viernes, 18 de julio de 2014

OPEN WINDOWS: INVERSIONES EN LA PANTALLA IDEOLÓGICA



Este texto pretende ser una crítica filosófica a la película Open Windows. Después de nuestro éxito con “La última oferta”, esta vez tampoco fallamos. Para evitar insultos, y aunque esta advertencia sin duda me va a restar miles de lectores, quizá incluso decenas de miles, he de decirlo: no lean si no han visto.

Según la crítica más cinéfila la última película de Vigalondo es desigual y renquea al final de manera estrepitosa. Una vez vista la cinta hemos de decir que la crítica nunca falla: el final, aparentemente, es un caos donde a la penúltima vuelta de tuerca le queda, como en una traca sin fin, siempre una última intentona por desentrañar todo el misterio cibernético que nos asola.

Sin embargo, sostenemos, esto es así solo si el interés del film recayese meramente en su componente armónico, en su forma más que en su contenido. Quizá culpa de ello la tiene el propio Vigalondo, que para un film que sabe supera los cánones prestablecidos, opta por una narración en continuidad de modo que lo que quiere contar al final se le sale de los moldes más convencionales.

No obstante, hay que romper una lanza por el cineasta y la película y. además, tratar de dar una interpretación de qué es eso que ha querido contar y no le ha salido, (más decimos, por cuestiones de metodología que de otra cosa). Y es que contar una historia que trate de decirlo todo respecto a nuestra nueva realidad cibernética requiere un salto en la lógica de las acciones muy difícil de captar por los procedimientos convencionales del cine.
 

Porque –y esta es nuestra interpretación– al final quiere contar algo radicalmente diferente a todo lo que en la primera parte de la película parecería el desarrollo normal. Y es precisamente ese giro inesperado lo que hace a la película –pese a todo- interesante: en que señala el propio vacío estructural de nuestra ideología. La película, y pese a los guiños de los servidores que pudieran interpretarse como lo Real en sí mismo, asume el riesgo de querer trasgredir la inocente y candorosa idea de la ideología como “falsa conciencia”. Es decir, y puesta la frase al día, la idea de que la realidad virtual es un recubrimiento engañoso de la realidad, un algo que nos tiene engañados y subyugados pero que, una vez traspasada, arribaremos a las playas de la verdad única. Nos explicamos...

Al principio hay un hombre normal y corriente –sobre todo muy normal y corriente– llamado Nick Chambers navegando por la red, haciendo infinidad de cosas, abriendo pantalla tras pantallas que tiene mucho de myse en abisme. De repente irrumpe una voz, la voz del mandato yoico, la voz que guía al hombre normal a surfear por encima de todos sus deseos, la voz de una voluntad que solo desea su propio deseo, una voz cuyo poder es simple voluntad de poder, de desear. ¿Nos suena de algo?

            Es ahí donde Nick obedece una vez sí y otra también a esa voz ideológica que le invita a cumplir sus sueños, sueños que en esta época cibertelúrica coincide con el campo expansivo de un régimen escópico que nos promete lo imprometible: verlo todo. Es además en la capacidad de verlo todo donde descansa actualmente –como buen mandato ideológico que es– la pulsión de muerte freudiana. Y es que en ese “verlo todo” descansa la promesa ideológica por antonomasia: romper la imagen-límite, lo sublime catastrófico, el punto de no retorno más allá del cual la fantasía queda anulada por completo. Es decir, caer más allá del principio del placer.

Extendiéndonos un poco más, es por ello que Zizek sostiene que el verdadero exceso no es practicar nuestras fantasías, sino hablar de ellas, hasta que la barrera entre el lenguaje y el goce se rompa. De eso trata precisamente el hablar pese a todo, el hablar dentro de la paradoja: el situarnos en la barrera entre el lenguaje y el goce, entre lo posible y lo imposible, entre la realidad y la ficción, entre la política y la estética. Hablar no por no callar, sino para abrir la posibilidad a decir lo imposible.


