viernes, 28 de febrero de 2014

FERRÁN ADRIÁ: SEÑALES PARA CREER


Su Alteza el Príncipe Felipe haciendo la estatua o conteniendo la respiración muy fuerte.
 ARCO’14: STAND EL PAÍS
           
Sí, desde luego que podríamos dejarlo pasar, olvidarlo como una mala pesadilla, encardinarlo dentro de esas tectónicas desde las que se mueven los medios de comunicación de masas y su angustia por la visibilidad que creen merecerse. Desde luego que podríamos hacerlo, pero no lo vamos a hacer. Claro está que las oportunidades para reflexionar sobre la disolución del arte a manos del propio arte se reproducen como bacterias, pero, otorgándole la atención que el medio de comunicación trata de atesorar (en este caso El País), nos vemos en la necesidad de entrar al trapo y devolverle su propia puñalada trapera. 
Y es que sucede que de tanto en cuanto, aunque realmente es demasiado a menudo, el arte no tiene misericordia ni consigo mismo. Vale que la inmediatez tecnológica haga de la necesidad virtud y nos cuele de rondón una estetización nada difusa de los mundos de vida que, con el sambenito de la chulada, anestesie nuestra visión en un “me encanta” tan fatuo como enervante. Eso, como decimos, vale; es aceptado. Pero encima poner la cama ya es otra cosa. Cierto que el propio Adorno supo ver que “lo que el arte elabora le oprime” y que, por lo tanto, no hay que escandalizarse de lo que uno llegue a ver. Pero no quita que, a los que más o menos solemos estar al tanto de lo que se nos da a ver como arte, nos sorprendamos al descubrir una geta tan dura como para hacernos comulgar con horteradas semejantes. En todo caso, si ya lo hizo la Documenta de Kassel, ¿quiénes somos nosotros, pequeños españolitos de a pie, para no seguirle el juego al mastodonte bienalístico?
Negativamente hablando quizá deberíamos de alegrarnos de que ellos, los otros, los anuladores, los tecnócratas culturales, no se anden con chiquitas y nos lo den todo bien mascadito y a la vista. Sin trucos de magia, el secreto campa a sus anchas y a la vista de todos: es un fraude. Pero quizá suceda que en la época de la hipervisibilidad, ahora que lo vemos todo, ver lo que realmente estamos viendo es el mayor acto de fe. Y es que, es tanta nuestra libidinal angustia, que siempre estamos fantaseando con ver otra cosa. Así, adiestrados en una ideología que nos da manga ancha para hacer lo que se nos ponga en los bemoles, no comprendemos nuestra diaria esclavitud si no es a costa de elaborar una teoría de la conspiración tan abstracta como compleja: hemos llegado a tocar la pantalla del Otro y  no descubrimos sino nuestro careto de imbéciles frente a una pantalla tragándonos todo tipo de sandeces. Así las cosas la única solución es invocar a un Otro del Otro, hacer depender la realidad de una conspiranoia donde, a ciencia cierta, se oculta el secreto más oculto de todos: aquel justamente que, por inversión ideológica, está frente a nuestros ojos. Es decir, y aclaro para los no iniciados en la cosa psico-dialéctico-negativa: no hay ningún saber oculto, no hay conspiración que trace los meandros del arte (ni del arte, ni de la democracia, ni del saber de la libertad, etc): el fraude está a la vista de todos. La ideología estética es aquella que, en este reino de cínicos, sabe que la mentira nunca será descubierta y que, por lo tanto, se afana en ponerla delante de nuestros ojos. Nunca antes como ahora se ha hecho más realidad lo del rey desnudo.

