miércoles, 11 de febrero de 2015

ARTISTAS CONTEMPORÁNEOS AMERICANOS EN MARLBOROUGH

John Riepenhoff

EAGLES II
GALERÍA MARLBOROUGH: 15/01/15-14/02/15

“In heart I am a Moslim, in heart i’m an american artist”, decía Patti Smith, la cansina novia baudelarina, en los setenta. Y es que ser artista y encima ser americano debía ser –y todavía hoy lo es– lo más. Debe ser un pasaporte para poder ser cualquier cosa, para poder hacer lo que te venga en gana, lo que te de la real gana. Porque perteneces a una estirpe, a una nobleza, eres el poseedor de un legado que no puede perderse, de una herencia que has de proteger y guardar. Eres, como dice el final de la propia frase de Smith, totalmente inocente (“and I have no guilt”).
Quizá algo de ironía haya en nuestras palabras, pero aun así, se mire por donde se mire y desde que el relato del artista tuberculosos hacinado en una buhardilla parisina se descubrió como una tomadura de pelo, Estados Unidos es la Meca del arte, ahí donde se cuecen las narraciones estético-capitalistas que marcarán a fuego esta época como la de la nada infinita.
Sea como fuere, el artista americano –sobre todo en su faceta de pintor– posee un aura magnética, un resto mitológico: desde el momento en que Pollock se lanzó con su automóvil en busca de un último dripping, es él, el pintor americano, el gurú de la mistificación en que recae el arte.
Es esta situación la que hace pertinente el que cada poco tengamos el deseo –y casi diría la necesidad– de echar una profunda ojeada a lo que allí se hace: porque tanto si uno es un simple aficionado como si, tanto da, es un afamado coleccionista, el quid de la cuestión es saberse al dedillo lo que sucede allí donde se pueblan nuestros imaginarios, lo que pasa allí desde donde surtimos al arte de mitologías varias.

Greg Bogin

Es en este sentido que la galería Marlborough de Madrid tiene a bien –y nos alegramos de ello– plantear una colectiva donde se dan cita algunos de esos jóvenes  que son, ni más ni menos, americanos y pintores. La muestra se plantea como una segunda parte de aquella que, con el título de Eagles, tuvo lugar a finales de 2012.
Sin embargo, y aun siendo relativamente cierta esta entradilla, no hay que olvidar que el arte habita también donde parece que solo hay oportunidad y ganancia, donde parece que todo queda expensas de una genealogía glamurosa y con lustre. Y es que desvelar a ese personaje que ha conseguido ser a la par pintor y americano no es en modo alguno una gracieta: porque ser pintor y americano es estar en mejores condiciones que cualquier otro artista para reinterpretar el pasado, para abrir un diálogo que no tache y anule el pasado sino que consiga a entablar una fluida relación con su historia reciente.
Porque –y aunque ya lo hemos dicho muchas veces no nos cansaremos de repetirlo– el arte no opera por una mera oposición entre lo nuevo y lo antiguo: el arte, en su dinámica historicidad, funciona abriendo desde la novedad el discurso de lo ya dicho para que lo diga de nuevo, para que diga aquello que no supimos oír o, peor aún, no le dejamos decir.

Scott Reeder

En este sentido, la cansina coletilla de la muerte de la pintura solo puede hacernos, a estas alturas del partido, un gran favor. Porque cuando la pintura parece que ha quedado ya hace décadas para adornar despachos, cuando la reproducibilidad benjaminiana la ha terminado por empujar al desván de los olvidos, es justo cuando la pintura es más capaz de abrir ese diálogo heterocrónico en el que hemos dicho se basa el arte.
Dicho de otra manera: en la época de la dialéctica especular y de la inversión espectacular, la pintura es la práctica artística capaz de tomar plaza en la paradoja misma de su acabamiento. Es estando por tanto finiquitada como la pintura sigue siendo la disciplina más capaz para tomar la palabra, para hablar de tú a tú al arte y exprimirlo hasta dejarlo seco. La pintura, sin ninguna capacidad ya de llevar la voz cantante en temas estéticos, es –sin duda y sin embargo– la más capacitada para reabrir una historia, la del arte, que nos gusta pensar no es más que lo que ocurrió desde anteayer por la noche. En definitiva, ser artista, ser pintor, y ser norteamericano es algo muy serio.
Vista esta exposición, y teniendo en cuenta lo dicho acerca del diferimiento con el que es capaz de actuar la pintura, lo que se constata es que el lienzo es una superficie de lucha, de tensión, de tachado, borrado y reelaboración. No solo, por tanto, es que el lienzo haya adquirido autonomía; no es solo que “pintura” es lo que acontece en el lienzo. Es que pintura es luchar en el lienzo y con el lienzo, luchar para que aparezca ese diálogo al que nos hemos referido, esa apertura no ya solo material (a lo Fontana) sino temporal.

Mark Hagen

De esta manera, un modo de valorar el logro de cada uno de estos pintores es, asentados en su “no culpabilidad” (es decir, en su ser pintor estadounidense), palpar la capacidad de heterogenidad que poseen, la potencial conversación horizontal que pueden modular, el diálogo con la tradición que son capaces de establecer. Más aún: la presencia de Michel Auder (1945) y de Paul McCarthy (1945) trabajando con Mike Bouchet (1970) dan precisa cuenta de este entrelazamiento de lugares, de este diálogo que, explícito o implícito, acontece en la pintura.
Y para concluir, una ligerísima pincelada, apenas nominativa, de alguno de estos jóvenes insolentes pintores norteamericanos: Greg Bogin (1965) con un resultón pop expandido, Margaret Lee (1980) y su informalismo zen, Tony Cox (1975) y el retro-infantilismo, John Riepenhoff (1982) con una muy interesante “borradura”, Mark Hagen (1972) y Scott Reeder (1970) con lúdicos juegos sobre expresionismo abstracto.

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