sábado, 9 de julio de 2016

DANIEL SILVO, SARA RAMO: EN LA TRADICIÓN DE LA CATÁSTROFE


DANIEL SILVO: COPY / GALERÍA SLOWTRACK: hasta 16/07/16
SARA RAMO: LOS AYUDANTES / GALERÍA TRAVESÍA CUATRO: hasta 26/07/16

UNO
El 18 de marzo de 1936 Adorno enviaba a Benjamin una carta donde puede leerse lo siguiente: “usted subestima la tecnicidad el arte autónomo y sobreestima la del dependiente. Quizás, esto sería básicamente mi principal objeción”. La importancia de esta misiva, de esta puntillosa crítica, es a nuestro entender el epicentro de todo el desarrollo del arte contemporáneo, más aún si cabe desde la emergencia de los dispositivos de reproducción cibernética. Porque ahí está la clave, en ser o no ser demasiado dialécticos.
Dando por hecho que el arte se asienta en la antinomia de las supuestas potencialidades de la reproducibilidad técnica, la crítica de Adorno a las tesis de Benjamin aludían a que si por una parte es obvio que la técnica modifica la percepción aurática del espectador movilizándole para mayores empresas –sobre todo políticas–, por otra parte no es difícil ver que, aupadas sobre esa misma técnica, las industrias del ocio y del entretenimiento ganan por la mano a la hora de proponer modos de percepción que dan al traste con intentos disensuales de percepción y contemplación.
Porque, ¿es el acto de mirar distraído un film de Eisentein un acto revolucionario?, ¿es una obra autónoma de arte, acaso, per se aurática y, por eso, ni siquiera indirectamente política? Emplazado ante tales recovecos estéticos Adorno exige a Benjamin un aumento de dialéctica con el fin de explicar la áspera confrontación entre, por un lado, el arte aurático en la obra autónoma y, por otro, el arte técnico en la fotografía y el cine aclarando así la dialéctica entre la técnica y la autonomía en cada ámbito del arte. Porque, ¿hasta dónde puede estirar el arte autónomo la injerencia de la técnica antes de recaer en divertimento de masas?, ¿hasta dónde puede la técnica hacer valer su redistribución de los afectos para hacernos soñar con la devolución de nuestras enajenadas vidas sin caer en mero espectáculo?
Toda esta problemática excede lo que aquí nos reúne, pero es sin duda necesaria para comprobar cómo únicamente enfrentándose a una dialéctica autonomía/técnica –dialéctica que, decimos, ha vertebrado la historia del arte contemporáneo– puede ser pensado el arte y cómo, parejo a este movimiento dialéctico, cuestiones como la reproducibilidad técnica, la copia y el original, no son solo devaneos estéticos con que distraernos los artistas, comisarios, críticos, etc. sino que tocan en el corazón mismo de nuestra epocalidad.   


Así las cosas, sumidos dentro de este enfoque dialéctico, actualmente hay dos exposiciones en Madrid que se enfrentan a esta problemática, que se suman al intento de hacer –cómo deseaba Adorno– más dialéctico al arte. Además, curiosamente, una de ellas mira hacia el pasado y otra hacia el futuro. Casi entre las dos pudiéramos glosar la segunda de las Tesis sobre el concepto de historia de Benjamin: “el pasado lleva consigo un índice secreto y a través de él remite a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos”. Si la técnica está en el epicentro de la dialéctica que anima al arte es solo porque nos permite tener una experiencia temporal diferente, la posibilidad de ir al pasado y al futuro, la posibilidad de conectar todos los tiempos en un presente pleno: la posibilidad de que nada se pierda.

DOS
Por una parte Daniel Silvo en la galería Slowtrack propone una obra que es una llamada a las generaciones futuras. A parte de consideraciones acerca del concepto de exposición, su trabajo pone el dedo en la yaga de nuestra tecnificada contemporaneidad: ¿cuánto tiempo podrá conservarse nuestros documentos si su soporte es cada vez más voluble? Paradoja extraña esta que circula sobre nuestra época: cuanto más ganamos al tiempo, menos parece que podemos conservar archivado su registro; cuanto más rápido centellea la imagen, menos material es el soporte.
En un gesto candoroso y romántico, Silvo disemina por el norte de Marruecos varias cerámicas con representaciones de fotogramas de videos de artistas como Ana Mendieta, Marina Abramovic y Fischli & Weiss, además de un texto con una breve explicación. Los disemina, los deja olvidados, los lanza al fututo: los envía a otra generación, los deja suspendidos –y suspensivos– de su finalidad última. Eso es todo lo que podemos y debemos hacer.