Después de contener la respiración, su Alteza sonríe: ha descubierto que Adriá habla muy en serio.
           Algo parecido es la labor de Ferrán Adriá: la mejor manera de pasar de rondón una sandez es dotarla de Gran Teoría. La cosa tiene su gracia porque, en esta economía que glosa la labor del entrepreneur como arquetipo del nuevo sujeto ilustrado -aquel que no sabe nada más que como sobrevivir en la jungla liberal (¿hace falta algún otro saber más específico que ese?)- Adriá ha conseguido lo (casi) imposible: convencernos de lo que lo suyo, la cocina, es arte.
Si el emprendedor es aquel nos ofrece una nueva necesidad camuflándola además de mercancía, ¿no es el artista de esta época epilogal de la historia aquel que más rápido hace correr el camelo de que lo suyo es, de verdad, arte? Ferrán Adriá está en la misma corriente de los Koons, Murakami o Hirst: empresarios, ascetas del show-bussines que nos convencen de lo imposible: que sus cosas, sus tiburones en formol, sus dibujos de manga o sus conejitas de playboy son, de nuevo de verdad, arte.  
Pero la clave está en discernir bien a las claras que quiere decir cada uno con ese “de verdad”. Y es, precisamente, en este intento, que la normalización ideológica a la que antes hemos aludido -y su novísima capacidad para, justo cuando no hay nada más que ver, creer estar (porque así lo deseamos) viendo otra cosa- se convierte en  la llave maestra capaz de desvelar los misterios insondables del arte del señor Adriá. Veámoslo a ver si tengo razón o no…
Señala Danto que la diferencia entre Duchamp y Warhol –diferencia sobre la que cifra la necesidad de tomar las latas Campbell y no el urinario como principio de una nueva epocalidad para el arte, el arte en su dimensión posthistórica- estriba en que, habida cuenta de que la institución-arte no estaba del todo definida a principios de siglo XX, Duchamp no está bien seguro de que lo suyo fuese arte (lo que contaba para él era la acción anarquista y destructiva de desvelar los mecanismos internos al concepto de arte), mientras que Warhol se sabe artista desde antes de ponerse a maquinar: el juego de los indiscernibles sobre el que se asienta la reproductibilidad infinita de sus latas Campbell remite a que la propia pregunta por aquello que es arte ya no tiene sentido. Es decir, Warhol se sabe artista desde el mismo momento en que el ámbito del arte es destruido: ahora la misma existencia de las cajas de Brillo como obra de arte, remite a su concepto de obra de arte.  Desde ese sesgo hegeliano desde el que trabajaba Danto, con Warhol, por fin, existencia y concepto coinciden. Algo parecido podría decir Rancière (si es que lo llega a decir algún día): el régimen estético del arte es aquel donde la propia obra de arte establece sus condiciones sensibles de posibilidad para ser tomada como obra de arte; construyéndose sobre un reparto de lo sensible novedoso, la obra de arte adquiere la posibilidad de ser llamada obra de arte.


Pero hete aquí que el reino del espectáculo consigue que toda relación quede cifrada en una relación especular entre imágenes y que la propia epocalidad histórica del arte sufra de este síndrome invertido: lo que Danto dice que es el cierre epocal posthistórico no es sino el momento álgido para que la propia historia del arte deshaga el camino andado. Sobre los zapatones del régimen espectacular y especular propuesto por la lógica económica, el arte rastrea como un nuevo demiurgo su propia historia para comprenderse como mayúscula bufonada. En el desenvolvimiento de su nueva historicidad –warholianamente acaecida- el arte se topa con el régimen especular de producción hipercapitalista ofreciendo a ver lo otro –su inversión- de la historia a la que se creía destinado.
Lo mismo que la interpretación de Danto es sabiamente corregida por Hal Foster al proponer el concepto de “acción diferida” (de marcado acento freudiano) como palanca de cambios desde donde comprender mejor la historicidad del arte contemporáneo, es esa misma acción diferida la que, transida por un diferir ahora especular, propone un retorno no ya amparado por las nuevas condiciones económicas (aquellas que median entre el capitalismo de principios de siglo y la era postfordista) sino atravesado por el propio régimen del espectáculo sobre el que es apuntalada la economía del mundo-global. Lo que vuelve entonces en este diferir de las diferencias bajo la paranoia del espectáculo capitalista es lo reprimido, lo no-sido de la potencial historia del arte en la era de su posthistoria.
Si Foster comentaba que la acción diferida supone una actualización de la mano de una razón utilitarista y capitalista ya, como si dijésemos, a la altura de las circunstancias, este mismo diferir que media entre la época del capitalismo sesentero hasta el espectáculo de nuestros días deja paso no ya una reactualización de las fuerzas productivas que cosifican el momento ingenuo del primer acontecimiento (el duchampiano) y lo cosifican, sino una inversión según una lógica ideológica mucho más perversa: aquella que no se contenta con cosificar y reificar posibles potencialidades utópicas, sino que se divierte con nosotros, juega con nuestra inscripción en la pantalla-ideológica, haciéndonos ver algo cuando no hay nada y que, sobre todo, nos hace creer estar viendo algo cuando, a decir verdad, estamos al cabo de la calle de que todo es indigesto bluf donde no hay nada que ver.