            El momento álgido de esta parte de la película es sin duda cuando, por fin, Nick tiene a Jill Goddard (¿JL Godard?) solo para él. Por fin va a poder verlo todo. Esta escena lo tiene todo: la violencia que ejerce el mandato yoico para invitarnos a traspasar la frontera y la íntima conexión que existe entre el placer que nos proporciona la ideología y el sexo. Los alaridos de dolor del hombre con la pelota en la boca son el envés ideológico a una catexis pulsional que nos invita a ir siempre más allá- porque, de hecho, la ideología se alimenta de este exceso pulsional que se excede. No quisiera dar más pistas de las justas y necesarias, pero cima de lo perverso-ideológico hubiese sido que Jill hubiese sido obligada a llegar al orgasmo (y seguro que Nick también) al tiempo que el hombre muere desangrado. Freud no iba muy desencaminado con aquello de vincular el principio del placer al principio de muerte.

            Y es más o menos hasta ahí donde llega la parte “comprensible” del fin. Cuando Nick pregunta una y otra vez a la voz que quién es, solo una vez logra algo parecido a una respuesta: ¿sabes guardar un secreto? Eso es –dentro de esta primera parte de la película– la ideología: un secreto que me ha elegido a mí para invitarme a dar cumplida cuenta de todos mis deseos. Incluso, cuando el malo (la voz) se adentra en sus aposentos y nos muestra los servidores como una infinita máquina productora de realidad, lo tenemos más que claro: los servidores son lo Real, lo que descansa del otro lado de las apariencias, el mecanismo que las construye para amnetner a al verdad siempre más allá.

Y si ahí hubiese terminado la película todo hubiese quedado apañado y bien reconcentrado. Más que nada porque la historia ya nos la sabemos: es la ideología que va de Marx hasta Althusser en progresión ascendente en cuando al efecto de placer que causa el responder afirmativamente a la ideología, ya sea por el hecho de comprar una mercancía o ya sea debido a que tal respuesta ideológica nos inscribe como subjetividad yoica en la pantalla. Dicho en claro: ¿no es ahora garantía de subjetividad incluso frente al Estado el saber moverse por la red, el estar cada vez más informado y conectado?, ¿no somos nosotros quienes le seguimos el juego a ese poder creyéndonos capaces de volición alguna cuando es él, el poder, quién administra de manera perfectamente maquínica nuestro nivel de conectividad y nuestra capacidad para la catexis libidinal frente a la imagen, verdadera única mercancía en esta fase del capitalismo?


Es decir: de acabar aquí la película dispondría una realidad ya de por sí terrorífica. Sujetos-cobayas ansiando que la ideología se dirija a ellos y les prometa verlo todo, les aliente y les diga que para ellos el nivel de energía libidinal permitido en la implementación de imágenes es tan alta que se les permite verlo todo.

Sin embargo, Vigalondo abre otra pantalla, una duda para que el secreto ya no está tan claro: ¿quién es Nevada? Pudiera ser un tour de forcé más para una película que no sabe donde acabar, pero es sin duda esa última pantalla la que nos sitúa en la indecibilidad ideológica actual y supera la interpretación que hasta aquí nos ha valido pero que hace aguas por todas partes.

Y es en ese punto, en relación a contestar la única pregunta que queda sin contestarse,  donde el espectador, ciertamente, se pierde y no acierta a encontrar una salida. Aquí, de modo totalmente gratis, les ofrecemos un atisbo de respuesta: la ideología no es nadie. Es decir, la voz era un simple usurpador, un camelo, un algo a quien creemos estar contestando para que el edificio ideológico-libidinal no se caiga y poder seguir siendo alguien.

El malo, la voz, lo que hasta ayer pensábamos que era la voz ideológica a la que hay que dar cumplida respuesta, resulta ser una nada travestida, un señuelo. Porque lo que desvela la película es que Nick Chambers es el propio Nevada, ese quién se pensaba manejaba los hilos de las teorías conspirativas más diversas. Es este giro ideológico el casi imposible de representar dentro de una narración: que el malo no existe, que es un simple efecto concomitante de una ideología que se disuelve apenas se cree atraparla y que, en última instancia, somos nosotros mismos quienes no podemos dejar de desear traspasar el umbral de lo visible. La voz ideológica es la inscripción con que carga la construcción de nuestra subjetividad; la ideología ha devenido tan perfecta que ya deja en nuestras manos el poder de afirmación. Solo que no queremos verlo así y nos mola seguir fantaseando con que hay algo debajo de las apariencias, algo que nos invita a salir de nuestras apariencias y apresarlo.
 
