome en tales conceptos. Un poco más tarde traté de presentarme a un congreso en Granada sobre Rancière (iba a venir él en persona) y escribí un texto ya más profundo sobre la escritura, Poe, etc. Me seleccionaron pero al final, entre el trabajo y que me entró el miedo escénico, no fui. Pero ese texto fue capital para ya ir teniendo una idea clara. Solo me quedaba ensamblar bien las partes y darle una estructura final. Luego, claro está, buscar editorial. Entre una cosa y otra, tres años. Por otra parte está claro que la propia reflexión y escritura te va poniendo en un camino u otro.

Parece cosa fácil pero imagino que mucho tiempo…

El tiempo es mi gran hándicap y con lo que juego constantemente. Afortunadamente –o no– mis trabajos no suelen duran más de dos años. Trabajo de programador informático y, después de cada proyecto, suelen echarnos a todos a la calle. O por lo menos a mí. Tengo luego seis meses de paro que aprovecho al máximo. En esta ocasión así fue: dediqué esos meses a leer sobre ideología. Claro que no es todo tan bucólico ni tan claro: cuando tengo trabajo pienso que debería estar escribiendo, y cuando escribo pienso que debería de estar trabajando. Total, que vivo en una constante esquizofrenia algo depresiva.

Porque vivir de esto…

No, imposible. No niego que como idea regulativa (si se me entiende) está siempre presente. Hacer esto para ver si así, hacer lo otro para ver si tal o cual. Pero funciona solo como reclamo. Además, confieso que tampoco he dado los pasos más indicados. Ahora mismo colaboro con algún medio digital –Exit-express, Arte10, El Estado Mental–. Pero para poder sostenerme solo de esto debería implicarme en más proyectos para los que, ciertamente, no valgo.  

Repites mucho la palabra “escribir”. ¿Escribir y no más bien hacer crítica de arte?, ¿hay diferencia entre una cosa y la otra?

Sí, cada vez lo tengo más claro. Se trata de escribir, de escritura. La crítica de arte antes que nada es un ejercicio de escritura. Se diferencian en el sentido de que una está subsumida dentro de la otra. No hay crítica que no sea una escritura en el sentido más filosófico y profético de la palabra. En este sentido, me remito al texto de María Virginia Jaua al final del libro de textos de Brea El cristal se venga: escribir-mañana, escribir-máquina. La obra de arte no se acaba ni se cierra nunca y eso antes que nada debe de cumplirse en la escritura: apelar a un porvenir desde el que estamos escribiendo. Escritura como carta que nos enviamos a quienes ya “somos” en el futuro. Dejar un testimonio. Se piensa siempre linealmente: pasado, presente, futuro. Pero la crítica antes que cualquier otra cosa ha de trastornar ese tiempo. Sólo así puede tratar de ser fiel a la obra de arte.
Ahí creo yo gravitan todo el nudo de problema que asolan a la crítica. ¿En qué completa el texto a la obra? Ciertamente que en nada, pero es cómo si dijésemos una prueba de su resistencia al futuro. Si una obra de arte no cuenta con su correspondiente crítica, la obra no ha sido probada en todo su potencial. Nada es definitivo, claro. Está el espectador, el comisario, el coleccionista, etc. Toda una urdimbre de relaciones que dan a la obra su tono epocal. Pero el texto recosido a las comisuras de la obra funciona como diapasón con el que la obra se escuchará en un futuro, en un futuro que claro está empieza hoy.
Llevar esto a la práctica es difícil. Yo mismo, por ejemplo, no lo cumplo. Porque crítica de arte no es entonces –de hecho nunca lo ha sido, es un equívoco que recorre a la propia disciplina- una valoración de un “elegido”, no es una reseña periodística. No lo son tampoco la mayoría de las entradas en mi blog. Crítica de arte remite al ensayo como forma primordial. Mientras tanto –y como no podemos ni escribir ni leer un ensayo todos los días- lo que mejor podemos hacer es dar pinceladas, hacer como si, dar pistas.

Este tío se explica que da gusto...

En este sentido, ¿por qué escribir crítica de arte y no otra cosa?

A esto no tengo respuesta. No lo sé. Un cúmulo de circunstancias de las que no se puede sacar nada en claro. Es una labor que yo mismo me he asignado y con la que llevo enfrascado ya ocho años. Porque escribo antes que nada para mí, este es mi mayor “defecto” pero lo único que me hace no dejarlo. Es más, creo que es en esa dialéctica extraña entre lo que uno desea escribir y lo que debe escribir –entre escribir para uno mismo y escribir para los demás– donde está la tensión necesaria. Desearía, como no, ser más leído –y todo lo que ello conlleva– pero al mismo tiempo no renuncio a textos largos y complicados que de antemano sé que por el rumbo inmediato que ha tomado la red no van a ser leídos por (casi) nadie.

Pero, ¿algún momento, algún origen?

No, sería necesario referirme a mi periplo. De joven leía mucho –o eso al menos pensaba– y eso me hizo llegar a la filosofía. Si uno lee a Proust le remiten a Bergson y a su vez a Deleuze, por poner un ejemplo. Lo que no es común, creo, es realizar todo ese movimiento. A veces lo hacía, a veces no. Por aquel entonces estudiaba Matemáticas en la Autónoma de Madrid. Logré terminar la carrera pero fueron años horrendos. Sin embargo, como había que hacer asignatura de libre configuración, ensayé a ver qué tal me iba estudiar algo de filosofía. Allí me topé con Fernando Castro y vi algo totalmente nuevo. Sin tener mucha idea de arte, la tesis que uno maneja es la del “eso lo hace mi hijo”, no sé si me explico. A mí me resultaba un poco chocante que eso fuese así, que hubiese gente, artistas, a quienes se les permitía hacer lo que quisiesen. Debía de haber una lógica detrás. Ver a Castro hablando una hora sobre Malevich, Friedrich y de cómo alguien dijo que era como si te rasgasen los ojos –recuerdo pinceladas de clases sueltas– me hizo ver que el arte era algo muy serio, algo que había que estudiar muy a fondo pero que merecía la pena. Quizá todo venga de ese momento. Porque después estudié filosofía en la UNED y lo tenía muy claro: filosofía del arte, estética. También fueron muy importantes las clases de otro profesor de la UAM, Esteban Enguita: me sometió, literalmente, a una sobredosis de Heidegger en toda regla. Después de eso es difícil seguir siendo el mismo.
Cuando acabé filosofía yo ya estaba trabajando en el mundo de la informática así lo que se me ocurrió fue abrir un blog –estamos hablando del año 2009– para escribir críticas de arte. Tenía claro –ahora no tanto– que aquello era un pequeño hobby, que en pocos años llegaba a escribir en el cultural del ABC o lo dejaría por mediocridad mía. Filosofía, arte y escritura: sí, puede que sea ahí donde me sitúo.

¿Escribir de arte?, ¿de buenas a primeras?

Bueno, el escribir no era nuevo para mí. Era una vocación que ya llevaba cultivando. Dejé a medias dos novelas, terminé una y un libro de poemas. Debe ser todo muy malo porque está guardado en el cajón y de ahí creo que no saldrá. Pero sin duda que para por lo menos una estructura, un saber qué decir y cómo decirlo sí me dio. 

