viernes, 12 de diciembre de 2014

FRANÇOISE VANNERAUD: ENTRE EL PAISAJE Y EL TERRITORIO. PASAJES DE LA MIRADA


FRANÇOISE VANNERAUD: INSIGHTS OF PASSAGE
GALERÍA PONCE+ROBLES: 15/11/14-16/01/15

                Hasta el día 16 de enero puede verse en la galería Ponce+Robles la individual de una de las jóvenes artistas con mayor presente y futuro del panorama artístico madrileño: Françoise Vanneraud. Asumiendo el dibujo como práctica nuclear, la artista de origen francés construye un discurso absolutamente maduro y centrado en torno a un mirar –y sobre todo a un ‘pasar a través’– capaz de traslucir las mecánicas ideológicas implicadas en hacer de todo paisaje un territorio.
 
Aunque no es nuestra estrategia preferida, la ocasión merece ir directos al asunto. Y es que creo no mentir al decir que son pocas las ocasiones en que la madurez artística se muestra de forma tan radical como en esta exposición de Françoise Vanneraud (Nantes, 1984) en la galería Ponce+Robles de Madrid. No sabemos si hasta el límite de proponer un antes y un después en referencia a esta exposición, pero lo que sí que es cierto es que todos los engranajes que ya habíamos comprobados funcionaban en el conjunto de su obra, asoman ahora brillando con asombrosa madurez.  
Si desde luego a Vanneraud no la creíamos ni lo más mínimo al asegurarnos que era dibujante, es después de esta muestra que hacerse pasar por dibujante –así a secas sin apellido alguno– no puede ser sino una trola y además de las grandes. Y es que pensamos que ese núcleo socio-político que hasta ahora era obvio y patente pero que quedaba siempre o bien demasiado oculto o bien demasiado a la vista, es ahora subrayado con esa brutal sutileza solo permitida a unos pocos, aquellos que han progresado en su técnica, que se han empeñado en repetirse una y otra vez ensayando novedosas formas de decir lo mismo. Porque, no nos engañemos: el arte, dependiendo todo su potencial del modo en que se diga, tiene bien poquitas cosas que decir. Es decir, no hay novedad y diferencia que no se haya ya, de alguna manera, dicho. Quizá todo dependa de, como señala Juan Francisco Rueda en la hoja de sala, de la palabra tensión.


Para decirlo más claro: si Vanneraud dice ser dibujante como una mera excusa para empezar a hacer –pues por alguna parte y de algún modo hay siempre que empezar–, ese universo crítico-expansivo que anima sus dibujos queda organizado ya de manera magistral alrededor de tal práctica. Todo remite, en esa tensión a la que hemos aludido, alrededor de unos dibujos que obturan de manera ya muy precisa entre lo que son y lo que no son, entre lo que apuntan y lo que silencian: es decir, entre el paisaje y el territorio. Porque este es, sin ningún género de dudas, la matriz explicativa de toda la práctica artista de Françoise: señalar al paisaje cuando lo que está dibujando es un territorio y, viceversa, mostrarnos el territorio cuando lo que se ve es un paisaje.
Así, lo suyo es un verdadero “pasaje” a través del dibujo para descubrir como nada es lo que parece: ni paisaje ni territorio, sino una extraña simbiosis que fluctúa entre lo social, lo político y lo antropológico, y cuyo resultado solo puede ser uno: la tragedia y la barbarie. Si su dibujo se trasviste con asiduidad hasta el límite de parecer otra cosa, no es por mero capricho accidental de la artista, sino por la puesta en claro de una ejecución que siempre necesita exceder los cortos resortes del encajonamiento que parecen desear las disciplinas estéticas.
La pieza central de la muestra (Travesía) no es sino un claro ejemplo de este buen hacer de la artista francesa que tratamos de subrayar. Así, si la expansión que sufre el dibujo y su conversión en instalación no es un simple “salirse del marco” es porque solo así, saltándose los cánones perceptivos del dibujo, puede, como en este magistral ejemplo, presentar todo aquello que un dibujo es incapaz de hacer: es decir, mostrarnos el infrafino donde paisaje y territorio se comunican. Vanneraud dibuja algo a medio camino entre el paisaje y el territorio pero que solo nosotros, “pasando” a través de él, pisando y chascando esos azulejos, somos capaces de hacer ver la diferencia. Ya no es una simple cuestión de interacción boba, no es cuestión de completar la obra como quien pulsa un botón y el mecanismo se pone en marcha. Es mucho más que eso: es que nuestro “pasar a través” nos pone en conocimiento con determinadas realidades que todo paisaje, en su ilustrado ser pintoresco, oculta.