 
Esas grandes teorías conspirativas son el culmen de esta necesidad de que haya un Gran Otro, un otro del otro, alguien que dirija el cotarro. En la película esto está muy bien captado: es el francés el paranoico por excelencia, aquel que en la decisión ideológica siempre afirma la existencia de ese Gran Otro. Es él, el francés, quién cree en Nevada por encima de toda circunstancia. Son los Snowden y Assange que pueblan nuestra pantalla-mundo y creen estar revelando la identidad de ese Gran Otro, cuando lo cierto es que llevamos cada uno inscrito en nuestro ADN cibernético la pulsión escópica de destrucción desde hace ya décadas.

¿No será por tanto que la operación puesta en marcha por Nevada sea la de convertirse en víctima, en sujeto obediente al mandato yoico de la ideología y atreverse a obedecer hasta las últimas consecuencias? Quizá eso sea lo que hacemos todos los días: desdoblarnos en dos, un yo que manda y yo que obedece. Lo imposible que se atreve a hacer Nevada es disociarlos hasta el límite de trasgredir la frontera escópica. Lo imposible que hace Nevada/Nick es atreverse a fantasear.   

Cuando, al final, ya en la cripta, Jill Goddard le pregunta a Nick que quien es, éste ya no contesta refiriéndose al secreto: ya no hay secreto que guardar, la fantasía de verlo todo ha sido satisfecha, fantaseada hasta el límite (¿no es la cripta ahí donde (no)termina el myse en abysme, dónde el secreto es eliminado por no poder decirse?) Ahora Nick contesta con un lacónico “no soy nadie”. Efectivamente. Ese es el precio que hay que pagar: verlo todo, atravesar la fantasía para devenir nadie, un cualquiera, alguien que ya no está inscrito en el régimen ideológico. Y es que lo curioso del régimen ideológico actual es que su altísimo grado de perfección va de la mano con que cualquiera puede escapar. Ya no hay poder coaccionador, no hay una violencia estatal: hay simplemente una voluntad de poder que en cualquier momento podría fantasear con poder desearlo todo

Él ya no forma parte de los millones que han de decidir si seguir viendo o apagar y no ver. No siendo ambas posiciones sino la misma, atravesar la fantasía supone situarse en el más allá del placer, en el haberlo visto todo, haber fantaseado hasta más allá del límite. El, Nick, ya no es nadie, ha cumplido con su última operación, la de fantasear con lo imposible. Ahora puede desaparecer en la cripta.

Jill Goddard también está ahí, en la cripta, y también comprende que su deseo es desaparecer, no ser nadie, ser cualquiera. Por eso cierra el ordenador, creyendo que con eso se acabará su exposición, creyendo que así será otra. Pero, sin duda, no lo tiene tan fácil como Nick: ella no es Nevada, ella es Shasa Grey, no sé si me explico…

A partir de aquí podríamos seguir hablando, pero sería otra película, la que queda por hacerse.

miércoles, 16 de julio de 2014

RAHA RAISSNIA: LA IMAGEN Y SU EXCESO

RAHA RAISSNIA: VIOI
GALERÍA MARTA CERVERA: 24/06/14-31/07/14

Suele decirse: la realidad, actualmente, remite a una imagen global que cubre por completo el espectro de lo real; la famosa imagen-mundo, diríamos…. Pero nada más lejos de la verdad. La imagen, sea cual sea, es un dispositivo que, de una u otra manera, lucha por salir a la superficie mediática, que tiene sus polos de génesis y de distribución. Una imagen es, siempre, un constructo social que sale a la luz solo después de una dura batalla –política, social y, por ende, escópica– por llegar a ser tratada como tal. Es decir, no toda imagen es una imagen. En este sentido, el primer triunfo de la ideología es hacernos pensar que toda imagen lo es porque sí, porque está ya ahí.