Ahora bien: Silvo alude a que con su gesto, si bien las películas en video terminarán perdiéndose, “el conocimiento permanecerá a través de esta nueva traducción y copia”. Tan seguro está de su afirmación que sostiene que su acción tiene relación con la Piedra Rosetta. Por nuestra parte pensamos más bien todo lo contrario: aunque nuestra tarea sea hacer el envío no hay, dada nuestra condición de náufragos, posibilidad de conocimiento ni de traducción. ¿Qué podrán decirles al fin y al cabo esas imágenes? Nuestro envío, siguiendo en la senda inaugurada por Adorno y Benjamin, será hacer saber a las generaciones venideras que no supimos detener la catástrofe.
Ahora bien, y ahora sí: ¿cabe mayor y mejor comunicación? Tanto es así que el cumplimiento último de lo que significa nuestro arte contemporáneo está en manos de quienes reciban nuestra misiva: reconocerán que nuestros documentos, una vez más, no fueron más que documentos de barbarie.

TRES
Por otra parte, Travesía Cuatro expone por primera vez el trabajo de Sara Ramo. Con el título de Los ayudantes, la exposición consta de un video y unas esculturas. El video, inspirado en un texto del mismo título de Giorgio Agamben y grabado en la selva brasileña, muestra un ritual nocturno en el que extraños personajes enmascarados, como un hombre macaco o un hombre elefante rosa, tocan instrumentos musicales. Parece ser –en algún lugar hemos leído– que versa “sobre el tiempo circular propio de los rituales para reflexionar sobre la relevancia de la música, el juego o los propios ritos como vías para relacionarnos con la naturaleza, aunque no solo”. Pero detrás de esta interpretación panfletaria, y quizá yéndonos más al texto que al video, se esconde una red de conexiones benjaminianas muy interesantes capaces de conectar ambas exposiciones en un único propósito: mostrar nuestra situación tanto de remitentes como de emisarios.
El ayudante, dice Agamben, es la figura de lo que se pierde. O, mejor dicho, de la relación con lo perdido. Se refiere a todo aquello que, tanto en la vida colectiva como en la individual, se olvida a cada instante; se refiere a la masa infinita de lo que de por sí se pierde irremediablemente”. El ayudante es aquel que nos dice que lo que se salvará no será tanto lo que permanece sino lo que se ha olvidado, lo que se ha perdido, aquello precisamente que en cada instante nos ha evitado parar la catástrofe. Estos ayudantes, dice también el filósofo italiano, “son hombres que, en el tiempo profano, poseen ya las características del tiempo mesiánico, pertenecen ya al último día”.


En íntima conexión con estos apuntes, las esculturas son muestras perfectas de la huella dejada por estos ayudantes. El rastro de olvidos, de dejaciones, de faltas, de sustracciones. Si Silvo procedió yendo del presente al futuro, aquí Ramo va del presente al pasado. Sus esculturas son el vaciado que queda, el lugar hueco donde una vez fue acogida la forma –en este caso la máscara– pero que ya ha perdido su razón de ser. Si Silvo se preocupa de una reproductibilidad técnica que en la caducidad del soporte y en la inmaterialidad de la imagen puede quedar amputada y desconectada de su origen, Ramo experimenta dicha discontinuidad al perder la forma –las máscaras– y tener que contentarse con los moldes. Si Silvo parte del origen par alanzarlo al porvenir, Ramo está ya en ese porvenir pero, eso sí, desconectada de cualquier origen, “instaurando la necesidad de que la concepción de origen sea re-hecha a cada vez”.
  Las esculturas de Ramo son lo que los ayudantes nos han dejado: el molde, el rastro de lo que no es necesario, lo que debía de haberse destruido en lugar de la forma (las máscaras). Su propuesta es el inverso a la de Silvo: si éste propone al futuro la representación de lo que presumiblemente será una falla, una pérdida, Ramo nos lanza precisamente al pasado para ser “ayudados”, para percatarnos que son muchas y variadas nuestras pérdidas.
Uno y otro, eso sí, enfatizan que de una u otra manera la catástrofe, el no poder detener el tiempo lineal de la perdida y el olvido es nuestra historia más válida. Que nuestra tradición, como diría Benjamin, es la de los oprimidos.