Volvamos al libro. ¿Existe continuidad entre este y el anterior de Rancière?

Desde luego. La continuidad la encuentro en lo que para mí es el principal interés: la crítica de la ideología. En Rancière –y en otros muchos– se dan los fundamentos de porqué la clásica crítica a la ideología ya es inviable. En este sentido, una necesidad imperiosa del arte –y en tanto que no lo cumple, de la crítica– es mostrar cómo esa crítica es ya impotente. En este sentido, este segundo libro es una puesta en práctica de qué crítica es ahora necesaria. Por eso he querido hacer un libro que, al tiempo que muy teórico, tocase tierra en algunas exposiciones y obras de arte. Y por eso tiene esa estructura. Primero, la ideología, en qué fase de ella estamos; segundo, un ejemplo práctico en la escritura y en el cuento de Poe; y tercero el propio arte, cómo aplicar esa crítica a la crítica ideológica al propio arte.
Llevar a cabo esto es difícil: el propio mundo del capital ha cerrado ya toda vía de escape. Por eso, eso que he dicho anteriormente de la crítica de arte es ahora si cabe más importante subrayarlo: nada queda a la vista, dar al espectador aquello que viene a buscar no es arte, poner en solfa al sistema tampoco es arte. Porque es inútil, porque su finalidad está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Es necesario enarbolar un muy potente pensamiento negativo, donde la contradicción no encuentre nunca fin. El tema es que no es nunca esto ni lo contrario, sino la fractura que media entre ambos. Es por ahí por donde nos podemos ir fugando, poco  a poco, manteniendo al menos la cuestión con vida, aleteando en nuestras vidas.

Pero, ¿eso es arte?, ¿en eso ha quedado el arte? Entiendo que en ese batiburrillo de antinomias y paradojas que construye el arte el espectador está dejado de lado. Es muy difícil entender nada.

No sé qué es difícil y qué es fácil. Fantaseo muchas veces con que no somos nosotros quienes pensamos sobre arte sino que es el arte quien nos piensa, quien permite que nos introduzcamos en su dialéctica o no. No creo que se trate de un elitismo ni de nada parecido. El arte tiene sus secretos –nunca mejor dicho– y de por sí no coinciden con los del capital. Señalar la diferencia entre un secreto y otro, como uno es el inverso del otro, requiere un esfuerzo, a veces mucho esfuerzo. Pero no creo que tengamos que rebajar ni la importancia de este hecho ni la capacidad del espectador. Ni, por cierto, dejar de señalar que el capital lo hace estupendamente bien.
En todo caso la capacidad e importancia del arte es que es de los pocos ámbitos, por no decir el único, capaz de llevar a cabo una crítica a la crítica ideológica. Y lo es, antes que nada, porque ha de dejar su finalidad y su sentido en suspenso e, incluso, mostrar su impotencia. Sostener esa (im)potencia del arte requiere abandonar posiciones ya sabidas y atrincheradas, abandonar la cándida inocencia. Supone un cierto esfuerzo, sí.

Adorno sobrevuela entonces mucho por este libro.

Sin duda alguna. Aunque sin ser muy citado. Es solo que considero que es ahí donde tenemos que situarnos, en la senda de su dialéctica. Por lo menos siendo muy cucos y reflexionar siempre, si es posible, un poco más, un peldaño más. En estos últimos treinta años el mundo del capital y del espectáculo se han perfeccionado optimizando sus resultados. La industria cultural se ha convertido en dispositivo ideológico de máxima potencia. La técnica, por su parte, cumple más su papel condenatorio que expiatorio. El panorama es desolador. Atreverse a pensar las condiciones del arte en la actualidad creo que es situarse en Adorno y realizar cuantos movimientos dialécticos sean necesarios para eludir –mínimamente– el poder ideológico o mostrar como no hay manera de eludirlo.

...aunque en el fondo está totalmente desorientado (esto era en la Bienal de Lyon)

Aludes también mucho desde el principio al nihilismo. Explícanos esto brevemente.  

Para mi funciona como perfecta interpretación de nuestra época. Es el fondo de contraste contra el que toda reflexión debe de enfrentarse. La superación del nihilismo y la muerte del arte operan de manera parecida: ni se supera nunca el nihilismo, ni el arte muere nunca. Son solo matrices comprensivas, grandes ficciones desde donde poder elevar el pensamiento. Superar el nihilismo, digo en el libro, sería hacer implosionar la escena: no es que en la escena no haya nada, sino que no haya nada de escena. Vagamos intentándolo y, con semejante misión, obvio que el fracaso sea nuestro destino. Somos, como dice Brea, habitantes de las postrimerías: pero eso, lejos de dejarnos en una posición de inanición nos debe de dar pie a atrevernos a pensar más y mejor. Al menos cada vez tenemos más razones para hacerlo: la vida que nos están dejando está archiprogramada en su insustancialidad.

Por último, las críticas de exposiciones y de artistas que hay en el libro. Cuéntanos un poco.

Unas son de renombre internacional y otras son reducidas solo a la escena española y, si se apura, madrileña. Principalmente –en mi blog- escribo sobre exposiciones en Madrid, por lo que lo local tiene su presencia. En todo caso, está, Paul McCarthy, Isaac Julien, Wilfredo Prieto, Santiago Sierra, Karmelo Bermejo. Solo pongo mal una exposición y además de un artista digamos mediano. He de decir que, no sé si bien hecho o mal hecho, lo pensé mucho. Porque poner mal a McCarthy o a un artista instalado en la gloria es muy fácil. Pero no sé, en un libro, dejarlo ahí para los restos, se me hacía un poco soberbio. Una crítica vale, pero un libro…No es que vaya a ser muy leído, pero en fin. Al final lo incluí porque la exposición daba en el clavo de todos los tics que hacen del arte algo sin potencia ninguna.
Cierro con una nueva redacción de la crítica que hice a una obra de Bermejo que, por cierto, ha sido todo un éxito en el Manifiesta de Zurich. Doy las claves de porqué el arte debería de ir por ahí. Es decir: me mojo.

A colación de las malas críticas, ¿es este un problema para ti?

Algo que me sorprendía mucho antes de empezar a escribir era que todo el mundo decía que el arte no valía nada pero, sin embargo, era muy difícil encontrar una mala crítica de algo concreto. Estoy sigue pasando pero hay una explicación muy lógica. Y, antes que nada, ¡sí hay críticas que ponen mal al artista o la obra! Pero dejando esto de lado, el hecho de que sí que las hay, lo cierto es que para mí, y no creo decir una barbaridad, hay dos niveles: la exposición institucional de un artista ya consolidado y la exposición en una galería de un artista en camino. Del segundo grupo, solo escribo mal si se trata de cuestiones que atañen al propio arte –no ya tanto de mi gusto personal-. No sé si me explico porque creo que esa diferencia debe de ser eliminada cada vez más. Pero en todo caso, pienso que por encima de cierta querencia hacia un tipo de arte u otro, sí que está la idea general de cuál es el destino del arte, a qué tiene que apuntar y por qué tiene que apostar. Si eso se tergiversa mucho si da cabida para una mala crítica.
En el caso de las exposiciones de más renombre hay más libertad. Claro que se puede caer en el otro polo, en la de ser el enésimo que pone mal tal o cual exposición. Luego hay cosas que hay que decir bien alto. Porque, seamos serios, tampoco es que la crítica de arte abunde mucho. Si nadie dice que obra de Darya von Bermer que estuvo hasta el mes pasado en Matadero era una birria –o que la exposición de Marina Nuñez en Alcalá 31 era, como poco, una cosa muy rara– pues mal vamos.