                              Lo más interesante de lo que se pudo ver, sin duda. 
Así las cosas, y perdón por esta digresión pelín compleja pero que creo fundamental para comprender lo que viene, la “obra” de Ferrán Adriá, creo yo, habría que referirle al momento epilogal de esta posthistoria invertida del arte: ahí donde el artista, creyéndose –y de verdad siéndolo- el más listo de la clase, se contentaba con ganar millonadas ofreciéndonos cápsulas de esa “nada que ver”. Sabiéndose cualquier cosa menos artista, los anteriormente nombrados Koons o Hirst, copaban una institución-arte que a duras penas podía aguantar la risa.
Total y resumiendo: si los popes de la cosa teórica articulan una diferencia entre Duchamp y Warhol cifrada en un “saber” en relación a la institución-arte, el nuevo diferir que media entre Warhol y sus discípulos nacidos ya en plena era del espectáculo marca un nuevo indicio con el que desvelar a nuevos falsificadores: aquellos que no saben todavía que lo suyo es mera bufonada chamánica, mera morralla enfangada en un ver como anestesia contra la dosis nihilista que nos abnega. ¿Qué a quien me estoy refiriendo con eso de “nuevos falsificadores”? Al señor Adriá, por supuesto. Y es que el tío, estoy seguro, se cree a pies juntillas lo que es solo una fábula consensuada: que el arte es aquello que sucede dentro de la institución-arte, que los artistas son aquellos que creen en el arte y que, por ende, son los destinados a hacer arte.
Sí: el señor Adriá en un bulo con patas, el señor Adriá es aquel que todavía piensa que el rey no va desnudo, cuando lo cierto es que, por una parte, el rey va efectivamente desnudo, y, por otra, el arte es la patraña, el cuento que nos contamos todos para disimular que el traje que lleva es preciosísimo. Sólo aquellos que siguen creyendo que su cuento es superimportante son los que, como el señor Adriá, se creen artistas: aquellos que nos tiene que contar algo fundamental, axial para nuestra existencia diaria, cuando, ya se ha demostrado por activa y por pasiva, nada es tan importante como el guardar la compostura y no partirse de risa. Reconozco que es difícil: suele decirse de los artistas de hoy en día, para denostarlos, que "no se lo cree ni él"; pero lo cierto es que el régimen especular funciona a la inversa: es precisamente aquel que se sabe un mercachifle, un impostor de tomo y lomo, quien puede ser tildado de artistas, mientras que a aquellos que como el señor Adriá se lo toman muy en serio -se lo creen- se les suele ver el plumero de lejos: nada asusta más que artista profetizando de sus fundamentales -y fundacionales- hallazgos.  
Es decir: si el arte sabe que sabe pero calla y disimula, el señor Adriá no sabe que lo que cree saber es precisamente lo que ya no viene a cuento, lo que ya no es posible contar: que el rey va vestido de manera impecable. Solo el que alguien, realmente, siga pensándolo es para partirse la caja. Como se ve, el efecto es el mismo: pero mientras Adriá cree saber, el arte aparenta saber –y es, precisamente, ese saber aparente el saber necesario para, en estos tiempos de lógica espectacular, dejar el secreto a buen recaudo.
Pero, podrá achacárseme, ¿cómo sabe usted que el señor Adriá cree saberse un verdadero artista?, ¿por qué el señor Adriá se sabe artista –cuando realmente es cocinero- y Hirst no se cree artista cuando realmente es artista? Muy sencillo: porque la profundidad con que dota a sus “documentos” dan cuenta de un interés real –esta es la palabra clave- por los asuntos que se trae entre manos. El tiburón en formal, los manga, las conejitas de playboy, son mayúsculas chorradas encumbradas a joyas artísticas precisamente por su carácter de clara falsificación y eso, antes que nadie, lo sabe el propio artista: disfruta con su impostura, es precisamente su carácter de impostor –su nadería fáustica- lo que le hace merecedor de erigirse en figura totémica del arte en la era de su reproductibilidad espectacular. 


Pero Ferrán Adriá sigue en la inopia, cree que lo suyo es arte porque se interroga sobre asuntos que deberían importarnos sobremanera, es decir, importarnos tanto como a él: “¿qué es cocinar?”¿hace falta fuego?” “¿cocinan las abejas para nosotros?”. O cuestiones más fundamentales aún como ¿cuándo tú quieres que sea cocina, es cocina?, ¿es un sorbete de frambuesa una elaboración cocinada? Y, sobre todo, la cuestión que me lleva rondando la cabeza más de una semana: “¿cuándo calentamos una pizza al horno estamos cocinando?” A lo que solo cabe contestar con encogimiento de hombros y al devolver pregunta por pregunta: cuando un tipo se interroga sobre estas cuestiones y cree que el arte es su medio apropiado, ¿ante quién estamos, ante un genio visionario, ante un farsante o ante un menda que no se entera de nada? Yo, personalmente, me decanto por la tercera posibilidad.    
En definitiva, a Ferrán Adriá le falta solo una cosa para ser el artista vivo más importante del momento: no creer nada de lo que dice y saber que sus chorradas son justo eso, inmensas chorradas. ¿Podría llegar, algún día, a realizar ese salto? Creemos que no, pero sería harto saludable, un simple giño de ojos como diciendo “chavales, es imposible que no os partáis de risa con estas mamarrachadas”. Lo cierto es que estamos a punto de creerle, pero, como Santo Tomás, ¡¡necesitamos más pruebas!! ¡¡Adriá, no nos dejes, eres el puto amo!! En otoño parece ser que habrá otra exposición suya en la Fundación Telefónica de Madrid. Será estupendo, otra oportunidad para creer