martes, 5 de julio de 2016

SHIMABUKU: ARTE MÍNIMO PARA CATÁSTROFES MÁXIMAS


SHIMABUKU: CUBAN SAMBA
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: hasta 23/07/16

Vivimos tiempos paupérrimos en los que dudamos incluso de que seamos los últimos hombres. Quizá lo fuimos, pero la estulticia contemporánea nos hace ya dudar hasta de la misión que, presumiblemente, teníamos encargada. Quizá todo lo que nos reste no sea sino un tratar de evitar, como sea, la inminente catástrofe. Para ello, habitar en un tiempo vacío, superficial y eternamente presente donde, a las claras, nunca sucede nada no es sino nuestro mejor camuflaje para pasar la tormenta.
Quizá en esta temporalidad nauseabunda no haya ya esperanza de ningún tipo pero, ¿qué se puede hacer cuando fuera no hay otra cosa que las inclemencias de un tiempo-cero? Quizá apostar por la única experiencia que –todavía– nadie nos puede usurpar: constatar que, como decía Benjamin en Las afinidades electivas, “la esperanza sólo nos ha sido dada para los desesperados”; constatar, más aún y esta vez con Brea, que aunque haya esperanza pero no para nosotros, “maldita sea, quién la necesite: ¿acaso no basta con que la haya?”.
Es para proteger de injerencias esta posibilidad última de nuestras experiencias para lo que está el arte. Una posibilidad en subjuntivo, una posibilidad que ha de ser trasmitida como perenne disyunción, una posibilidad que ha de mostrar los desgarro de una vida –nuestras vidas- frustradas de raíz. Y, sobre todo, una posibilidad que, contra los agoreros del fin de la historia, contra los cicateros del presente continuo, ha de ser mantenida, sostenida, acogida por esa forma de enseñar las heridas llamada arte. Un arte que no está en modo alguno para salvar pero sí al menos para hacer memoria; para no olvidar que, también aquí con Brea, “la forma de la promesa nos obliga, nos requiere”.


¿Cabe mayor jerarquía para el arte?, ¿cabe, en estos tiempos de oprobio y fin de todo, mayor altura de miras? Podríamos en cualquier caso dudar si no fuera por la constatación fehaciente de un hecho: es tan radical el destino que nos ha de proponer el arte que lo que le va de soi es que fracase, que se lie en esa de antinomias idealistas que han vertebrado al arte y que, a fin de cuentas, nos ofrezca la huella visible de su impotencia. Sí, sin duda que todo lo que tenga la valentía de ser llamado arte en estos nuestros últimos días no es sino el reguero de los fracasos que va dejando en el despliegue histórico de su concepto. Pero esa es la única forma de mantener la esperanza en envío, de sostener la emancipación como posibilidad.  
A este respecto, el trabajo de Shimabuku (Kobe, 1969) es poco menos que sintomático. Su obra es una antología del disparate donde lo importante es la serie que corre oculta, desplazada debajo de ese acontecimiento mínimo que el propio artista lleva a cabo: lo importante es la impotencia del propio arte para proponer acontecimientos con profundidad resignificativa, lo importante –en definitiva– es que las perfomances del artista japonés son el doble invertido de lo que, según lo establecido, debiera ser el arte –un ámbito de emancipación, de redención, un reducto inabordable donde la belleza sea salvífica.