¿Te fijas en alguien en concreto? Es decir: que críticos te gustan.

Al principio, obviamente, que Fernando Castro. Luego descubrí a Miguel Ángel Hernández Navarro, a quien además estaré eternamente agradecido. Inmediatamente después llegué a Brea. Como se ve, empecé a escribir con un bagaje teórico casi nulo, deben de ser la inconsciencia de la juventud. También por todo el apoyo que me dio, conocí los textos de Andrés Isaac Santana y ahí descubrí que no hay que tener miedo a elevar el tono discursivo. Ahora mismo quien busco siempre es a Sergio Rubira, me parecen muy buenos e interesantes sus textos. Medidos hasta las comas –imagino que por el poco espacio que tiene– llega a decir siempre más de lo que está escrito. Cereceda a veces también le da, sin duda. Pero claro, el mundo del suplemento cultural, con esos textitos cada vez más pequeños….

Me lo has puesto en bandeja, ¿y en la red?, ¿ves a internet decididamente no solo como un nuevo medio sino como un medio capaz de cambiar la potencia de la crítica?

Dicen que sí… Por lo menos y por ahora es lo que nos queda: pensar que sí. Porque además no nos queda otra. Pero no sé: además de cambiar el modo de difusión poco más se ha hecho. En este punto, no tengo misericordia ni para mi mismo: soy uno de los entrometidos llamados a guarrear el ciberespacio sin proponer nada nuevo ni hacer valer el potencial de la tecnología. Cada vez lo tengo más claro. Además de facilitar el contacto y la información, internet debía de abogar por buscar otra escritura. Crearse un blog propio, escribir unos textos y publicarlos en FB es ser, como es mi caso, un cantamañanas. Así de claro.
Debía de apuntarse más lejos. ¿Cómo? No lo sé. Por lo menos escribiendo mejor, relacionando más. Ha cambiado la difusión, la reproducción, distribución, etc. La escritura ha de cambiar. Y cambiará. Todo requiere su tiempo. Quizá no lo veamos nosotros, quizá sea cuando llegue otra tecnología superior que internet será pensada en toda su potencia. Como el cine cuando llego la televisión. Solo espero que para entonces, rastreando entre ruinas, me tengan la misma consideración que la Nouvelle Vague tenía de Hitchcock: hacía un cine clásico, vale, pero en su cabeza se movía otra concepción de cine.

Para acabar, ¿qué planes tiene ahora?

Pues enlazando con la anterior respuesta, no tengo mucha idea. Lo que está claro que textos que no apunten a un nuevo emplazamiento para la escritura no deberían de hacerse. Por otra parte, escribo de arte, claro, de exposiciones, es imposible no estar pegado a veces a la actualidad. De hecho es necesario. Pero solo partir de ella. Es difícil explicarme. Vamos a ver que va saliendo. He escrito un par de cosas en los últimos meses sobre esto.
Por otra parte estoy con un trabajo sobre Brea, me he releído toda su bibliografía en este verano. Me gustaría que saliese algo. Pero en fin, ya se acabaron los seis meses de paro y estoy ya en búsqueda de otro trabajo. Seguiremos hasta donde podamos.

Nos guiña un ojo al tiempo que mira la hora en su móvil. Ya es la hora, parece decirnos. Tiene que ponerse a hacer la comida. “Hoy toca coliflor, me encanta”. Su mujer vendrá en breve y tiene que estar todo listo. Todo es cuestión de programarse y ser un poco asceta, añade. Es necesario. 

sábado, 20 de agosto de 2016

MONTSERRAT SOTO: EL LIBRO COMO ARMA DE FUTURO


MONTSERRAT SOTO: DATO PRIMITIVO 5. PINACOTECA
MUSEO DE CIUDAD REAL. CONVENTO DE LA MERCED: hasta 31/08/16

La presente edición de Photoespaña tiene parada este año –como maná caído del cielo– en Ciudad Real. Para una ciudad cuyo presupuesto en cultura se va en la Semana Santa y en traer a Camela a la Feria –dicho esto sin resquemor ninguno pues la pequeña ciudad da de sí lo que puede y seguro que bastante bien lo hace– este evento merece, y aunque solo sea porque quien esto escribe tiene la osadía, casi diría heroicidad, de residir en esta ciudad manchega, una breve reseña.
Eso sí: la exposición queda referida inmediatamente al Quijote. En el IV Centenario –recordemos, de la publicación de la segunda parte que, como El padrino, es la mejor– era algo previsible. Pero es sin duda algo reiterativo, pesado y decepcionante que casi todo alegato cultural en la comarca tenga que tener el sello y la impronta del gran personaje cervantino. Dejémoslo en todo caso en un síntoma regional –la política cultural de la zona necesita una red para poder volar– y entremos en más detalles.
La exposición en cuestión es de Montserrat Soto (Barcelona, 1961) y se titula Dato primitivo 5. Pinacoteca. Formada por composiciones fotográficas de grandes cuadros de los siglos XV al XVIII que cumpliesen la única condición de haber tenido, cuadro o pintor, algún contacto con La Mancha –entran por ejemplo Velázquez, Berruguete o El Greco–, el interés de la artista estriba en –con la distancia estética acumulada en una mirada tan desinteresada como puede ser la propia de un tiempo como el nuestro que va camino de convertir el libro en reliquia arqueológica– hacer notar la presencia tan reiterativa como, según el parecer de nuestra época, extraña del libro como motivo pictórico.
El libro, hoy destinado a mercancía a tener en cuenta en fechas tan señaladas como san Valentín o el día del padre, tuvo su momento de gloria precisamente en aquellos siglos que van desde la invención de la imprenta (siglo XV) hasta el momento previo (siglo XVIII) a la incipiente difusión capitalista del libro –y la educación y la enseñanza– a todas las clases y estamentos sociales. 