jueves, 20 de febrero de 2014

ARCO'14: APUNTES PARA UNA FERIA


ARCO'14: IFEMA MADRID 19/02/14-23/02/14

        Entre la alegría benevolente por la reducción del IVA y los ecos que todavía colean por aquello de los premios RAC y sus consecuencias, el arte español está de lleno enfrascado en su semana gloriosa, cuyo acontecimiento neurálgico es ARCO y a partir del cual se han venido construyendo otras ferias de menor calado pero que suman a la hora de eso tan difícil de hacer por estos lares: remar en la misma dirección.
        Remar, se nos dice machaconamente, para sacar al arte español de la crisis perpetua en la que está, para que sea conocido en el extranjero y para que la gente, nuestros queridos conciudadanos, sepa al menos que el arte sigue vivo un año más. Que lo logre es algo que a decir verdad no sabemos. O sí, quizá sí si pensamos un poco: ARCO no va a sacar al arte español de su catatónico estado de coma inducido, el arte español –tengo para mí- está infravalorado en el extranjero pese a su más que notable calidad, y, por último, al ciudadano de a pie se la trae al pairo si hay algo parecido a una feria de arte o no. Lo mismo que a mí, pongamos al caso, me es indiferente si hay una feria de compra-venta de sellos o una feria de ganado.
        Apenas uno sale de darse la panzada de verlo todo (o casi) en un día, un suspiro de alivio, de prueba superada, sale de nosotros; un suspiro que no sabemos muy bien si es de alegría o de tristeza. De alegría por haber podido acudir y quizá también de cierto pesar por lo plano de un recorrido que seguro seguro nos ha hecho perder de vista algo interesante. No sé; siempre que salgo de ARCO tengo la sensación de haberme perdido lo mejor.
            Lo cierto es que, ahora que no nos oye nadie, a mi ARCO me vale últimamente sobre todo para afianzar contenidos (artistas sobre todo nacionales que has visto, descubierto, olvidado, vuelto a descubrir, etc) y para darme una vuelta en profundidad por el Focus y el Opening, que es donde se cuece lo que más nos puede interesar del arte. Lo demás, a mí, por lo menos a mí, me sobra bastante. Lo mejor: que ya casi me puedo morir tranquilo, que he visto el stand de El País con Ferrán Adriá. El de El Mundo dedicado a Juan Garaizabal es también “asombroso”, pero el del master chef roza la astracanada. Los demás medios de comunicación, quitando un stand chiquitín de ABC, han desistido ya.
          Yendo al asunto que nos ocupa, la cosa, vista en perspectiva, ha ido bajando en intensidad en los últimos años para limpiar de polvo y paja los stands y traer sólo exclusivamente lo que lleve la pegatina de “vendible”. Es decir: fuera casi por completo todo lo que huela a net-art, o ciber-art o cosas similares, y casi también fuera incluso el videoarte: lo que queremos son cosas que se cuelguen en las paredes. En esta escalada en regresión hacia la máxima eficiencia del modelo (máxima rentabilidad, máxima visibilidad) lo que se ha podido ver en ARCO guarda perfecta sincronía con el miedo nacional, que por mucho que Rajoy diga que hemos salido de la crisis, la vedad es que no nos lo creeremos hasta que hayamos salido efectivamente de ella. Cómo mañana vamos a publicar en ‘arte10.com’ una breve reseña con todo lo que hemos visto en ARCO, ahora nos contentamos con señalar únicamente diez piezas. Son las que más nos han gustado:

1- Francisco Ugarte (Inés Barrenechea): una escultura de papel, hay varias en la feria, pero la suya es la más efímera. 

2- Mateo Maté (Nieves Fernández): entre la arqueología del saber y la pulsión de archivo.


3- Javier Arce (Hilger Modern Contemporary): ya vimos en Max Estrella los formatos grandes, pero los pequeños tienen aún más poder de sugestión.

4- María Loboda (Maisterravalbuena): se nos escapó una buen acrítica de su expo en el MNCARS, pero solventamos la falta.

5- José Dávila (Travesía 4 y Figge von Rossen): La sutileza y fragilidad del equilibrio pesado.

6- Dan Graham (Nicolai Wallner): sí, vale, uno de los grandes, pero ver una de sus piezas en directo es una experiencia.


7- Lozano Hemmer (Max Estrella): el uso más inteligente de la tecnología en el arte contemporáneo es el suyo. Aprovecho: lo nuevo de Pablo Valbuena también en Max Estrella. 

8- Chiara Camoni (Spazio A): una artista que hemos descubierto…


9- Inmaculada Salinas (Espaivisor): texto e imagen engarzadas para narrar historias mínimas.

10- John Wood & Paul Harrison (Studio Trisorio): lo más divertido de la feria, aunque solo sea para desoxidar tenía que estar aquí.

martes, 18 de febrero de 2014

ARCO: EL RETORNO REPRIMIDO DEL ARTE COMO ESENCIA DEL ARTE


           TRENTINO: Quiero un informe detallado de su investigación.
           CHICOLINI: De acuerdo, se lo diré. El lunes vigilamos la casa de Firefly pero él no salió. No estaba en casa. El martes fuimos al partido de béisbol. Pero nos engañó, no apareció. El miércoles él fue al partido, pero le engañamos; no fuimos. El jueves hubo un empate; nadie apareció. El viernes llovió todo el día, no hubo partido, así que nos quedamos en casa escuchando la radio.
                                                                         Sopa de ganso

