martes, 15 de marzo de 2016

ZUCKERBERG: NI AMO NI ESCLAVO. LA NECESIDAD DE LA SIMULACIÓN PERFECTA


La imagen de Zuckerberg andando entre un auditorio que, sumidos en su propia realidad virtual, no le veía ha llevado a más de uno a cantar la catástrofe que se nos avecina. Nosotros, por el contrario, vemos en esa foto la posibilidad que aún aletea en el régimen de simulación en el que estamos sumidos de trocar el momento actual de falsedad por el de verdad: atrevernos, bajo unas condiciones bien concretas que explicamos, a desear.

I
Si hay un espejismo que nos devuelve el desierto de lo real en el que habitamos ese es, sin duda, el que la emancipación está a la vuelta de la esquina. Quizá no fue ayer, pero seguro que será hoy cuando las redes mediáticas nos proporcionen la experiencia salvífica por antonomasia: ahí donde podamos rasgar nuestra pantalla-imagen y tocar al otro: acogerle. Y es que, aunque suene raro –pues el lenguaje no está últimamente para demasiadas seriedades–, ese y no otro es el límite de la utopía: tratar al otro como a mí mismo me gustaría que fuese acogido, crear de una vez por todas esa comunidad de los iguales que siempre está por venir, ser, de una vez por todas, humanidad.
Lo trágico para nuestras existencias devenidas efectos dromóticos de superficie, es que ese efecto de inminente emancipación no es sino el logro ideológico de un capitalismo que ha sabido labrarse un futuro perfecto a base de diluir toda ontología del acontecimiento en un juego espectral de simulacros donde de lo real ha terminado por no quedar nada. Diluyendo cuotas cada vez mayores de realidad a través de unos medios de producción que han logrado el salto mortal de reconvertir lo real en imagen, el capitalismo, en esta su tercera fase –la inmaterial– en la que nos hallamos, ha sabido crear el anzuelo perfecto para que no solo piquemos sino que estemos henchidos de gozo con semejante por venir.  
            Así las cosas, el régimen de producción capitalista ha sabido implementar su sesgo coactivo y disciplinario simulando que nos ofrece la panacea en bandeja de plata: disponer del modo de producción capaz, ahora ya sí, de crear las condiciones para la emergencia de una comunidad desjerarquizada, horizontal más que vertical: una comunidad de productores de medios donde cada receptor sea también un emisor y donde la comunicación sea más  bien rizomática.
Pero en esto como en todo, hoy como ayer, de la utopía no queda sino el lacónico canto por un tiempo ya fenecido. La fotografía del Gran Amo Zuckerberg paseándose invisible a través de un auditorio amarrado a sus gafas de visión virtual quizá sea el canto de cisne de un tiempo del que no quedan más que rescoldos. Internet, saludada hace ahora más de veinte años por los pioneros que vieron en ella la potencialidad de llevar por fin a cabo un intento de comunicación ideal en la forma de mapa excéntrico y desjerarquizado de pequeñas unidades celulares interconectadas, no es ahora sino el campo de batalla donde grandes emporios económicos invierten todo su capital para apropiarse de unas condiciones de producción que, inocentemente, les hemos cedido.
Y es que en un primer momento eran nuestras: nuestros los pequeños agenciamientos colectivos donde, alrededor de una pequeña comunidad online, hacían de cada sujeto de comunicación un receptor y, al mismo tiempo, un emisor. De este modo, la comunicación quedaba desjerarquizada, produciéndose más en horizontal que en vertical, quedando cada flujo de información vectoralizada en un conjunto disyuntivo de efectos mediáticos imposible de consignar a priori.
Pero cómo no, como el goce sintomático ante tal ejercicio de pequeños gestos de emancipación nos sabía a poco, hemos cedido al impulso libidinal de un capitalismo telemático que nos ha ofrecido gozar más ampliamente de nuestros síntomas: a cambio de universalizar nuestras condiciones de emisión y recepción, les hemos permitido apropiarse de toda fuerza y condición de producción. Es decir, el logro de la comunidad de productores de medios ya saludada por Brecht no tardó en convertirse en una comunidad de meros usuarios interconectados, simples ventrílocuos que exudan las pocas micro-vivencias que aún nos quedan para poder experimentar algún conato de vida verdadera.