Es este dato, creemos, lo que pone encima de la mesa Soto para que, mutatis mutandi, reflexionemos sobre nuestra contemporaneidad y, sobre todo, con las formas actuales de difusión del saber. En suma, una arqueología del saber en toda regla que delinea la artista catalana para que nos situemos dentro de este desplazamiento del saber que se ha ido produciendo durante los últimos siglos y para que nos percatemos de la ideología de base –y de su poca inocencia– que ha ido permutando el saber.
El libro, como queda de manifiesto en la abigarrada iconografía que nos bombardea la vista, alegorizaba una producción ideológica que se sustentaba –ya como identidad del personaje, ya como acontecimiento histórico de relevancia– en un saber fijado y condensado en el libro y que operaba como fundamento sapiencial de legitimación y autoridad. San Jerónimo, santa Teresa de Jesús, santo Domingo, reyes y aristócratas, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la unión del reino de España, la expulsión de los cátaros, son datos históricos marcados como tales por la presencia de autoridad que dictamina el libro.
El germen está sin duda en la Anunciación: la Virgen, recordemos –y algún ejemplo ha tomado la propia Soto, en concreto la de Juan de Borgoña que está Sala Capitular de la Catedral de Toledo–, es visitada por el Espíritu Santo mientras que estaba leyendo las Escrituras. Es solo en contacto con un saber fijado en escritura que surge el acontecimiento; es solo en contacto con una Palabra que atraviesa la historia que irrumpe lo inesperado. Derrida podría haber tenido aquí otro dato para su desplazamiento logocéntrico. Todo es, en suma, muy judío: no hay textos nuevos sino interpretaciones diferentes que generan un saber diferente. Cada personaje, cada hecho histórico, queda consolidado en una determinada ilación de palabras reinterpretadas: el libro es solo su alegoría, la constatación de una autoridad que se impone. 
¿Y ahora?, ¿qué somos, qué acontecimientos hay? El libro sería desplazado, quien sabe, por un iPod, por un Smartphone. La tecnología cambia porque cambia el saber necesario para producir un “yo” determinado: el “yo”, en suma, es el primer producto tecnológico. Si el libro ha sido casi eliminado como dato cultural es porque el saber que destila –ese saber condensado y cimentado en su eterno presente– no vale para lo que la ideología actual necesita de nosotros: necesita identidades volubles, en constante desplazamiento; identidades nómadas que operen en rizoma, identidades cuya memoria es siempre futuro.


Este es, sin duda, el sempiterno tema de la técnica, el paraíso que nos abre –se trata ni más ni menos de la posibilidad de conquistar por fin nuestra emancipación– pero también el infierno del que no logramos desasirnos del todo: allí donde la tecnificación de nuestros deseos apunta, no dejamos de constatar que el capital ya había llegado antes. Un tema que da mucho de sí pero que aquí solo dejamos apuntado.
En definitiva, muchas y variadas cosas nos ha querido trasmitir Montserrat Soto con esta exposición. Pero sobre todo una: en el desplazamiento de una episteme que es ya una nodalogía pulsional, ¿qué celebramos cuando celebramos el IV Centenario del Quijote? En esta vacua efemerología en la que vivimos, ¿no será toda celebración un intento de olvidarlo un poco más? Está claro: se celebran cada vez más datos históricos para desconectarlos de su  potencial vis disruptiva, para decir a la población “tranquilos, nosotros nos encargamos, un par de eventos culturales y podremos vivir tranquilos medio siglo más”.
Por el contrario, y esto es lo que entrelíneas dice la exposición de Soto, ¿no será que leer es, ahora más si cabe, un acto de resistencia?, ¿no será que el libro debe de ser elevado, ahora ya perdida por fin su función programática e ideológica, en arma disruptiva, en arma con capacidad de generar futuro? Esa y  no otra debe ser la actualidad del Quijote: no que se lea en las escuelas ni que sirva de ocasión para que los politicastros inauguren un par de eventos culturales: el Quijote siempre será el ejercicio anti hegemónico de lograr construirse una subjetividad, una identidad yoica, fuera de los espúreos reclamos de lo ya-dado, de lo esperado por anticipado. 

miércoles, 17 de agosto de 2016

VAN GOGH Y EL BOSCO REVISITADOS: SOBRE LA DERIVA ESPECTRAL DEL ARTE Y LA PARÁLISIS DE LA CRÍTICA


EL JARDÍN INFINITO - MUSEO DEL PRADO: hasta 02/10/16
VAN GOGH ALIVE - TOUR MUNDIAL (actualmente Bogotá)

“De este modo, queda planteada la principal exigencia a la filosofía de hoy, mientras que se afirma al mismo tiempo que es posible de satisfacer: tal exigencia es la que consiste en acometer, bajo la típica que se corresponde al pensamiento kantiano, la fundamentación epistemológica de un concepto superior de experiencia”. Quien así se expresa es un joven Benjamin de apenas veinticinco años –1917–, que en este texto titulado Sobre el programa de la filosofía venidera deja planteados los problemas a los que debería hacer frente la filosofía.
La crítica a la epistemología kantiana le sirve de trampolín de salida desde donde empezar a tejer una amplia red de motivos que, sin duda, atraviesan todo el siglo XX llegando hasta nosotros y cuyo núcleo bien puede aludir a cómo alentar la esperanza, algún tipo de esperanza, dentro de una Historia que avanza a golpe de martillo y bayoneta. Benjamin, intuimos, no lo sabía en aquella lejana fecha. Pero algo debió de barruntar en su mente al pensar en esta exigencia fundamental para una filosofía que, apoltronada sobre una lista de categorías más que escasa y ridícula, reducía la experiencia a los parabienes del pensamiento ilustrado, ahí donde Historia y progreso aliaron sus fuerzas para cerrar la totalidad sobre sí misma.
Pero, ¿y en todo este tiempo?, ¿en este casi siglo que ha pasado desde que esa necesidad fue formulada? Pues muy sencillo: entre una política de la estética que acaba en propaganda y una estética de la política que trabaja para lograr una estetización global de los mundos de vida a nivel mundial, el arte –engullido en lo que es ya una institucionalización sistémica– ha ido perdiendo terreno y ya difícilmente es capaz siquiera de hacer tintinear una leve esperanza que, aunque no para nosotros, se nos muestre en su negatividad.
Ante esto una observación: si nos hemos ido tan rápidamente del campo de la filosofía al del arte es porque es en el terreno de juego de este último donde la partida por nuestra emancipación se juega más radicalmente, donde los agenciamientos de sensibilidades hacen aparecer a la sociedad en toda su contradictoria destinación y porque en definitiva es el arte desde su inclusión dentro del ámbito de la reproductibilidad técnica lo que tiene un nuevo fundamento social: la política, comprendida ésta, claro está, no ya como disputa por el poder sino como su más directo ejercicio por parte del nosotros. Es Benjamin, sin duda, uno de los primeros en darse cuenta de que esa exigencia para la filosofía contemporánea solo tenía cabida dentro del arte.