La presenta exposición de Raha Raissnia en la galería Marta Cervera (la segunda después de aquella titulada ‘Glean’ en el año 2011 –cuya crítica ya hicimos aquí) alude, como es propio en ella, a la génesis de las imágenes, al momento en el que las imágenes se mezclan produciendo otras imágenes, ahí donde la imagen se fragmenta en temporalidad heterotópicas. Raha Raissnia opera con imágenes precisamente para desenmascarar el bulo ideológico del régimen escópico al que nos hemos referido: que toda imagen es ya, y desde siempre, imagen.

La exposición se titula “Vioi”, vida en griego, y en tal título podemos rastrear algunas de las intenciones que adivinamos en la artista. Por ejemplo que, en la oposición dialéctica entre lo visual y lo visible, Raissnia siempre apoya a lo visible. Y es que frente al ojo-máquina de reminiscencias vertovianas, frente a la pasividad absoluta de un “yo” que se erige en dispositivo mediático, la realidad vital nunca puede ser reducida a simple pasividad, a simple registro fehaciente de lo dado, a pura pasividad. Siempre, la vida es más: es aquello que lucha por elevarse a la superficie del medio, es eso que acontece en las suturas, en los intervalos de tiempo con que se recosen las imágenes para dar sensación de continuidad.
Quizá, en este sentido, todo el quehacer artístico de Raissnia vaya en la onda de frente al todo-visual en que ha devenido la realidad, frente al cine como continuum que invisibiliza esos puntos de sutura donde las imágenes se engarzan, valorizar cómo se merece a la imagen, no ya como inmanencia pura sino como construcción política, como decantación escópica. Y es que el cine abre el mundo imponiéndose como técnica, como cálculo inexcusable que nos remite a una destinación ya-dada, cerrada en las propias posibilidades de una técnica que impone no una imagen del mundo sino un mundo como imagen.

El uso de los 35 mm remite, pensamos, a una obsolescencia técnica que nos resitúa ahí donde, a pesar de la ideología de la panavisión, no dejamos de estar inscritos: somos nosotros quienes, como una tecnología más, en última instancia, creamos las imágenes, quienes las hacemos emerger refiriéndolas a un “inconsciente óptico” que se ha tornado ya en inconsciente maquínico. Pero una construcción tal no remite en modo alguno a un campo topológico-libidinal plano sino que es siempre (somos siempre) reconfigurados, redefinidos en relación a las necesidades escópicas del propio sistema

En definitiva, Raha Raissnia nos viene a decir que no seamos inocentes, que si bien ya hemos dado por acabado aquello de la realidad bajo las apariencias, tampoco caigamos del otro lado del trampantojo ideológico y creamos que las imágenes ya están aquí listas para nosotros. Todo, en su emergencia, queda referido a procesos de visibilidad políticos, a engranajes pulsionales, a tectónicas escópicas que –aunque queden silenciadas por una técnica analógica capaz de hacer el milagro de hacernos creer que la vida es eso que vemos en nuestras pantallas– es mucho más que eso: es eso más todo lo que le falta el tiempo que sutura las imágenes, el empaste que hace que a una imagen le siga otra dando la apariencia de una continuidad meramente aparente.
Es en las pinturas donde la artista plasma el exceso que guarda toda imagen y que es imposible de registrar. Porque en las pinturas se adivinan fotogramas de la película pero nunca de forma exacta sino en desplazamiento y en complementariedad, estrategias éstas de recodificación de film que acentúa el carácter siempre constructivo de las imágenes. Es decir, es en la pintura (y de ahí su imposible muerte) donde mejor se comprende el hecho de que cualquier imagen puede ser una imagen simple pero nunca puede ser una simple imagen.

En definitiva, esta estupenda exposición nos recuerda que no hay vida capaz de ser registrada en imágenes, que lo que es vida es precisamente el exceso que aletea en la imagen, aquello que lo vincula con la convierte en ex-céntrica de sí misma. La imagen nunca es registro sino operador de diferencia.

