lunes, 31 de octubre de 2016

LA IMAGEN FANTASMA: TIEMPO Y MEMORIA


GHOSTS
GALERÍA MAX ESRELLA: 15/09/16-08/11/16
(texto original en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola-Laurie-Anderson-Eugenio-Ampudia.html)

Hasta principios de noviembre puede verse en la galería Max Estrella de Madrid una exposición que, bajo el comisariado de Kathellen Forde y con el título de Ghosts, reúne a artistas como Bill Viola, Laurie Anderson o Eugenio Ampudia. Pero, más allá de la parafernalia de los nombres, la exposición es interesante porque permite reflexionar acerca del estatuto ontológico de la imagen; no ya una imagen producida sino una imagen evanescente, mera huella que desaparece apenas llega. Lo interesante de estas imágenes es el indicio que dejan una vez se vuelven ausentes: ¿dónde han ido? Es decir, y en cuanto que espectadores dentro de la imagen: ¿dónde vamos?
 
Dentro de la tradición occidental hay dos términos con los que poder referirnos a la imagen: imago y fantasma. Alberto Ruiz de Samaniego, en su libro Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, las define y diferencia del siguiente modo: “el término latino alude más bien a algo cósico, modelado o manufacturado. Mientras que el fantasma griego es sólo la concreción de una aparición. En este sentido, mucho más desmaterializado, apunta a una transformación de las cosas o de las personas o los fenómenos que los tiñe de una transparencia o un destello inéditos, y que les concede un suplemento o un resto extraño de realidad que al cabo va a ser lo base de su talante inhóspito”.
Es de esta segunda acepción, la griega, de lo que queremos hablar y de lo que trata –ya desde el título, Ghost– esta exposición de la galería Max Estrella. No las imágenes en cuanto que producidas sino referidas a su sesgo evanescente e inmanente, a su carácter de aparición y de exceso, ahí donde se dan las condiciones de, según la cita, trasparencia, suplemento y resto.
En lo fundamental, estas imágenes en cuanto que fantasmas no vienen en modo alguno a solaparse con un ámbito de la realidad. Es decir: no media en su aparecer ninguna lógica representacional, ni siquiera aquella que pudiera venir auspiciada por el ejercicio libre de la imaginación. Para estas imágenes no hay, nunca, una primera vez: no son apariciones sino reapariciones, figuras situadas ya en la senda de una huella, en el recorrido de un trazo donde ausencia y presencia remiten el uno al otro sin ser ninguno de los dos estado originario al que tender. En este sentido, es casi una futilidad el, como hace la hojita de sala, referirnos a Derrida: “la exposición gravita en torno a la idea del trazo de Jacques Derrida, o la huella que deja la ausencia. En el concepto de Derrida, todo presente lleva con él el trazo o el signo de la ausencia, cuestión que lo define”.


Sea como fuere, lo importante es comprender que el fantasma es la presencia/ausencia que testifica de una suspensión, de un suspense. El fantasma nos dice que, de poder, deberíamos vivir en un constante estado de excepción. Y es que, como señala también Ruiz de Samaniego, “la aparición del fantasma no viene más que a refrendar una diferencia –traumática, pero originaria– entre el hecho de ser y el hecho de existir. Desde esta perspectiva, la realidad existente está teñida de irrealidad, o de inconsistencia”.
Dicho de otra manera, el fantasma, su reaparecer, es quien nos dice que nuestra realidad no es completa. Y no simplemente porque medien las apariencias sino porque precisamente la dupla real/virtual, apariencia/realidad no llega para cubrir por completo la realidad. Siempre hay un nudo de abigarramiento, una diferencia no reducida, una repetición no reconducida a través de un forzar el encuentro traumático. En este sentido, si el fantasma nos angustia es porque nos dice aquello que no queremos oír: que siempre nos quedará un resto inasimilable, un nudo que, en caso de poder desanudar, haría que la realidad se fuera por el sumidero. De ahí que, como hemos dicho, la imagen fantasmal apunte a un exceso. La realidad, como señala Zizek en Arriesgar la imposible, es no-toda: y el fantasma reaparece en nuestra escena para que no lo olvidemos, para que recordemos que esto que llamamos realidad no es sino un queso de gruyer.
Pero no se trata solo de la realidad fáctica, del conjunto de lo dado como relación entre lo posible y lo imposible. Se trata también, y más aún si cabe, del mundo de la ética: el fantasma nos angustia porque nos advierte de que la ética como modo relacional no es suficiente. Ni el tomarse la justicia por su mano, ni la ley del talión ni siquiera tampoco la ley del amor fraterno y universal: por encima de todas estas “leyes” sobrevuela la ley que vincula al padre con el hijo. Es por ello que el fantasma siempre suele ser alguien de la familia que vuelve no para comunicarnos algo que se quedó en el tintero sino para que tengamos presente esta ley. El fantasma del padre de Hamlet es sintomático de esta relación.