Desde este punto de partida que hemos puesto someramente sobre la mesa, exposiciones como la de El jardín infinito en el Museo del Prado o Van Gogh alive actualmente en Bogotá pero involucrada en un tour mundial que le ha llevado de Anchorange a Berlín y de Turín a Santiago de Chile, no son sino la constatación plena y fragante de que el arte no es sino el emplazamiento perfecto desde donde cortar de raíz toda posibilidad de una experiencia con la que poder alentar esa esperanza que habita huérfana en el vibrar de nuestras vidas. El arte, por tanto, como dispositivo que optimiza el hecho de que, como señala Adorno al inicio de Minima Moralia, “lo que en un tiempo fue para los filósofos la vida, se ha convertido en la esfera de lo privado, y aún después simplemente del consumo, que como apéndice del proceso material de la producción se desliza con éste sin autonomía y sin sustancia propia”.
Y lo hace, como no, invirtiendo las tesis de la ideología homogénea y ofreciéndonos el pharmakon que necesitamos para alentar nuestras resquebrajadas vidas. El arte se postula como garante de experiencia –eso que demandaba Benjamin en sus años de juventud– capaz de superar el simulacro merced al cual la realidad está siendo licuada a través del espectáculo y los mass media cuando, por el contrario,  no es sino la más rotunda confirmación de que somos ya incapaces de mediar una experiencia con la realidad y que todo ha de ir mediado por un juego de apariencias que, alentando la posibilidad de superar nuestra angustia vital por un mundo que se va por el sumidero, nos sostenga al menos en la fantasía de que todo va como la seda.  Y es que, pase lo que pase, el arte nos brinda la posibilidad de ocultar nuestro más preciado secreto: que somos unos póstumos incapaces ya de lidiar con una realidad que desaparece bajo nuestros pies.
En este sentido, si uno escucha a los artistas de El jardín infinito, Álvaro Perdices y Andrés Sanz, no dejan de repetir lo mismo: sumergirse, adentrarse, compartir este mundo, entrar dentro, meterse dentro de la pintura, participar. Es decir, cuando ya hemos perdido la capacidad estética de mirar un cuadro, el arte nos da eso que nos falta al precio, eso sí, de elevar al arte a mecánica ideológica de primer orden. Y es que, como señalaba Benjamin en El arte en la era de la reproductibilidad técnica, “’acercar’ las cosas, en términos espaciales y humanos, es precisamente un deseo tan apasionado de las masas actuales como lo es su tendencia a una superación del carácter único de cada acontecimiento mediante la acogida de su reproducción”. Para eso, en definitiva, trabaja el arte: el arte trabaja a favor de la política mundial llamada nihilismo; el arte trabaja para que se imponga la lógica “de lo igual en el mundo”, para que el “desierto de lo real” sea nuestro jardín de bolas donde brincar despreocupados y felices.


 Pero no nos dejemos llevar por el entusiasmo de poner a caldo una determinada propuesta desde parámetros que, de una u otra manera, son conocidos por todos. Más bien todo lo contrario. Aquí, como en otras muchas cosas seguimos a Adorno cuando en Crítica de la cultura y la sociedad señala que “la crítica no tiene que buscar los interés determinados de los que los fenómenos culturales forman parte, sino descifrar qué sale a la luz de ellos de la tendencia de la sociedad a través de la cual se realizan los intereses más poderosos”. Más aún cuando en Minima Moralia señala que “en la edad de su decadencia, la experiencia que el individuo tiene de sí mismo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que él simplemente encubría durante el tiempo en que, como categoría dominante, se afirmaba sin fisuras”.
Dicho de otra manera: la crítica –más aún, en el momento en el que nos encontramos de una necesaria crítica a la crítica ideológica– no ha de contentarse con señalar los “intereses creados” ni tampoco con mostrar cómo el arte opera aún prometiéndonos una verdad debajo de una experiencia “verdadera”. Y no lo debe hacer –no lo debemos hacer– no porque en tal caso nuestra crítica quedaría en poca cosa sino, más radicalmente porque, otra vez con Adorno, “la crítica de la cultura es ideología en la medida en que es meramente crítica de la ideología”. Es decir, porque caeríamos nosotros y nuestra crítica en ideológica.
Es precisamente en este punto donde nuestro texto tiene que remontar el vuelo que le haga desmarcarse de los lugares comunes de la denuncia por la masificación espectacular del arte y demás puntos comunes que, como decimos, no hacen sino recaer en ideología. Porque, de hecho, todos lo sabemos, todos podríamos señalar con un dedo aristocrático que “para eso hemos quedado”, que para eso ha quedado la pintura de van Gogh o El Bosco, para servir de reclamo para un nuevo parque de atracciones. Todos sabemos que el arte –y no hace poner estos dos eventos hipertecnificados– está masificado y  no es fiel a lo que debiera ser su destino. Pero ese saber, así tal cual, es un saber que puesto encima de la palestra es ideológico al ir en la misma dirección que una ideología estética que nos permite saber la falsedad del arte sin menoscabo alguno para su apuntalamiento.
Y aquí es donde empieza la dificultad de este texto y, creemos, de toda la crítica. Porque deberíamos ser capaces, según Adorno, de descifrar tendencias en los fenómenos culturales y de qué manera éstos cobijan los intereses de los grupos hegemónicos. Deberíamos, en definitiva, poner encima de la mesa otro saber que rompiera con esa continuidad hegemónica de un saber acerca de la ideología que no tenga miedo de enseñarnos sus tripas, sus mecanismos de coacción y adiestramiento. Ese saber sería el de un no-saber disyuntivo y suspendido, el no-saber generado por una experiencia sin finalidad capaz de rasgar la continuidad fáctica de las expectativas, de crear una falla en la vibración sostenida de una vida y desplazarla de sus lugares consensuados de lo decible, lo posible y lo pensable.


Pero eso es, prácticamente, imposible. De ahí, pienso, el mal momento de la crítica; de ahí, pienso, lo mal considerada que está. En un texto de Daniel Innerarity publicado en esferapública acerca precisamente de la dificultad de la crítica el autor sostiene que “podríamos afirmar que el poder de un sistema es completo cuando consigue introducir la negación del sistema en el sistema mismo”.  Y eso, justamente, es lo que ha pasado: que, como ya señaló Brea en un texto acerca de las retóricas de la resistencia, “las ideas dominantes no son nunca verdaderamente las ideas de la clase dominante”. Es decir: el poder hegemónico está desplazado, invertido para ser más preciso, y lo que ha conseguido con tal movimiento es anular el poder de una negatividad que como reverso tenebroso hacía temblar la lógica del concepto desde su interior.
Así las cosas, y en lo que a nosotros concierne: ¿cómo elaborar una crítica de estos fenómenos estéticos que no recaiga en ideología? Todos sabemos a qué vamos allí; todos sabemos que hemos de ir; todos sabemos que la experiencia que nos proporcionará será incluso mínimamente satisfactoria desde ciertos parámetros aunque, de facto, sabemos que la propia experimentación lo que consigue es socavar el impulso dialéctico del propio arte. Es decir: todos sabemos lo que hay que saber; no existe por tanto exterioridad desde donde realizar una crítica a la crítica ideológica. La supuesta negatividad que tuviera que desprenderse de tal trabajo está ya incluida en el debe de la propia mecánica ideológica.
¿Qué hacer por tanto? Esta es la cuestión de la crítica, una cuestión que ya anticipa la respuesta: sostener su imposibilidad, hacerla patente, mostrar que no hay emplazamiento exterior donde situarse, mostrar sus estigmas y sus síntomas. Realizar el signo impotente por antonomasia: lanzar –proferir mejor– un grito inaudible pero con la capacidad de atravesar la temporalidad del aquí y ahora. En suma: enviar una sonda al futuro, un SOS a un tiempo por venir que retroactivamente nos salve de nuestra situación de habitantes de las postrimerías.
¿No es eso una experiencia radical?, ¿no es eso una experiencia capaz de trasmitir una potencial esperanza capaz de tomar aunar las temporalidad heterocrónicas del ayer, del hoy y del mañana?, ¿no es, por último, eso lo que decía Benjamin será el programa de una filosofía venidera?
En suma: la filosofía da cumplimiento a su destino en cuanto crítica a la crítica ideológica siendo la crítica de arte una de sus formas principales.