Ejemplos, a montones. Su primera obra, Tour of Europe with One Eyebrow Shaved (1991), consistía en hacer un tour por once países europeos con una ceja afeitada, cosa que supuso un acicate con el que empezar conversaciones con extraños. En Sunrise at Mt. Artsonje, Shimabuku se subía durante una salida de sol al tejado de un edificio en Corea elevando sobre su cabeza un pescado de medio metro y haciendo incidir los rayos del sol sobre las doradas escamas del pez. En el 2000 se llevó como compañero de viaje a un pulpo, cosa que entre otras cosas supuso un revulsivo para el día a día ya que no había jornada sin que el pulpo experimentase la primera vez de algo. Y, por ultimo aunque la serie sería casi infinita, En Fish and Chips (2006) sumergía una patata en el río Mersey esperando encontrarse con peces vivos.
            Como se ve, el viaje, el azar, hacer de lo familiar extraño y viceversa y, en suma, el más inocente de los surrealismos, son las cartas con las que se mueve este maestro de lo absurdo, este paranoico de lo insensato. Su finalidad, sin embargo y como hemos dejado claro al principio, situar al arte frene a su imperiosa inanición, ante la incapacidad de cargar con el destino que debiera cargar: generar acontecimientos en el desierto de lo real que habitamos.  
            Pero para ello, para que semejante finalidad sea convenientemente bien encauzada, no basta sin más con hacer gala de una gran espontaneidad ni de ser un tipo sumamente enrollado y de imaginación desbordante. Porque, precisamente para que el ejercicio estético no quede reducido a ocurrencia de dominguero,  Shimabuku se sabe habitante de una encrucijada de tensiones antinómicas irresolubles que él viene solo a descentrar mínimamente y que tienen que ver, todas ellas, con la disolución del arte en la vida.


Y es que nuestro artista, simulando un viaje continuo y como heredero de las tesis surrealistas, se sitúa entre el arte y la vida, no sabiendo muy bien si llamar arte a la serie de propuestas que gozan de la etiqueta “arte” o si, por el contrario, a lo estrafalario de una vida en continuo detournement. Como efecto, llamar “artista” a alguien como Shimabuku que, de viaje en viaje, parece pegarse la vida padre, es poco menos que una temeridad para el grueso de los ciudadanos que sufrimos vidas dilapidadas
            Pero es ahí donde el arte –insistimos, si quiere enfrentarse a su destino- ha de situarse: en el cruce paradójico, en la disyuntiva irresoluble. Y es que solo ahí, insistimos nuevamente, se podrá crear un vacío en la red de significantes con que vamos construyendo el mundo, un significante-cero al cual no poder adscribir significado alguno. En este caso, toparnos con una de sus “ocurrencias” no es ya solo sorprendernos ante lo mínimo de su ejecución, sino también persuadirnos de que todo lo demás que nos rodea apenas tiene la fuerza para proponerse con mayor firmeza. Un pulpo de viaje, una patata en busca de su pescado, un tipo que viaja con la ceja depilada... un ritmo de samba que surge de la lluvia, etc. ¿Tiene acaso nuestro mundo mayor peso ontológico?  
            Claro está que, de inmediato, incluso cuando el arte se hace cargo de sí mismo, de su propia incapacidad para proponer algo más que la insensatez de la vida cotidiana, el riesgo de ver la huella de su impotencia tergiversada y sometida al rito de la más banal de las espectacularizaciones está más que presente. Es decir, el poder diluyente de la realidad-espectáculo es ya, casi, absoluto. “El vacío neutral de la tele ofrece horas y horas de naderías, alaridos, plegamientos biográfico-pseudo-escandalosos, tertulianismo ejecutado atropelladamente por idiotas pluscuamperfectos, rituales deportivos, el show de una realidad descaradamente aburrida o una planetarización del Tratamientoi Ludovico”, comenta Fernando Castro en su último libro. ¿Cómo, ante esta globalización de la hecatombe, poder proponer desde el arte ejercicios de resistencia que han de remitir a la propia incomparecencia del Arte, a la impotencia de cualquier estrategia para revertir la situación?


            En el límite, ¿es Shimabuku un artista o un jeta de mucho cuidado?, ¿suponen su ‘políticas del acontecimiento’ un refrito de la idioticia mundial o, por el contrario, suponen una reduplicación con carácter de monumentalización del esperpento capaz de, como el Angelus Novus de Benjamin, hacernos mirar para atrás y contemplar la catástrofe?
            Quizá la respuesta esté en esa lata en la galería, esa lata que nos descoloca, una lata que supone una irrupción de lo real-real: una huella de ese acontecimiento mínimo que sí, es tan tonto como cualquier otro, pero que tiene la capacidad de recoger una cantidad infinita de lluvia, es decir, de dolor, de sufrimiento, de vidas desposeídas. ¿Con qué hace música Shimabuku sino con todo el dolor del mundo? También, imagino, cualquier visitante a la galería podría acercarse a la lata y hacerla sonar, hacer música con ella. Si no lo hacemos es porque, tampoco pequemos de ingenuos, creemos muy poco en el arte