Después de cinco años ya escribiendo sobre lo que se nos avecina, y me refiero a ARCO, a uno le entra un tedio existencial que tira pa’tras conjugado con un vértigo abismal que trata de hacer pie sin partirse la cara: otra vez, un año más, ARCO, la feria de arte, del arte español, del siempre herido de muerte arte español, … ¿Cómo decir algo nuevo de un retorno que es siempre el mismo?
            Ahora ya que la repetición es machacona, cada retorno a ARCO parece ser un retorno de lo reprimido: un encontronazo, más que con lo que el arte es, con lo que el arte no es. Escribir sobre ARCO es escribir sobre la evanescencia del propio arte y de cómo éste hace acto de presencia, precisamente, en su anual no presentarse a la cita que se le tiene preparado. Volver, retornar: para dar testimonio de que el arte ha vuelto a poner sus excusas para retirarse a tiempo.
Pero no hay, creo yo, y pese a los puristas del asunto, nada malo en esto, más bien todo lo contrario. Hay que vérselas con su ausencia para, al mismo tiempo, comprender que el arte está también –y sobre todo– ahí donde cada vez queda menos de él, ahí donde cada vez menos se le espera. ¿No puede decirse que el arte contemporáneo ha devenido la espera que llevamos todos a cabo mientras nos preguntamos si acudirá alguna vez a su cita? Me atrevo aquí a corregir, levemente, a Hegel: no es sólo que el arte sea cosa del pasado, también lo es del futuro. El arte es la espera de que alguna vez el arte reaparezca, que vuelva a ser lo que fue. El arte no morirá nunca porque la espera será infinita. El fin del arte es un acontecimiento que estará siempre a la espera.
Así, es en el carácter feriado del arte de nuestros días donde el arte evidencia su existencia esencialmente reprimida, su carácter de postrera negatividad a la espera de un acontecimiento que solo puede ser el de su disolución. Corolario de lo hasta aquí dicho: el arte es el emplazamiento que queda a la espera del propio arte y que sabemos –nosotros tan bien como él– que nunca acudirá. Mientras el arte esté retirado, mientras el arte no acuda, el fin del arte estará siempre a la espera. Y es este estar siempre a la espera el ser del arte. 


Total y resumiendo, a ARCO hay que ir, es necesario ir, para esperar, nosotros también, al arte; para esperar y, en su no presentarse, vérnoslas precisamente con la esencia contemporánea del arte. Me atrevo a decir que quienes desde premisas de pureza reniegan de esta parafernalia del arte como feria eterna, como puro mercado, son aquellos que no entienden nada: que piensan que, efectivamente, el arte solo es cosa del pasado y que hasta que éste no vuelva lo mejor es quedarse en casa oyendo el serial.
La feria de arte, ARCO en este caso, evidencia el carácter reprimido del arte. Nunca nos toparemos con el arte porque éste ha sido sublimado: para no desquiciarnos en la espera sin fin, hemos obturado en las premisas desde las que comprender el arte para referirlo a una desquiciada repetición pulsional. La repetición, también aquí, de un retorno que es siempre el mismo y que remite a la sintomatología postmoderna del hacer como si cupiese la posibilidad del encontronazo, como si, incluso, nos hayamos dado con él de bruces. Y es que el arte tiene tan buen gusto que no lleva la contraria a quienes dicen haberlo visto por los pasillos de la feria. El arte, y esto es verdad, está muy bien educado.
La clave puede estar en que, igual que Chicollini en “Sopa de ganso”, no damos nuestro brazo a torcer: simulamos estar vigilando a alguien –esperándole– cuando lo cierto es que solo estamos pendientes de un triste partido de béisbol. Pero, ¿no es en el ir y venir del partido donde la vigilancia y espera tiene pleno sentido? Hay todavía quien reniega de la feria de arte porque piensa que se trata solo de un “parido e beisbol” sin percatarse que es solo yendo al partido donde se puede vigilar al arte de cerca, aún sabiendo que éste nunca irá al partido. ¿Paradoja?