lunes, 8 de agosto de 2016

POÉTICA DE LA LIBERTAD: MENOS POÉTICA Y MÁS DIALÉCTICA


POÉTICA DE LA LIBERTAD
CATEDRAL DE CUENCA: 26/07/16-06/11/16

I
La libertad y el arte tienen un idilio particular que por muy trillado que esté sigue teniendo su séquito de rendidos admiradores. Son aquellos romanticones empedernidos, aquellos gustosos de tragarse las milongadas del malditismos y demás síntomas adheridos a la ligérsica figura del artista enfermizo y tuberculoso, aquellos –en suma que tienen en la "oreja de van Gogh" a su más alta reliquia estética. Porque, ¿qué es el artista sino ese ser divino y demoníaco al mismo tiempo que tiene las agallas de cargar pesadamente con su libertad hasta el límite de lo soportable?
Es innegable que este retrato pintoresco y a la carrera que hemos hecho es el que el sistema-arte prefiere para mantener su zona de poder limpio de polvo y pajas: una Historia del Arte sostenida sobre la locuaz pandemia del tufillo libertino de finales del XIX y principios del XX es garantía inestimable para que los museos-transatlánticos diseñen un programa de exposiciones con el que sacar tajada. Hacer una enumeración sería algo tan largo como inútil pues todos ustedes, creo, saben de lo que hablo.
            Pero esto –las estrategias del marketing y demás es solo la mitad de la historia. La otra es que sí que es cierto: libertad y arte van de la mano. Tanto que no se pueden hacer intentonas con las que definir al arte que no se las vean, antes o después, con el concepto de libertad. Pero, claro está, no esta simplona libertad romántica y soñadora, no esta libertad idealista del yo autocreador, no este concepto de libertad vinculado únicamente al genio como aquel que se da a sí mismo las reglas.
Y si decimos que “no” no es solo por llevar la contraria: es que en el instante siguiente en que todas esas características de creación y genialidad se ponen encima de la mesa, se crea como por efecto rebote un contexto autónomo del arte, una esfera de producción propia, un ámbito de elucidación no ya de la libertad personal del artista sino de toda una comunidad de sentido que valora –desde la libertad en ese mismo adquirida tal o cual propuesta como arte.
Y ese es, ciertamente, el problema –problema político por antonomasia– al que debe dar respuesta el arte y para lo que adquirió el engolado nombre de Estética. Es entre sus cuatro paredes, como recinto autónomo y separado de producción capitalista, donde la libertad como adjetivación esencial –y esencialista– del recién inventado sujeto burgués es debatido y puesto en liza.


El arte, en definitiva, nada tiene que ver –o al menos no principalmente– con esa libertad en positivo comprendida como capacidad del individuo para llevar a cabo tal o cual plan. El arte, por el contrario, es el ámbito de elucidación de semejante libertad teniendo en cuenta que por definición una libertad meramente individual que no sea colectiva no es sino un remiendo liberticida. Si tiene un cometido el arte hoy en día es el poner en cuarentena esa libertad individual que ha de disfrutar el sujeto para ser comprendido –en las modernas sociedades capitalistas– como ciudadano. Enfrentarse, en suma, con la antinomia de la libertad –como conjugar la individualidad con la colectividad es tarea original del arte y por lo que, en cuanto ciencia del recorte de las sensibilidades en la esfera pública, adquirió el nombre de Estética.
Kant, como no podía ser menos, sobrevuela estas consideraciones nada intempestivas. Es con él con quién la Estética emerge como disciplina autónoma. Y es que es él el primero en darse cuenta que el juicio desinteresado es el único capaz de fijar una libertad –la de decir “esto es bello” que permanecía como nóumeno en la razón teórica y como simple postulado en la razón práctica.
Dicho juicio es el que tras el giro duchampiano Thierry de Duve reconvirtió en “esto es arte” y el mismo que, según nuestra interpretación, es de todo punto desmantelado por Boris Groys subrayando así la reconcentración institucional de un sistema-arte que se basta a sí mismo para reconducir al arte por una senda ayuna de contradicciones, paradojas y tensión dialéctica. Y es que para Groys la cuestión de la libertad no se resuelve ya entre artista y espectador sino entre artista y curador: “el artista y el curador encarnan muy conspicuamente, estos dos tipos de libertad: la libertad de producción estética, soberana, incondicional y sin responsabilidad pública; y la libertad de la curaduría, institucional, condicionada y públicamente responsable”. Es ahora el curador quien filtra los devaneos autobiográficos del artista, el que enarbola un discurso estético que llega al espectador con el sello indeleble de “arte”.
En esta tesitura ya no hay escapatoria posible: la maquinaria bien engrasada del sistema-arte ofrece un refrito pseudo-consensuado de la libertad del ciudadano que, simulando tomar parte en el asunto de decidir si es arte o no, tal cuestión le llega demasiado tarde: cuando es indubitable que es arte, cuando está ya en el museo o galería, cuando artista y curador han creado un pacto confabulador entre ellos para cerrar el arte sobre sí mismo. Dicha pregunta, abierta por Duchamp, hace tiempo que se ha cerrado, quedándose entre nosotros simulacros con los que la prensa se frota las manos: unas gafas olvidadas, un vaso medio lleno, una escoba, etc.

II
Pero la cosa es bastante más seria. No puede quedar toda la dialéctica del arte en una treta entre agentes internos con el que camelar al pueblo y vivir de las rentas. Cierto que sucede, que el desarrollo histórico del concepto de arte ha llegado a tales niveles de negatividad crítica. Pero, efecto dialéctico de esa misma negatividad, es que dicha libertad –epicentro, recordemos, de un arte llamado a crear una falla en el recorte de sensibilidades auspiciado por el capital– se fuga constantemente del corralito en el que el sistema-arte trata de reducirla dando la cambiada por respuesta.


¿Qué significa esto? Que la atrofia que en cuanto a aparecer sensible de la libertad carga el arte en la actualidad, que la imposibilidad del espectador de proferir una máxima semejante a “esto es arte”, “esto es bello”, es precisamente la constatación más precisa del hurto que el capitalismo a perpetrado en relación directa con aquello que definía nuestras vidas como proyectos en libertad.  
En este sentido, el arte –vía negatividad de sus pilares idealistas– cumple fielmente la misión no ya de recortar el espacio donde poder ejercer como ciudadanos nuestra libertad sino que, reducida esta a mero simulacro, debería clamar y poner en limpio la atrofia de todo ejercicio de libertad para la que el capital es cebo perfecto con el que dinamitarla.
Así pues, si alguna misión política tiene el arte no es ya tanto crear un vibrar en las identidades, una falla en la lógica de implementación de las consciencias y las subjetividades sino, más radical e importante aún, mostrar cómo el concepto rector de libertad para un capitalismo que la identifica con un impulso vital propio, con una capacidad del juicio sustentada en la falacia de una identidad yoica que siempre guarda una distancia higiénica y aséptica con el mundo del capital –siempre los confundidos son los demás, quienes no ven la verdad bajo las apariencias son los otros, los demás, la gente…–, es un  camelo ideológico, la martingala que el capital necesita para crecer compulsivamente. Porque, y esto es lo que la ideología calla, una libertad semejante, sin límite ninguno más que el que el propio yo se ponga, es la senda preferida y más rápida para la implementación global del capital como sistema rector.  
En conclusión, el arte no explicita ya las condiciones desde las que el ciudadano profiere un juicio que lo hace merecedor del calificativo de “sujeto” o “ciudadano”, sino que el arte ha de mostrar los estigmas de un sistema global que crea la fachada con la que todo juicio entra en un mise en abyme donde la libertad es aquello que centellea en cada pantalla sin poder ser nunca apresado. Que todos nuestros intentos de libertad chocan con una pantalla que los filtra ofreciéndonos su sesgo espectacular, que todos nuestros intentos de libertad –individual o colectiva– son reconvertidos de inmediato en mercancía-fetiches listas para ser consumidas, en imágenes listas para distribuir.  

