miércoles, 14 de septiembre de 2016

HIROSHI SUGIMOTO: CON SUS LUCES Y SUS SOMBRAS


HIROSHI SUGIMOTO: BLACK BOX
FUNDACIÓN MAPFRE (MADRID): hasta 25/09/16
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=476

Es en la archirecurrente obra de Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica donde por primera vez se calibra con precisión la importancia de la fotografía. Esta, su importancia, no viene medida por el valor cultual de las imágenes que ofrece –ya se sabe, el retrato como refugio último del recuerdo de los seres amados, los muertos, etc– sino por su valor de exposición; justo ahí donde el ser humano desaparece y solo queda el rastro de un proceso histórico, la indeterminación de un camino que el espectador debe tratar de encontrar. Pionero de este arte de la exposición fotográfica fue, para Benjamin, Atget y sus famosas fotografías de vacías calles de París: “se ha dicho de él, con mucha razón, que las tomó como si se tratara del lugar de un crimen”.
Pero, sin duda, también podría haberse referido a Daguerre y su famosa fotografía Boulevard du Temple de 1838, la cual parece que es la primera fotografía que representa a un ser humano: un limpiabotas y su cliente que, debido a la quietud con la que aquel desempaña su trabajo, son los únicos en “aguantar” los quince minutos de exposición que se requieren. Parecería, con mayor razón, que esos son los criminales que andan sueltos.
Podría, decimos, haberse referido a esta fotografía pero no lo hizo. Y con razón. Y es que el desarrollo de la técnica está implícito en los agenciamientos de sensibilidades que rigen la comunidad. Es decir: la técnica está para promover y modular las nuevas formas de colectivización del sensorium común –y no, como es lo más cómodo y usual, al contrario. Y en este sentido, lo que Daguerre hizo por razones del desarrollo de la técnica (en este caso incapacidad), Atget lo conceptualizó y le dio forma: la forma precisamente que destilaban ya las grandes urbes como París donde todo transeúnte parece ser un criminal que huye del lugar del crimen. Y donde, sobre todo, las modernas técnicas de reproducción hacían de la imagen algo ya efímero, desubicado, inmanente ya a una economía distributiva del capital.
Es continuando esta serie donde cabe situar el trabajo de Hiroshi Sugimoto (Tokio, 1948) y sobre todo su serie Theaters. Iniciada en 1976, el artista japonés coloca la cámara en grandes cines y autocines dejando abierto el obturador el tiempo que dura la proyección completa de un largometraje. El resultado, no ya por poco sorprendente, es bastante interesante desde un punto de vista conceptual: la pantalla donde ha sido proyectada la película es ahora una superficie blanca, de pura luz, que destaca aun más por la oscuridad de la sala.  
Dicho resultado puede comprenderse como la constatación palmaria de la actual relación que hay entre valor cultual y valor expositivo: “en la fotografía –dice Benjamin en ese mismo ensayo–, el valor de exposición comienza a hacer retroceder en toda la línea el valor cultual”. Es decir, aquello que comenzó a principios del siglo XX es llevado al paroxismo a finales del mismo siglo y principios del XXI por Sugimoto: si la fotografía fue considerada desde algún momento arte fue solo por esta inversión en lo que parecían los motivos representativos de la fotografía, inversión que se fundamenta en que la imagen fotográfica, lejos simplemente de representar aquello que se ve, deja ver algo que no se ve: una huella, una traza, un algo que se ve que no veo.


En este sentido, si los “escenarios del crimen” de Atget remitían no ya a una representación parisina convencional sino al estatus novedoso de una imagen que valía en cuanto pura exposición, en cuanto susceptible de transacción en una mundo que comenzaba a ser pura imagen, Sugimoto no hace sino elevar esta capacidad estética de la fotografía al límite en el que cabe ser pensada en el mundo actual: hoy habitamos una imagen-mundo donde, a decir verdad, no podemos ver nada. Cegados por un exceso de visión, la fotografía es elevada al rango de arte no en función de sus simples requerimientos técnicos y capacidad representativa sino en cuanto capaz de constatar el hecho de nuestra ceguera. Las imágenes, hoy en día, valen todas lo mismo; la ecualización del mundo-capital ha hecho su trabajo a la perfección y la desjerarquización es absoluta. Ver que no vemos nada: he ahí el nuevo régimen escópico al que nos eleva la fotografía.    
Por lo tanto, el interés de esta serie es que toca el núcleo esencial de la fotografía y el sentido en el que puede ser considerado arte. Porque misión del arte en este nuevo estatus dominado por la reproducibilidad técnica es mostrar como en las imágenes que nos bombardean desde todos los frentes, siempre hay algo que no sabemos que vemos: un inconsciente óptico, un algo más que ver. “Algo que conocemos en lo vemos que no sabemos que conocemos”, diría Brea: algo que la cámara fotográfica ve y que a nosotros se nos escapa.
Si ese “algo más” es ahora un pantalla donde no hay nada que ver es porque el valor de exposición siempre ha sido el inverso al valor cultual y, siendo éste ahora máximo –las redes sobrepotencian la fugacidad de un tiempo y de una memoria para el que cada subjetividad debe de estar en continuo reinicio, volcando imágenes ante las que poder construirse– al valor de exposición no le queda otra que reducirse a cero: no ya, como Atget, una calle vacía; más bien una imagen vacía


El resto de series aquí presentadas (Seascapes, Portraits, Dioramas, Lightning Fields) son todas ellas muchos menos interesantes aunque, sin duda, más emotivos y con mayor capacidad para –simplemente– gustar.  Se basan, de una u otra manera, en reconectar el pasado, ya sea a través de lo fotografiado o de la máquina usada; se basan, también, en la creencia –nuevamente aquí Benjamin– de que los objetos y las imágenes tienen memoria, en esa idea de que lo obsoleto, lo pasado de moda –cuando el objeto ha dejado de ser moderno– es capaz de revelar las distintas capas de significado hasta entonces ocultas.
Dioramas (tableau-vivant realizados con animales embalsamados y disecados que remiten al espectador a un umbral entre lo animado y lo animado); Seaescapes (búsqueda del origen del sentido del tiempo a través de consubstanciarse con lo sublime contemporáneo) o Portraits (fotografías hiperrealistas de personajes históricos hechos en cera) son, todos ellos, ejercicios fotográficos sumamente naif y que simulan apuntar a un ya-sido para, ahora sí, recoger todo ese tiempo perdido.
Pero se confunde Sugimoto: si, cómo él dice, la fotografía es una máquina del tiempo no es por su capacidad de retrotraernos al pasado sino más bien de lanzarnos al futuro. De ahí que Theaters sea sin duda lo más interesante: habitaremos en esa pantalla donde se proyecta en un tiempo suspendido y suspensivo una imagen-tiempo que es mera duración; habitaremos un mundo-imagen donde de tanto ver no conseguiremos ver nada, donde no habrá más que un tiempo en expansión agotado en imágenes que se autoproducen a velocidad límite y donde el instante es cualquier instante.
Queda por ver si eso será nuestra condena o nuestra salvación. Pero, por el momento, la tarea de la fotografía es mostrarlo. 

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