jueves, 13 de febrero de 2014

PAULA RUBIO INFANTE: LA CONDICIÓN HUMANA


 PAULA RUBIO INFANTE: RÍEN LOS DIOSES
GALERÍA PAULA ALONSO: 22/01/14-26/03/14

Si algo cabe decir del arte de Paula Rubio Infante es que está hecho desde el estómago. Sin  gestos para la galería, sus propuestas exudan aquello que debería ser el sustrato proteico de todo arte: proponerse como instancia contra lo hegemónico, contra este poder tardomoderno que llevamos todos instalado en nuestra propia psique. Y es que, por muy difícil que nos sea zafarnos de la “astucia de la razón”, hay un hecho innegable, un dato originario del que debe de partir el arte en estos tiempos hiperconsensuados: el reguero de sin razón que la propia razón deja a su paso, el poso de sufrimiento que la propia razón trata de sepultar y olvidar.
De ahí que Paula Rubio siga un único leitmotiv: sacar a la luz lo silenciado, lo olvidado, lo que –nos dicen– no debe importarnos ya. Y de ahí, también, que lo suyo sea lo otro de la razón, lo otro de lo que se da por válido, lo otro de lo que se toma por costumbre y regla general; el otro lado de los que han salido victoriosos.
Para desmontar el principio lógico de la razón occidental Rubio Infante ha acudido varias veces al rito, al sacrificio iniciático por el cual la comunidad expurga y da cumplimiento a esa lógica imposible sobre la que se erige la justicia: dar a cada uno lo suyo. Valiéndose por ejemplo del rito de la matanza del cerdo o de la caza como lugares comunes de nuestra realidad social, Rubio Infante hace aparecer el resto excesivo de toda socialización y de toda realidad. ¿Cómo dar a cada uno lo suyo si yo, para ser yo, he de tomar lo del otro? No hay, es imposible que lo haya, nada parecido a una justa medida, pero el acto sacrificial trata de mediar una restitución, una equivalencia capaz de hacernos soportable la injusta realidad.
Pero, habida cuenta de que tal resto excesivo le ha servido a la realidad para operar la barbarie como ratio essendi de su ser racional, la cosa no se ha quedado ahí, en una ritualización capaz de anestesiar la sed de simbolización imposible. La cosa, más bien, ha tomado tintes violentos y ha tratado de expurgar lo otro simplemente aniquilándolo, dejándolo en la cuneta. De ahí que Paula Rubio también se haya preocupado por esa parte de nuestra historia –¿y cuál no lo ha sido, cabría también preguntarse?– donde la ignominia y el asesinato han campado a sus anchas. No ya un rito para resimbolizar lo excesivo, sino silenciarlo; no ya el reiniciar el tiempo de la fiesta, sino el forzar al otro a un tiempo nulo, a un silencio eterno y de muerte.


Ahí quedan obras de gran potencia como “Come mierda”, “Los trapos sucios se lavan en casa” o “La luz se propaga en el vacío”. Si no fuese porque el tinglado artístico “necesita” seguir llamando “joven promesa” o “emergente” o chorradas semejantes a artistas como la que nos ocupa, seguro que desde hace ya tiempo diríamos de Paula Rubio Infante que es una potentísima artista.
En esta ocasión, la primera exposición en la Galería Paula Alonso, la artista madrileña continúa abriendo en canal a nuestra despótica razón para enfrentarla no ya a sus restituciones simbólicas o a sus terribles injusticas, sino señalando ahí justo donde la razón misma es incapaz de tomar la palabra, donde balbucea y apenas atina a dejar entrever un poso de irracionalismo en su construcción. Porque, si antes nos referíamos a la justicia como el dar a cada uno lo suyo, ¿qué pasa cuando a uno no hace falta darle nada pues él ya posee “de sobra”?, ¿no es ese “de sobra”, ese “andar sobrao”, una desmedida, un exceso con el que ha de cargar y que le puede hacer inviable el mero hecho de vivir?
Los dioses ríen, porque han otorgado a alguien la condena más pesada: el portar una desmesura cuyo efecto es la locura, el situarse fuera de los límites de la medida de la razón. Hybris llamaban los griegos a tal pasión exagerada, una desmesura que era tenida como la principal falta. Razones, por otra parte, no les faltaban: el que pecaba de hybris rompía el juego de las medidas sobre el que se asentaba la comunidad, reclamaba para sí más destino que el que los dioses le habían entregado, quería más, no se conformaba con su parte, con lo suyo.
Es en esta línea en la que hay que entender, creo, el trabajo desplegado por la artista y su forma de enfrentarse a las pinturas de Manuel Delgado Villegas, “El Arropiero”, el conocido como el mayor asesino en serie de la historia española. Y es que el interés de Paula Rubio nunca ha estado en comprender ni en restituir, sino en hacer aparecer –otra vez– el resto de un exceso, la turbulencia de una vida que se explica solo por mediación de lo inexplicable: un reparto y un exceso, una desmedida. Paula Rubio se enfrenta al asesino no para explicar unos hechos, no para rememorar unos acontecimientos, no para realizar el enésimo documental que nos explique y aclare las cosas: se enfrenta para hacer aparecer lo incomprensible, para hacer surgir no ya una justificación maniquea sino para hacer emerger una razón-otra, una locura que no basta con encerrar en manicomios para silenciarla. Se enfrenta para hacer patente que, pese a las apariencias, no hay manera humana de explicar una razón que sabe de sus tropelías para, precisamente, salvar las apariencias.
El padre de la artista, trabajó como funcionario de prisiones en el Psiquiátrico Penitenciario de Carabanchel desde el año 1973 hasta su cierre definitivo en el año 1985. Allí tuvo trato con “El Arropiero” y, sabiendo de su interés por el dibujo, le hizo llegar un cuaderno para dibujar que después éste le regaló y que ha permanecido desde entonces en casa de Paula Rubio. Son estos dibujos, que forman parte del imaginario biográfico de la propia artista, los que sirven de “excusa” esta vez para adentrarse en los secretos de lo otro de la razón, de lo excesivo siempre de una razón que nunca es quien dice ser.
El propio asesino “sabía” de su “pecado”: el estar marcado por los dioses por un exceso inasimilable que le hacía la vida insoportable. Tal exceso venía en su caso dado en forma de trisomía XYY –síndrome del superhombre–, considerada durante años como causante de comportamientos agresivos y cuya cura, por imposible, hacía pertinente su reclusión de por vida en cárceles-manicomios. 