III
Es en este contexto que aparece el mayor dislate en el ámbito cultural de Castilla la Mancha en años: la exposición de Ai Weiwei en la Catedral de Cuenca con el sonrojante título de Poéticas de la libertad. La exposición forma parte del Cuarto Centenario de la publicación de la segunda parte de ‘El Quijote’ y, según información, el gobierno autonómico ha invertido 1.120.000 euros y el Consorcio de la Ciudad de Cuenca 380.000.
Que el turismo –y con ello el arte– es punta de lanza a la hora de generar beneficios es algo que no se le escapa a nadie; que la ideología de la efemerología tiene estas cosas y pasamos de celebrar el aniversario de cualquier genio durante quince días para devolverle al baúl del olvido durante otros cincuenta años es algo que también a nadie puede escandalizar; y que, en suma, la industria cultural es el epicentro desde el capitalismo ha logrado implementar su velocidad de adiestramiento y coacción social es igualmente un deja vu muy poco gracioso. Pero no por ello se pueden dejar de detectar tres desfachateces que en la época del capitalismo cultural en la que nos hayamos podrían ser comprendidas si no fuese por el dolor que llegan a producir.


Realizar la exposición más cara de la temporada –más aún que la de El Bosco– con un presupuesto descomunal, dentro de una región tan necesitada de verdadera infraestructura cultural como es Castilla la Mancha es ya –y sin querer entrar en demagogias, pues, en economía regional un millón y medio es, con claridad, algo más que calderilla–  todo un “desafío”. Incluso, que el precio sea de 13 euros es ya querer sacar tajada de forma muy poco decorosa
Pero, sobre todo, y en lo que a nosotros respecta, la obra de Weiwei, deudora de esa libertad plegada sobre sí misma merced a la labor del propio sistema-arte que la ofrece lista para degustar, es una obra carente de todo valor en las condiciones del propio desarrollo del arte que más arriba hemos puesto sobre la mesa. La libertad de Weiwei es la heredera directa de esa otrora libertad del genio megalomaníaco solo que tamizada –según mandan los cánones del camelo circense Occidental– con toda una parafernalia de Derechos Humanos que uno –el europeo medio– corre a denunciar mientras la propia Europa tiene una crisis de identidad respecto a qué hacer  con tantos otros exiliados a los que “no podemos acoger”.
Con todo, visto desde esta perspectiva, es tan sabio el arte, tan paradójicamente negativo, que incluso en piezas tan de abecedario como las que nos enseña aquí Weiwei, el arte trama la dialéctica necesaria para que se muestren los síntomas de una Europa que, guardiana sacrosanta de la libertad como garante de ciudadanía, va dando tumbos esclavizada por esa misma libertad que no logra dominar. En este sentido, la obra de Weiwei puede ser vista como la paradoja de un Occidente que eleva a los altares del arte a aquel que sufre la tiranía opresora de un régimen dictatorial pero que duda en hacer lo mismo como millones de exiliados que huyen de ese mismo poder despótico.


Así, no es tanto la obra de Weiwei en sí misma sino el efecto de su adecuación al mainstream sostenido por el sistema-arte lo que hace que la obra recoja para sí el juego paradójico de una libertad que no puede ser comprendida sino como antinomia fundacional –de Europa, de la democracia, del arte, etc– pero que los dispositivos ideológicos –entre ellos, el más potente, el arte– tratan de hacer pasar como concepto preclaro, conciso y, sobre todo, juez supremo del bienpensar –de eso que llaman “políticamente correcto”. Europa: ese lugar donde la fantasía es que la libertad es eje vertebrador cuando no es sino un vacío nouménico, un ideal regulativo de la propia razón: una praxis que acontece en la indeterminación radical del sujeto que actúa, y no –nunca– un ejercicio de mi propia facultad de elección. Ideología llamamos a semejante ocultación.
Dicho todo esto, nuestra opinión es que ese cautiverio de Cervantes en Argel –al fin y a la postre detonante de la exposición–, ¿no se parece más que a la falta de libertad de Weiwei a la falta de libertad de una Europa que no sabe qué rumbo tomar, una Europa donde unos atentados provocan una confusión acerca de qué banderita colocar en el perfil de Facebook? Una exposición de arte con alguna capacidad crítica incidiría en esta fantasmagoría ideológica que esclaviza a Europa: simulamos que somos ciudadanos libres que escribimos nuestros libros cuando no hacemos sino vegetar dormilones y atemorizados de que nuestra panacea ideológica se resquebraje.  
Si para algo vale el arte es para elucidar las aporías de una libertad que se ha convertido –vía espectacularización mediática– en simple fachada para tapar nuestras carencias. Somos libres, diríase, para todo menos para ejercer nuestra libertad.  

lunes, 1 de agosto de 2016

CHRISTIAN MARCLAY: VACIAR EL TIEMPO



“Time takes a cigarette, puts it in your mouth”, cantaba David Bowie cuando era Ziggy Stardust. “Oh, no, no, no, you’re a rock’n’roll suicide”. Tiempo y cigarrillo, una dupla que ha de ponerse encima de la mesa para comprender el vicio de una civilización: cuando el tiempo de una época sustentada bajo el slogan de marca de la Modernidad se nos escurría entre las manos, el cigarro suponía un agónico intento de apresar ese tiempo que, en cuánto ausencia latente, nos fundamentaba. A este respecto Christian Marclay ha señalado que “el cigarrillo encendido es el símbolo del tiempo en el siglo XX. Como momento mori, solíamos usar una vela, pero un cigarrillo es mucho más moderno. Aunque es la misma cosa: ves tiempo consumiéndose”.
Y esa es la misión con que carga el arte contemporáneo: mostrar ese tiempo evanescente, ese tiempo líquido, mostrar que somos incapaces de experimentar algo que no sea tiempo ya consumido, deglutido, consumido. Porque esa es nuestra tragedia: que el tiempo lo experimentamos ya como de prestado. Igual que nuestras vidas son purgadas de todo aliento emancipatorio, el tiempo sobre el que se sustentan esas mismas vidas es un tiempo lacónico, superficial.
Y eso, pensamos, es lo que ha conseguido Marclay con los nuevos videos que pueden verse en Arlés dentro de Les Rencontres de la Photographie de este año. La exposición consta de de seis películas muy básicas en su estructura pero que pueden considerarse la continuación de su obra de cabecera, The Clock (2010). Las obras tuvieron su premiere esta pasada primavera en su galería de San Francisco –Fraenkel Gallery– y esta cita francesa supone su segunda parada en lo que, imaginamos, será un tour global.
Cámara en mano, Marclay recorría en sus paseos cotidianos la ciudad de Londres (ciudad en la actualmente reside) sacando fotos de la basura condensada en la acera. Pero no de los grandes contenedores ni de los grandes hacinamientos de nuestros residuos. Más bien fue al detalle, a lo nimio: en primer lugar, y en relación con lo dicho al principio de este texto, colillas de cigarrillos. Pero también tapones de botellas, chicles, bastoncillos para los oídos, pajitas o tapas de plástico.