El espectro solo le deja un mandato, un imperativo fundamental pero que, al tiempo, es justo lo radicalmente imposible para el hijo: “recuérdame” (I.v.91). Imposible porque no entrar en confrontación con la ley del padre, con la venganza que su memoria siempre clama, es no devenir hijo, no es ser nada, es ‘no ser’. Pero por el contrario hacer caso al padre es cometer asesinato: más aún, llenar la escena de cadáveres. Esa es la duda de Hamlet: ser o no ser, cumplir la promesa del padre o no hacerlo. ‘Ser’ es cumplir la orden del padre. Casi puede decirse que estamos “obligados” a ser. Pero es en esa mínima no-adecuación del deseo a la obligación lo que abre la duda, lo que abre al sujeto a enfrentarse con su propio destino y no aceptarlo sin más.
Y es que, cómo hemos dejado dicho, el fantasma viene a poner el dedo en nuestra llaga: que entre el existir y el ser media el abismo de lo innombrable, de lo inhóspito. Media una llamada a la responsabilidad y a la decisión y, sobre todo, media la certeza de que nunca atinaremos del todo. Porque, ¿cómo no hacer caso de la ley del padre? Pero, ¿hasta qué límite puede llevarnos el tratar de ser un buen hijo, tan buen hijo como Hamlet?
En definitiva, la imagen reaparece para que no olvidemos, para que nos esforcemos en recordar. No trae un mensaje que no es del más allá en sentido espacial sino del más allá temporal: del futuro, del porvenir. El fantasma nos recuerda nuestro presente para que no reneguemos del futuro. En este sentido, la cuestión es, como apunta Derrida en Espectros de Marx, “no solamente de dónde viene el ghost, sino, en primer lugar, ¿va a volver?, ¿no está ya llegando, y adónde va?, ¿y qué hay del porvenir? El porvenir solo puede ser de los fantasmas. Y el pasado”.
Dicho todo esto: ¿no cargan nuestras imágenes con estas mismas características del fantasma?, ¿no son ellas igual de autoproducidas, evanescentes e inmanentes?, ¿no atesoran en su interior un potencial nemotécnico que va más allá de quedar referido a un contenido concreto?, ¿no es su repetido retorno la traza de una memoria que sirve de indicador hacia un futuro donde solo aletea una presencia en cuanto que ausencia? Ciertamente que sí; ciertamente, entonces, que nuestras imágenes no son sino fantasmas. Superficies infrafinas donde aparecer/desaparecer quedan referidas a un instante de autoreproducción y donde su maquínica reproducción nos advierte que nuestro futuro no es sino el de una pulsión de muerte, el de una ansiedad catatónica por ver y cuya memoria no es sino un ejercicio de borrado en bucle.


Nuestro mundo parpadea incesantemente en la constante reconectividad de todas las imágenes, de todos sus apareceres, en la fugacidad de todos sus instantes-cero, trabando así un ejercicio de fuga donde la memoria es la huella del siguiente nudo sináptico, ahí donde las imágenes hacen síntoma, creando el circuito para una siguiente reconfiguración rizomática. Es decir, nuestro mundo es puro fantasma. Obviamente que de esta emergencia de una imagen semejante –una e-imagen, sabríamos decir con Brea– podrían extraerse nuevas potencialidades y que, de una u otra manera, la práctica artística más capacitada hurga en esta nueva dimensión espacio-temporal recreada incesantemente por la imagen fantasmática.
Pese a poder decir todo esto para situarnos en un contexto determinado, la propuesta de la comisaria, Kathleen Forde, creemos que va en la línea de, simplemente, presentarnos las imágenes en su nuevo espesor heterocrónico –en su aparecer como fantasmas– para, quizá, mostrarnos como, a pesar de que toda imagen se empeña en pasar lo más desapercibida posible y poder ser referenciada en cuanto que objeto cuasi cosificante, estamos rodeados de fantasmas.
Abelardo Morell (La Habana, 1948) y Susan Hiller (Florida, 1940) utilizan la fotografía estática para, sin embargo, subvertir el sistema de coordenadas espacio-temporal y mostrar en la imagen algo que de por sí no pertenecería a la imagen. Ya sea lo nebuloso de un aura perdida –entre el pasado y el futuro– de Hiller o la utilización de Morell de cámaras oscuras que permiten invertir el exterior y el interior, lo que se muestra es que la imagen –en su reproducibilidad técnica– supera la cortedad de miras del espacio representativo. La imagen, ahora, desconcierta, invierte y, sobre todo, condensa en su tiempo-cero un tiempo otro, diferente al cronológico.
 Bill Viola (Nueva York, 1951), presente con dos piezas, Ancestors y Transfiguration, señala como el tiempo de las imágenes, el régimen de presencias y ausencias sobre el que se construyen, el umbral de lo físico y lo metafísico al que remiten, queda ahora urdido en un cruce de tiempos y de esperas, de percepciones infraleves donde el aparecer de la imagen es su propio desvanecimiento.


Por su parte, Laurie Anderson (Illinois, 1947) y Eugenio Ampudia (Valladolid, 1958) utilizan directamente proyectores subrayando más si cabe el carácter fantasmal del actual régimen de imágenes. Si la norteamericana alude en su pieza al miedo como fantasma que se nos cuela en la psique, el español “fabrica” un Beuys fantasmal que, como límite artístico al que llegar, sigue ejerciendo una gran influencia.
En definitiva, una exposición que trata de mostrarnos, de manera inocente y sin remitirnos a capacidades radicalmente novedosas en la emergencia de tales imágenes, como las imágenes con las que vivimos –dentro de las que habitamos– no son ya en modo alguno copias de una realidad alternativa sino dispositivos de retroalimentación nemotécnica, sensores que nos ponen tras la pista de que esta realidad nuestra es siempre excesiva y que en modo alguno cabe en una imagen en cuanto que artefacto fabricado.  Estas imágenes, como fantasmas que nos imponen su ley, nos ofrecen la oportunidad de experimentar tiempos alternativos, diacrónicos y a punto de ser olvidados.
            No nos engañemos: la presencia inmanente de estas imágenes hará –en un futuro no muy lejano– que podamos reunir eso que hasta ahora nos fractura: la existencia y el ser. Entre medias, como pegamento, quedará la experimentación a través de la imagen fantasmal de este tiempo derivado y heterotópico.  

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