martes, 8 de julio de 2014

BE VIRUS: ESTRATEGIAS DE CONTAGIO COMO FORMA DISENSUAL


BE VIRUS, MY FRIEND (CERTAMEN INÉDITOS)
LA CASA ENCENDIDA:30/05/14-07/09/14

Para un mundo en demolición como éste, incapaz siquiera de soñar con las ruinas con las que bien pudiera disfrutar, todo se trata de una carrera por ganar tiempo al tiempo, por fluir mejor y más rápido, por implosionar la realidad agujereándola en cuantos más simulacros mejor. La realidad se ha trocado en una esponjosidad multimedia donde un dispositivo dromótico genera imágenes a velocidad límite.
Así las cosas solo caben dos posibilidades: o esperar que la deglución sea total y terminemos siendo conejillos de indias conectados a la máquina libidinal capitalista construyendo una realidad a impulsos miméticos de orgasmos, o, por el contrario, hacerse con las mismas armas del capital y llevar la batalla a su mismo terreno. Así, y optando por esta última opción, de lo que se trataría sería de fluir más rápido, llegar antes que el capital a emplazamientos donde aún no ha implementado beneficio alguno, y, sobre todo, descarrilar la lógica libidinal del capital, esa fluídica expansiva que conquista mundos a golpes de ideología y control policial.
En este sentido, parodiando la frase aquella de Bruce Lee del ‘be water, my friend’, el Colectivo Catenaria (Marta Echaves Martín, Elena Fernández-Savater y Manuela Pedrón Nicolau) presenta en el actual Inéditos en La Casa Encendida la exposición “Be virus, my friend”. Es decir, la implementación fluídica capaz de construir (y al tiempo desnivelar) la realidad ya no tiene su metáfora preferida en el agua sino, más radical aún, en la virología. Expandirse no ya con la candidez y bisoñez del agua sino con la potencia subversiva y pandémica del virus. O lo que es lo mismo, frente a la modernidad líquida de Bauman como metáfora de nuestra cultura, el contagio vírico como estrategia de difusión crítica.  


 El virus funciona como metáfora desde donde señalar estrategias subversivas y disensuales encaminadas a hacer de la comunicación viral, del contagio de ideas y de la disolución total de la idea de autoría, dinámicas capaces de desajustar la precisión simulacionista del sistema. Como puede comprobarse, es de las nuevas formas relacionales auspiciadas por Internet (nuestro nuevo Deus sive natura) de donde han extraído las comisarias esa capacidad innata de la virología para provocar descalabros en la continuidad afectiva (y, desde luego, efectiva) de la realidad.
Así, la economía vírica puesta en juego remite a una iterabilidad mutante de acciones y procederes, a una repetición que desancle obra y autoría, acción y actor, y señale a la comunidad toda como corporación de agentes sociales y políticos, de mónadas insurgentes, de, como decía Brecht, productores (disruptores) de medios llamados a abrir el campo informacional a una alteridad siempre novedosa. Una viralidad, por tanto, como nueva dinámica social, como comunicación capaz de remultiplicar sus efectos sin necesidad de darse una ilación tradicional entre causa y efecto, entre acción y reacción.
Sin embargo, las dinámicas virales puestas en juego adolecen, desde nuestro punto de vista, de dos graves peligros. Y, esto, claro está, a pesar de que al arte ya solo cabe pedirle que funcione como laboratorio de ideas, valorándose más su potencia subversiva que su eficiente disenso. Pero, sea como fuere, a lo que me refiero es que es más que dudoso que en la hipercolonialización de mundos de vida a manos de estrategias enfatizadas en lograr consenso a cualquier precio, el mimetizarse con formas programáticas de control social -procurando que su potencia revierta la situación- tenga la más mínima capacidad de restitución y no vaya, incluso, a favor de corriente.