 Montadas, pegadas cada imagen estática una detrás de otra y reproducidas a gran velocidad, crean la ilusión de movimiento, como si el objeto volviera a renacer, como si se volviese a hacer efectivo el tiempo de su combustión. La colilla se vuelve a consumir, la pajita gira como las agujas del reloj, las botellas de colores relucen cambiando instantáneamente de color; los chicles parecen dividirse como células, etc. Una realidad nueva parece abrirse justo debajo de nuestros pies, en ese mundo del detritus al que no prestamos atención. 
Pero lo que logra Marclay no es hacer revivir al objeto sino algo mucho más importante. Lo que logra es ofrecernos en el instante presente todo el tiempo ya pasado en que el objeto fue gastado, consumido. Lo que logra es ofrecernos ese tiempo que se nos da ya como gastado, el tiempo que se supone es el de la satisfacción y el goce, el tiempo del consumo de nuestras mercancías-fetiches, pero que sabemos bien no es sino el tiempo con el que nos convertimos en víctimas para ser sacrificados en el ritual del capital. Nos ofrece, en suma, tiempo perdido, nuestro tiempo perdido.
            Sin duda que Benjamin, cuya teoría estética descansa sobre un privilegio del presente donde el tiempo pasado tiene cabida en tanto que recordación (Eingedenken) de tal modo que la historia queda abierta en una espera mesiánica capaz de dar sentido a todos los tiempos perdidos, está en la base teórica de estas obras. Tal es así que el cigarrillo, el tiempo de su combustión y consumación, es la más radical secularización del tiempo de espera mesiánico. Ahora esperamos, seguimos esperando, pero aún a sabiendas que nada sucederá, que la catástrofe es nuestro único destino. Es esa espera de nada, una espera como tiempo perdido, lo que nos muestra Marclay.
Sumidos ya en una postmodernidad para la que ni el cigarrillo nos sacia de nuestra angustia de ausencia de tiempo, quizá estemos esperando todos un gran Acontecimiento que rasgue nuestras pantallas, quizá estemos rumiando el pasado de una gran Tragedia con la que resignificar el presente. Pero lo cierto es que cuando el futuro solo se puede dar ya en forma de imagen y que no está claro cuánta cantidad de historia somos capaces de soportar, lo que toca es toparse con la nimiedad de lo insustancial, aquello cuyo tiempo destilado es prácticamente inútil.  Esa es, quizá, la lección de estos seis pequeños videos: que no estando para demasiadas heroicidades hemos de contentarnos con estos pequeños gestos. Primero empecemos filtrando el tiempo consumido y perdido de cualquier objeto que, de ser capaces, ya habrá tiempo para mayores proezas.
Si la novedad de Benjamin –volvemos, y no será la última vez, a él–  es que encuentra las fuerzas necesarias para que las cosas cambien, para la revolución, en los deshechos, en el fósil del fetiche, en la ruina de los sueños, en los deshechos de la historia, Marclay toma nota literal de este propósito y se pone manos a la obra. Si Miguel Ángel Hernández concluye su estupendo libro sobre el filósofo alemán diciendo que “la tarea del historiador benjaminiano no será la de recordar para reconstruir el pasado, sino la de construir el presente a partir del pasado”, Marclay ahonda en la misma idea añadiendo que ese pasado no hace falta que sea el de una gran epopeya sino que basta con que sea la nimiedad de un cigarrillo consumiéndose, la puerilidad de una pajita de refresco que da las horas.
Pero además, hemos dicho que estos trabajos pueden considerarse, en un sentido muy concreto, como la continuación de The Clock. Si en esta película lo que se conseguía era llenar el tiempo, tener una percepción del tiempo-lleno, en estos seis trabajos lo que se consigue, cómo ya hemos señalado, es tener experiencia del tiempo-vacío en el que vivimos. Me explico: si durante las veinticuatro horas que dura la película The Clock se tiene una experiencia temporal plena merced a una estrategia que hacía converger tres diferentes temporalidades –la cronológica, la de la duración de la obra y la que aparecía en la película como imagen– ahora, en estas seis películas, se nos ofrece una imagen-dialéctica –y como tal imagen-tiempo– que interrumpe y condensa el tiempo, que lo recose en sus comisuras permitiéndonos percibir su vacío, su discurrir como gasto improductivo. 


Si en la primera el arte, el choque de la ficción que éste propone con la ficción-realidad, llena el tiempo, en la segunda lo vacía ofreciéndonos sus restos, lo que en él hay de incumplido y olvidado, aquello que como ausencia hace que aún estemos a la espera. Aún así, en ambas el artista opera como el trapero que decía Benjamin tenía que ser el artista: un recolector de deshechos que descontextualiza y monta de nuevo la(s) historia(s).
En este sentido, y en relación con la similitud estética de este trabajo de Marclay con los primeros devaneos de las vanguardias con la imagen en movimiento –Richter, Eggeling, el Duchamp de Anémic Cinéma–, quizá la diferencia entre ambos momentos histórico esté en la misma diferencia y continuación que hemos visto hay entre los dos trabajos de Marclay. Si en las vanguardias el tiempo condensado en la imagen luchaba precisamente por abrir el tiempo a la novedad, por clamar una temporalidad propia –llena y total– para la obra de arte diferente de la cronológica, ahora las imágenes declaran su incapacidad para tal fin y se contentan con mostrar las exequias de sus intentos. Este es el paso de la imagen-movimiento propia de las vanguardias, vanagloriadas en la utópica posibilidad de extraer tiempo, a la imagen-tiempo propia de una época, la nuestra, que se desangra sabedora que acabado nuestro tiempo solo tenemos acceso a un tiempo fantasmal y desquiciado.
No hay, en definitiva, percepción de un tiempo otro. Hay cómo mucho imágenes que condensan la imposibilidad ofreciéndose como primicias al espectador para que éste las guarde, las atesore como garantes de que al menos no olvidamos. Porque, aunque sigamos gastando tiempo, bebiendo refrescos, fumando cigarrillos, mascando chicle, nuestro tiempo solo puede experimentarse como ya gastado, ya consumido. Habitantes de lo póstumo, viviendo los últimos días, nuestro tiempo no puede ser más que un tiempo prestado. Si el arte vale para algo, si las obras de Marclay son importantes, es porque esa es la misión del arte: que no nos olvidemos de nuestra incapacidad para remontar la situación. Ahí es –en nuestra desesperanza– donde habita toda esperanza.