Nuestras pisadas entonces no hacen que los azulejos simplemente se partan: nuestras pisadas son la huella repetida de un pasar que nunca es inocente, que siempre trata de apoderarse de lo que ve, que siempre intenta –en definitiva– convertirlo en territorio y conquistarlo. Nuestras pisadas, podríamos decir, hacen que salgan chispas, unas chispas que irán construyendo a lo largo de los días que dura la exposición un territorio metafórico capaz de revelar como esa idealidad candorosa que llamamos paisaje simplemente no existe, que es una simple manera de mirar alrededor.
Pero de entre todas las causas y efectos que se entrelazan a la hora de esa conversión –casi transfiguración– del paisaje en territorio, a Vanneraud le interesa sobre todo un aspecto: el que remite a la inmigración. Y es que en la inmigración se condensa toda la red de significados ocultos con que todo territorio carga. En el fenómeno (y sobre todo en la tragedia) de la inmigración, ese infrafino al que antes hemos aludido salta por los aires haciendo inviable toda posible mediación. La inmigración acentúa el carácter de antagonismo con que la ideología cubre ciertos ámbitos para diferenciar la interioridad de la exterioridad, el adentro del afuera. La inmigración, en definitiva, hace patente que siempre habrá alguien para quien el paisaje solo será eso, paisaje, y que siempre habrá otro para quien el paisaje solo puede ser territorio.
Piezas del potencial de Terre de départ o de Spiaggia dei conigli dan cuenta de esta honda preocupación de la artista por el fenómeno de la inmigración. En la primera obra diferentes fotografías de los Pirineos van simulando un camino que, en su no coincidencia, en el pegado defectuoso con el que crea una falsa continuidad, borra paulatinamente la belleza del paisaje para sacar a la luz una experimentación traumática: la del posarse de una mirada –la del espectador– que en el recorrer ese camino sinuoso, en el trompe-l'œil que supone cada falsa sutura, hace emerger la infinidad de tragedias que han acontecido en esos parajes tratando de, tanto en un sentido como en otro, pasar del otro lado.


La segunda pieza da cuenta de otra frontera, de otro invisible procedimiento socio-político de reconversión del paisaje en territorio. En este caso el paraje es la playa de Lampedusa: una playa de gran belleza que ahora solo puede aparecer a nuestra memoria como el lugar de una tragedia constante. Quizá aquí la historia nos duela un poco más: porque si la frontera hispano-francesa ya no es (afortunadamente) lo que era, Lampedusa sí que nos apela directamente. Es esa emotiva cercanía la que Vanneraud utiliza: porque, por mucha tragedia que sea, por mucho espacio político que se construya, ¿queremos mirar o no queremos?, ¿queremos responsabilizarnos de esos otros que habitan el otro lado de la frontera, o es simple incómoda estadística? Es decir, ¿queremos ver que quizá seamos nosotros quienes más ocupados estamos en seguir esa mecánica de la razón implicada en separar y proponer fronteras? Porque no seamos ilusos: continuar cómodamente indignados nos permite más o menos mantener una mirada “estética”, limpia, bella, placentera: seguir habitando el paisaje y no, como otros, anhelar el territorio.
Y lo incómodo de esta pregunta es, precisamente, la que nos lanza la obra en cuestión. Un ventilador levanta al azar algunas de los folios con los que Vanneraud ha dibujado el perfil de la playa. Y, otra vez, la mirada, la nuestra, que “pasa” otra vez a través del paisaje para darnos a ver lo que no queremos ver, lo que deseamos permanezca oculto: la cifra de muertos que han arribado a sus costas en el intento de, como en los Pirineos, pasar del otro lado. Es decir: la obra, el paisaje que representa, deviene ante nuestros ojos, en un instante, territorio.
Todo redunda en esa mirada, en la epifenomenología de tal mirada: ¿qué miramos, cómo miramos, que deseamos al mirar? O, y por mucho que nos empeñemos: ¿por qué nuestra mirada nunca se contenta con el paisaje y se empeña en afirmarlo, asegurárselo para sí en una mirada que lo trasmuta en territorio? Si el trabajo de Vanneraud puede calibrarse de sublime es justo por ser capaz de plantear estas preguntas: porque a través de una práctica del dibujo que en absoluto es simple dibujo, a través de provocarnos para que pasemos a través de sus “dibujos”, nos topamos con ese límite donde la mirada desbarra, donde la mirada termina por saber lo que calla: que necesita un límite, un lugar seguro desde donde seguir llamando paisaje a esos idílicos lugares tan queridos a la nuestra mirada.  

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