Uno de estos posibles peligros es reducir la obra a una simple implementación interactiva donde el espectador se inserte en la lógica vírica de cada obra justo ahí donde, a todas luces, el contagio no tiene efecto alguno: en la propia sala de exposiciones. Las comisarias, siendo conscientes de este problema, se curan en salud afirmando que evitan “las lógicas pseudoinclusivas de muchos proyectos de arte participativo”. Es decir, saben que su propuesta no puede quedarse en la tontuna de la interactividad, de los efluvios de la estética relacional más vacua, pero, sea como fuere, el peligro aletea en cada una de las obras.
El otro peligro es no conjugar de forma suficientemente dialéctica el hecho de que si en algo es experto el sistema es, precisamente, en invertir procesos, en revertir mecánicas de acoso y derribo. Así, para una ideología maquínica que en su sobreexposición como espectáculo hipermedial lo deglute todo, no es nada claro que el tratar de situarse del otro lado del espejo sea, efectivamente, eso: un tratar de deslabazar las coordenadas operacionales del poder libidinal del signo-mercancía y no una mera pose contestataria incapaz de hallar momento de emancipación alguno. Es decir, se corre el riego de que, para virus que necesitan del propio régimen espectacular para su emergencia, el sistema conozca la vacuna desde hace ya tiempo.
Pero, en todo caso, de lo que se trata no es de inferir un rotundo ‘no’ a la práctica viral como forma estética sino de hacer surgir las preguntas en el propio recorrido expositivo: ¿puede ser una exposición viral?, ¿tiene la estrategia viral capacidad para subvertir su génesis mediática?, ¿en qué condiciones el espectador puede funcionar como dispositivo vírico sin caer en la interactividad acrítica? Preguntas, todas ellas, que no hacen sino referirse al difuso emplazamiento crítico del arte.

Artistas: Iván Argote, Roger Bernat, Declinación Magnética, Paula Cueto, Núria Güell, Virginia Lázaro Villa, Isidro Lopez-Aparicio, Left Hand Rotation y Equipo de Educación del museo de arte contemporáneo de Rosario (Castagnino+macro) y Daniel Silvo.

miércoles, 2 de julio de 2014

LUZ BROTO: POÉTICA DEL MICROACONTECIMIENTO


LUZ BROTO: ATAR CABOS
GARCÍA GALERÍA: 24/05/14-26/07/14

Sintomático de esta época nuestra de grandes decepciones es el haber aprendido que, definitivamente, menos es más. Y no nos estamos refiriendo a la célebre frase de Mies van der Rohe sino al habernos percatado que de grandes operaciones de resistencia no suele sacarse, nunca, el redito deseado. Y es que, ahora que no hay manera de escapar de la fantasmada general en que ha caído la realidad, lo único que nos cabe es diseñar mínimos movimientos desestabilizantes, pequeñas estrategias de subversión. Un gesto, un trazo, incluso una simple huella, bastan para atrofiar la lógica de lo real. Porque cuando el espectáculo lo ha deglutido todo, escapar a la fascinación escópica masificada y mediática es un primer paso necesario para crear el efecto estético, la fractura deseada en el régimen de lo dado.
Luz Broto (Barcelona, 1982) ha realizado en la García Galería una de estas microacciones llamadas a constatar que, hoy en día, lo político solo puede venir dado por un gesto poético, insignificante en sus coordenadas, pero con un potencial inversamente proporcional a su despliegue en acto.  
Y es que quizá se trate solo de esto, de una inversión aristotélica: de haber sabido virar y proponer no ya un acontecimiento de enorme potencial pero que sabemos será mermado hasta la inanición en su paso al acto, sino de instaurar una mímica performativa que, declarándose casi nimia en acto, irrumpa desde una potencialidad constante pero, paradójicamente, nunca cumplida.


Y lo curioso (al tiempo que lo que separa una acción estética de un refrito decolorado) es que todo descansa en esa instancia paradójica que se eleva como efecto estético: cómo con tan poco tanto; y cómo tanto, al mismo tiempo, ha de concentrarse en una fragilidad endémica, ha de contentarse con un permanecer señalando el lugar de la fractura sin atreverse a superarlo. Porque sabemos que ya solo el intentarlo, el querer constatar la fuerza performativa del acto, dará al traste con la poética de la acción. Todo sería, en tal caso, canibalizado por las lógicas del espectáculo, anestesiado por la voracidad de miradas que solo desean verlo todo.
Quedarnos, entonces, en el quizá, en la mera y simple posibilidad, en el juego poético que se desencadena desde una práctica situacional que irrumpe no ya con grandes puestas en escenas sino con la levedad de un trazo, de un gesto. Atravesar, en este caso, la galería con una cuerda y que rodee al edificio entero en su verticalidad, no va a cambiar nada pero (de nuevo paradójicamente) podría cambiarlo todo.
Quizá sea ahora tiempo para lo imperceptible, para implosionar la imaginación en una telúrica de relaciones, de situaciones y acciones que insinúen, solo insinúen, otro sesgo para lo real, otra impronta para el arte.