Preferimos, en suma, una comunidad universal donde todo ejercicio de comunicación esté ya viciado por la propia plataforma –medio de distribución– que lo lleva a cabo, que jugar al juego de la información sin fin en una comunidad de iguales, de receptores-emisores mediáticos. Preferimos que nuestro mensaje llegue a muchos aunque su efecto quede reducido a nada –pues cediendo el medio de distribución, la visibilidad mediático de tal o cual gesto queda referido a los propios nódulos distributivos del medio, que no pueden ser otros que aquellos que optimicen su máxima ganancia– que no atrevernos a construir una comunidad donde cada participante opere desde la construcción continua de un “yo” como dinámica emisor/receptor.  
Y lo trágico es que una vez hemos cedido en eso, no queda más que un ejercicio programado de servidumbre: porque cada vez serán más las concesiones que tengamos que hacer para seguir siendo alguien, para seguir siendo considerado por el medio de distribución que opera a nivel global y no quedar ninguneado. Inscritos en esta mecánica, cada vez nos será más fácil plegarnos a los dictados de un medio de distribución que  nos dice qué nódulos ocupar con el fin de que nuestro mensaje llegue a más gente. Y, cómo ya hemos señalado, tales nódulos serán los que cartografíen una identidad cada vez más acríticamente construida, los que optimicen la secuencia que más consenso genere.
Somos, con todas las de la ley, corredores de fondo: perseguimos un Acontecimiento para el que la propia tecnología hace de juez y parte. Juez porque es ella la que nos lo prometió, y parte porque es ella la que se encarga igualmente de licuarlo, de reducirlo a simple espectáculo desfondado ya de cualquier categoría óntica sobre la que podamos inferir una vivencia real y verdadera.
En definitiva, si lo que más deseamos es tener una vida propia, escapar de la hegemonía del consenso y vivir verdaderos acontecimientos con capacidad de crear verdadera biografía, la fotografía de Zuckerberg nos dice que esos sueños no serán ya nunca más nuestros sino que serán mediatizados –producidos y distribuidos– por una tecnología implementada a máximo nivel: la tecnología capaz de ofrecernos el deseo espectral al que no poder negarnos.

II
Pero, ¿no pudiera ser que, efectivamente, no nos estemos engañando?, ¿no pudiera ser que nuestro deseo más íntimo no sea si no un constante tener que rendir cuentas a alguien?, ¿no pudiera ser que nuestros intentos de emancipación no sean sino la urgencia de requerir al sistema mayores cantidades de servidumbre? Si esto es así, quizá el paseo de Zuckerberg con los usuarios de sus gafas virtuales tenga mucho que ver con la réplica de Lacan a los estudiantes de Mayo del 68: “¿queréis un Amo? ¡Lo tendréis!”   
¡Y a decir verdad que esto es así! Si algo hay claro en la historia reciente de nuestros psicodramas es que la dialéctica del amo y el esclavo que Hegel disecciona en la Fenomenología del Espíritu es el relato de nuestras biografías panconsensuadas. En la lucha deseante por ver quién seduce a quién, hemos pactado una rendición sobre una falsedad: hemos simulado que hemos sido seducidos por el Gran Amo cuando lo cierto es que es nuestro miedo a la derrota y no lograr seducir lo que nos ha hecho postrarnos y simular una seducción que no es tal.   
Ciertamente queremos –necesitamos– un Amo ante el cual nuestra servidumbre nos proporcione momentos de placer extremo –¿qué placer más absoluto que el ver cómo día a día nuestros atisbos de emancipación encallan en la telemática de una imagen que ha terminado por ser siempre la misma?–. Ante este hecho no hay mucho que decir. Pero queda un cabo suelto: ¿sabe nuestro Gran Amo Zuckerberg que le necesitamos no porque nos haya seducido sino porque, como sostiene Hegel, preferimos servir a poder perder en la batalla por ser objeto de deseo?
Si, si lo sabe: el Amo siempre lo sabe. De hecho es por ello por lo que, según Hegel, el amo termina pasando del esclavo y dedicándose ociosamente a sus cosas: es decir, convirtiéndose en burguesía. Zuckerberg sabe que pasamos de él pero ha de simular que nos seduce para que el juego no se detenga. Por eso, como en la conferencia que dio aquel mismo día, suelta la chorrada de que un día cuando era pequeño ya programaba en su libro mientras el profe de matemáticas explicaba la suma y la resta: no sabemos si reír o llorar, pero a él eso le da igual. Por eso es el Gran Amo: porque sabe lo único que hay que saber, que todo es cuestión de investir pequeños goces sintomáticos aunque para ello haya que simular un poco.  
Por lo tanto, y aquí queríamos llegar, nada de catastrofismos cómo los que hemos leído a colación de la famosa foto: la imagen es la secuencia perfecta de donde inferir que siempre nos quedará una posibilidad. Nosotros simulamos al tiempo que él también simula: todo es una gran simulación planetaria para que nuestros síntomas encuentren el exceso de satisfacción necesaria y así continuemos siendo alguien, continuemos inscritos en la pantalla-mundo. Así las cosas, simplemente hemos de desear otra cosa: porque deseemos lo que deseemos, el Amo simulará que él es la razón única: si hay algo que no deba detenerse eso es la gran simulación orquestada por todos.