Casi, pudiera decirse, que el propósito de Rubio Infante es marcadamente orteguiano: y es que si nuestro ilustre pensador tuvo como meta de su reflexión desvelar las imprudentes temeridades que practicaba una razón que al descubrir su frontera, allí donde se elevaba la sinrazón, no se andaba por las ramas y trataba de conquistar y ampliar tal frontera a golpe de exacerbado racionalismo, nuestra artista, con un mismo proceder, comprueba magistralmente como la razón opera violentamente para imponer el reino de la identidad allí por donde pasa.
En este caso, la razón moraloide, inoperante para siquiera comprender su gran otro, solo sabe de una estrategia: el olvido, el silencio, la amputación radical. De hecho, no sabiendo –literalmente– qué hacer con “El Arropiero”, las autoridades (aquellos en quienes descansa el primado maquinal de la razón igualitaria) le declararon preso “inimputable”, su expediente se perdió y nunca fue juzgado, pasando el resto de su vida ahí donde se envía a los que sus excesos les hace prohibitivo tomar la palabra, tomar parte en el reparto.
El propósito de Rubio Infante también hay que vincularlo con el intento de resignificar lo que la tradición ha venido en llamar “art brut” o “arte marginal”. No ya, casi de forma despectiva, el arte de los locos, un arte simpático por su venazo exótico, sino una forma artística con valor en sí mismo, con el valor de –sin mediación ni conceptología alguna– adentrarse en los terrenos dubitativos de lo irracional, de lo que peca de exceso y no hay razón que lo logre domesticar.
Así, las piezas construidas por la artista pueden ser comprendidas como vías de acceso, intentos de comunicación con un “más allá” de la razón sin por ello anestesiar su radical potencia desmedida. Las piezas de Rubio Infante por tanto monumentalizan la disgregación que la propia razón trata impunemente de silenciar; se erigen como dispositivos fronterizos que, desde el “más acá”, envían una sonda, un mensaje en busca del destinatario perdido. En definitiva, es casi frente a las carcajadas de los dioses que nos observan en nuestra diaria desventura que Paula Rubio trabaja sin duda en un esfuerzo titánico: el de tratar de rebelarse contra el destino y establecer comunicaciones perdidas, el de restablecer una nueva medida no ya atenta a lo dogmático de una razón que impone la “ley de la frontera”. Sabemos es imposible, pero, ¿qué es el arte sino rebelarnos contra los imposibles de nuestro destino?

viernes, 7 de febrero de 2014

MARLON DE AZAMBUJA: LA CIUDAD DISTÓPICA



MARLON DE AZAMBUJA: BRUTALISMO
GALERÍA MAX ESTRELLA: 25/01/14-15/03/14

A lo largo de su carrera, Marlon de Azambuja se ha desvelado como un inteligentísimo artista capaz de reflexionar con sutileza y potencia acerca de las relaciones performativas entre el individuo y la ciudad, además de pensar las condiciones productivas del propio arte en su relación –contenido/contenedor con el museo-fetiche. Para ambas estrategias, la arquitectura hace las veces de epicentro, basculando como resorte desde donde reflexionar acerca de las nuevas condiciones de habitabilidad y productividad del sujeto moderno.
Estos intereses –la relación entre individuo y arquitectura– son en esta ocasión llevados hasta el límite para proponernos, sin paliativo alguno, la experiencia urbana por antonomasia en esta época de crisis epocal: la de la demolición. Estamos fundados sobre un modelo para armar del que solo cabe una premisa: andarnos con pies de plomo, guardando un extraño equilibrio inestable.
Pero esta demolición no remite únicamente al estatuto de la ciudad tal cual, sino que se proyecta sobre la red de relaciones transversales sobre las que ha ido sedimentando su otrora poder. En este sentido, el cariz utópico de la ciudad, el mapeado urbanita como representación mimética de la construcción autónoma del sujeto, es lo que, se mire por donde se mire, está por los suelos.
Jameson, al final de su celebérrimo libro sobre la lógica cultural del capitalismo avanzado, sentenció y profetizó que la posibilidad del “nuevo arte político” –allá por un lejanísimo 1984 vendría de la mano de urdir la posibilidad de confeccionar nuevos mapas cognitivos: imaginar nuevas formas de representar nuestra relación mediática con la totalidad ideológica en la que estamos sumidos.
Con mapa cognitivo se refería a la representación de una relación: la del sujeto con el todo de sus formas de relación. Si esta representación esta mediada ideológicamente –como sostenía Althusser de lo que se trataría sería de ser capaces de imaginar otras relaciones entre el sujeto y sus condiciones reales de existencia. Es decir: trazar otra cartografía, otras coordenadas topográficas desde donde restablecer el mapeado cognitivo.



