martes, 15 de diciembre de 2015

ÁLVARO NEGRO: PINTURA EN SUSPENSIÓN, PINTURA EN EL ORIGEN


ALVARO NEGRO: EL TAMBOR EN EL BOSQUE
GALERÍA F2: 14/11/15-09/01/16

Con ocasión de la exposición de Irene Grau en la galería Ponce+Robles, la artista entablo una conversión sumamente rica con el artista Álvaro Negro donde, sin duda, pueden rastrearse los descubrimientos que han llevado al artista a trabajos como el que aquí presenta. En dicho diálogo Negro señala, tirando de un libro de Rémy Zaugg, que todo depende de los prejuicios, de si consideramos la obra como un objeto material manufacturado fruto del trabajo del artista y un fin en sí mismo o, por el contrario, que la obra es el medio para llegar a cierta comprensión del mundo o, al menos, al esbozo de un punto de vista sobre el mismo”.
Además de esto, la conversación queda atravesada por nociones como la de trayecto, la de recorrido, paisaje no como lugar de llegada sino de tránsito, un evitar la lectura directa de lo representado, un aludir a que el hecho de que la obra esté en proceso es, sencillamente, que está teniendo lugar…pero que nunca termina por ser ella totalmente. No es un simple interactuar sino mostrar cómo la obra de arte es un “ya pero todavía no”: un campo fenomenológico donde, miremos donde miremos, está la amenaza del vacío, del aún-no, pero que a cambio nos devuelve esa comprensión del mundo a la que antes hemos aludido.   
Es por ello, concluyendo este prólogo, que la época de la pintura acabada en su propio fin hace ya tiempo –aunque todavía hay quien no se ha enterado– dejó paso a un devenir-pictórico, a un viaje en pos de un alumbramiento novedoso de una realidad que aunque está ahí no deja de ser un haz evanescente de tiempo y luz.   


La obra no surge por tanto de una lograda mímesis sino de una experiencia concreta, de un internarse en un paisaje que, aunque está ante nuestros ojos, debe ser desvelado atravesándolo. No tanto pintura procesual sino pintura en flotación, en suspensión, a la espera infinita de un posarse que nunca se dará. Para ello, como no, los primados estéticos de la modernidad deben ser no simplemente negados sino reconvertidos constantemente para comprobar hasta dónde podemos reflexionar acerca de la pintura. Y, dentro de esa reconversión a la que apelamos, la disolución de fronteras entre géneros es una herramienta sumamente eficiente.
Porque dentro de esa disolución, las prácticas artísticas se sitúan en un intervalo, en el “entre” que separa un soporte del otro. Nada es del todo lo que parece y su sentido pleno es siempre el sentido derivado que viene propuesto por la siguiente codificación. La obra, por tanto, se resuelve en una itinerancia para la que nunca hay fin. La lectura es, por tanto, diferida, pendiente de un penúltimo intento.
Pero vayamos a la obra. En esta ocasión Álvaro Negro recoge, también diálogo, la obra del escultor alemán Ulrich Rückreim que instaló en Monteagudo cuatro piezas marcando la entrada y salida del bosque. Pero también es fundamental una cita del escritor Peter Handke –recogida igualmente en la conversación arriba referida–: un trozo de La doctrina de Sainte-Victoire donde las idas y venidas, las entradas, salidas y –sobre todo– regresos son lo fundamental. Es ahí, en el ínterin donde vagan todas estas experiencias, donde late el tiempo ancestral, donde si importante es el entrar más capital aún es el volver.
¿Cómo volver?, ¿de qué hay que volver? Esa es la enseñanza fundamental de esta exposición: hacernos comprender que nada está ahí de por sí, que nada es accesorio, que todo –por el contrario– ha de ser construido y, en primer término si cabe, la experiencia. En un mundo como el nuestro que centrifuga al realidad para que tengamos experiencias que llevarnos a la boca, la exposición de Negro vuelve al origen ancestral del origen: que si bien no hay origen sí que hay una decisión, una responsabilidad, una –si se me apura– ética.
Porque, repetimos: ¿qué queda en el centro de todo este proceso? Nada, solo un lugar vacío que ya ni siquiera lo está. Dicho de otra manera: queda la memoria de lo intangible, de lo imperecedero e inaccesible. Y es que ni siquiera el monolito  de Rückreim es monumento ni origen de “nada”: ¿está en lugar de algo o es él, el monolito, lo que empieza la serie? Quizá toda la obra de Álvaro Negro no sea sino crear la desconexión para comprobar cómo el arte nada puede, comprobar cómo todo intento de atrapar el tiempo y el espacio quedan reducido a mera fachada. Sí, quizá una representación, bonita, seductora; sí, quizá un juego conceptual pero que no tiene ningún poder de sanación. Son solo intentos...


Pero a pesar de todo –¿o no será más bien gracias a todo? – el arte o es eso o no es nada: hacernos redescubrir como la experiencia fundacional, aquella que nos construye desde dentro, no es sino un constante continuar saliendo y entrando para así hacer lo único que nos llena: volver. ¿Qué es la vida sino un melancólico nostos?, ¿qué hacemos sino tratar de descubrir quienes seremos sino, más bien, quienes fuimos?
Y esa es la experiencia estética: el entrar en la galería F2 e introducirse entre los dos cuadros y el proyector para, después de un tiempo, volver, salir,…volver siendo otro.  Entre el cuadro realizado con óleo sobre lino y de más de tres metros de largo (Columna I) y su doble realizado en esmalte sobre espejo (Cadro-tumba), está una experiencia personal del artista pero que nos dona y se nos ofrece como reliquia de una realidad evanescente, poliédrica y heterocrónica.
Podríamos decir más, sin duda: pero lo suyo es que vayan, que entren. Y luego vuelvan… “volver –como dice Handke– al hombre de hoy; volver a la ciudad; volver a las plazas y puentes; volver a los andenes y pasadizos; volver a los campos de deportes y a las noticias; volver al brillo del oro y a los pliegues de una tela”. A ver si se atreven.

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