Zuckerberg haciendo patente que simula muy bien

Es decir: el Rey está desnudo, pero más que cantarle las cuarenta y gritarle que verdaderamente está desnudo –pues de nada servirá ya que él mismo lo sabe– de lo que se trata es de llevar la simulación un poco más lejos y atrevernos a desear otra cosa. La dificultad, ciertamente, está en cómo hacer eso, cómo hacer para desear otra cosa y que ésta, aún pasando como simulación, la supere. Es decir: cómo hacer para no creernos nuestras propias mentiras.
El que las teorías de la conspiración se hayan multiplicado casi hasta el infinito en estos últimos tiempos no es sino un mal presagio: quizá sea falsa nuestra servidumbre al Amo, al Otro; pero por si acaso, y para asegurarnos la verdad de nuestro deseo de ser siervos, colegimos un Otro del Otro, un Mas Allá del Gran Amo donde, ahora sí, todos nuestros deseos quedan engarzados en una única gran satisfacción: alimentar de goce a ese Gran Otro.   
Por el contrario, de lo que se trataría es de continuar conectado a esa Gran Simulación porque solo desde ahí podremos llevar el simulacro más allá y, reconvirtiendo lo verdadero de nuestras legítimas exigencias de emancipación en una tirada de dados más en el juego de simulaciones, esperar a que el deseo rompa la lógica implícita de la simulación puesta en juego: esperar a que el juego no tenga más posibilidad que hacer patente su falsedad. Si el momento de verdad ha trocado en falsedad, nuestra tarea es hacer lo posible para que la falsedad quede reconvertida en verdad: para que la totalidad de un mundo falso se supere a sí mismo y opte por su verdad.
¿Cómo hacer eso, insistimos? No se trata de ser cínicos sino de todo lo contrario. Quizá la urgente tarea que ante sí tiene una teoría crítica con alguna capacidad disensual sea la de proponer campos alternativos de deseo, la de delinear catexis diferentes a los nódulos recurrentes que el capitalismo –como pleonasmo del juego simulacionista en el que nos hayamos sumidos– nos tiene asignados. Pero hay que tener cuidado: si en algo falla gravemente todo intento de crítica al sistema-mundo es en apostar sin más por la diferencia cuando si hay algo que le encante al simulacro espectral de nuestro mundo es la diferencia: allí donde hay diferencia hay una posibilidad más de afianzar la simulación. Y es que es bastante obvio que la diferencia por sí sola, sin un trabajo previo de teoría crítica, no solo no ayuda al sistema ha reinvertir su dosis de simulacro sino que lo retroalimenta.
En definitiva, la tarea que tenemos entre manos en cuanto a remontar críticamente la falsedad de nuestro sistema-mundo no estriba en reflejar su falsedad; no estriba tampoco en inocentemente alimentar las dosis de falsedad con que el simulacro se hará más grande; no estriba ni mucho menos en creernos nosotros fuera del juego de la simulación, poseedores de una verdad mesiánica que hay que revelar al mundo: no hay tonto más común en estos tiempos de afasia crítica que aquel que o bien se empeña en repetir cansinamente lo mal que van las cosas o bien nos enfatiza la necesidad de saber que todo es simulación. 
La tarea estriba en ser capaces de dinamitar el propio deseo hasta el límite del simulacro, en ser capaces de atender a lo imposible de nuestro deseo con el fin de que la membrana que soporta este sistema-mundo reconvertido en imagen se rasgue. No tener miedo y desear lo imposible: la cercanía insólita de un otro que me dirija la palabra y que me obligue a responsabilizarme verdaderamente.
El punto de partida, ahí donde estamos, no es tan malo como suele pensarse: el Amo simula y nosotros, Siervos, también simulamos. ¿Cómo elevar el fraude de nuestras vidas, la impotencia de nuestros intentos, a Acontecimiento nuclear?

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