No obstante, la candidez con que Jameson zanjaba el tema en un par de páginas no era sino síntoma de una situación que, por otra parte, no ocultó: la imposibilidad, para el sujeto postmoderno, de construir ningún mapa. Es decir: no tenemos forma de orientarnos, ni espacial ni temporalmente; no hay posibilidad de tomar distancia, no hay momento de verdad alguno salvo la de sabernos incapaces de nada más que no sea quedarnos quietecitos, ante cualquiera de las pantallas que pueblan nuestra videosfera, simulando esperar algo que, sabemos a ciencia cierta, nunca ocurrirá.
Sin embargo, lo que nos propone de Azambuja no es una reinterpretación de aquello de que el mapa no es el territorio sino, más bien, un atisbo de que, aquello que dijo Jameson, es inviable. Quizá siempre lo ha sido, pero si desde hace ya un tiempo se oyen voces clamando por pasar la página de la posmodernidad como relato hegemónico es porque, sin duda alguna, las cosas han cambiado para peor: no nos cabe ya ni la inocente posibilidad de creer en lo imposible.
Como muy bien dice Carolina Castro –y si lo dice ya ella no lo vamos a repetir para decirlo sin duda peor– en la hoja de sala, “los grandes arquitectos del mundo han erigido no sólo grandes masas de cemento, ladrillos y materia; también han proyectado un gran cúmulo de ideologías –en muchos casos utópicas que han fijado en la conciencia colectiva modelos de pensar y habitar el mundo”. Nuestra tragedia, la que –según yo entiendo nos muestra Marlon de Azambuja, es que aún en la demolición, en la deconstrucción de cada elemento con que están hechos nuestras ciudades y nuestros sueños, no somos ya capaces de imaginar nada. No hay modo de habitar el mundo que no sea en el que hemos sido adiestrados con perversa solvencia.
Pero, por otra parte, ¿de qué nos quejamos?, ¿no es la Modernidad sino el intento denodado de olvidar cualquier plano y manual de uso, de regirnos únicamente por una novedad sobre la que ya no hay modo de obviar el hecho de que aquello de la reintegración/superación dialéctica no es sino una pamema de la que siempre sale victoriosa una razón hegemónica y violenta? Nos hemos esforzado por olvidar, por silenciar el oprobio, y ahora nada nos gustaría más que rearmar el edificio de nuestros deseos. Ufanos de nuestro destino, tiramos las instrucciones a la basura y ahora no sabemos cómo solventar el despropósito.   
Así las cosas, caminar por esos baldosines no es sino plegarnos a nuestra única posibilidad: la de la nostalgia por un tiempo en el que, quizá inocentemente, pero “cabía la posibilidad”. Las formas suprematistas con que nos encontramos en el recorrido, los cuadrados y círculos de Malévich, no son sino metáforas de nuestra imposibilidad: sabemos que ya no hay nada bajo las apariencias pero, aún así, negamos cínicamente nuestro saber para agarrarnos melancólicamente a algo que no sea el desierto de lo real al que somos arrojados.


 
El panorama es desolador, pero la misión del arte en estos tiempos de catástrofe es hacer patente el fracaso. Quizá entonces la estrategia no sea sino la opuesta a Jameson: no tratar de imaginar nuevos mapas sino enfatizar el hecho de que cualquier representación está ya de antemano sojuzgada por las fuerzas ideológicas del capital. Quizá lo más trasgresor en estos tiempos sea coger una silla y, en ese panorama inestable que nos dibuja Marlon de Azambuja, sentarnos y ponernos a pensar. Quizá esa sea la posibilidad siempre denostada debido a su calificativo de reaccionaria por algunos: pensar sin esperar que bajo las apariencias aparezca paraíso alguno, sin esperar nuestros deseos se cobijen en utopía alguna. ¿Cómo pensar con tal desazón en el cuerpo?, ¿cómo pensar la decapitación del pensamiento mismo?
Por último: ante la deriva de la ciudad como emplazamiento utópico desde donde observar su propia destrucción, David Harvey, en “Ciudades rebeldes”, se pregunta: “¿existe una alternativa urbana, y en tal caso, de dónde podría provenir?”. Quizá, aún con todo, no haya que preocuparse en demasía y, al final, no tengamos que diseñar alternativa alguna. Pronto, muy pronto, el crédito volverá a fluir, nos saludaremos de nuevo encantados de habernos conocido, haciendo gestos con la cabeza de que, el fin y al cabo, no había razones para tal poso de negatividad, que no había razones para exposiciones como está. La paradójico de todo esto es que no dejamos de desear llegue cuanto antes ese momento
Si esta exposición se nos antoja como urgente es porque, antes de que el capitalismo nos infrinja nuevas esperanzas, se hace necesario darnos de bruces con los requerimientos ideológicos a los que somos y seremos sometidos. Darnos de bruces con que no nos cabe esperar nada más que nada porque hemos olvidado como desear no es un fracaso: es lo más cerca que podemos estar de lo real.