martes, 23 de septiembre de 2014

DORA GARCÍA: LITERATURA COMO MEMORIA DEL FUTURO


DORA GARCÍA: EXILIO
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 10/09/14-15/10/14 

A decir verdad, el relato de Poe La carta robada ha dado mucho juego. Ha dado y, por lo que se ve, sigue dando. Si el relato se había mantenido en un tímido segundo plano durante decenios, todo cambió cuando los postestructuralista le tomaron como ejemplo de lo que a la postre sería su teoría de la significación e hicieron de él paradigma preclaro de esa serie de desplazamientos sin centro fijo que erigirían en ficción llamada realidad.
Lacan y Derrida se fijaron en dicho relato (también más tarde Zizek) para intentar superar la teoría de la significación de corte sausseriano y proponer una inversión radical de los presupuestos de la relación significado/significante. De forma breve –y para evitar ‘ladrillos’ que creo nadie lee–, si para el célebre lingüista suizo el protagonismo corre de parte del significado, para nuestros héroes es el significante quien lleva la voz cantante.
El cuento narra como una carta va sufriendo una serie de desplazamientos que, en el rastro que va dejando, en su no-estar ya donde se la espera, modula y vertebra un conjunto de creencias y sospechas que colocan a cada personaje en relación a un determinado saber/no-saber acerca de la carta. Es de esta manera que el saber de cada personaje, la construcción de su realidad particular, no viene al hilo de lo que la carta diga, es decir, de su significado (de su secreto) sino que, más bien al contrario, es el conjunto de competencias y saberes en relación al emplazamiento de la carta (su significante) lo que es fundamental a la hora de construir cada uno su subjetividad, de acceder en definitiva a un ‘yo’.


            Desde este planteamiento, ¿qué es la literatura? La literatura, ni más ni menos, es el ejercicio capaz de proponer otro desplazamiento (otro envío) en la carta para operar un ejercicio disensual en ese ‘yo’ comprendido como subjetividad. Así, la literatura introduce la heteronomía en el seno de un ‘yo’ que expropia su voz para tratar de decir aquello que no ha sido dicho. La literatura es dejar hablar desde un ‘yo’ a un ‘tú’. La literatura es un exceso, un excedente de sentido respecto del que no cabe medida alguna.
            En este desarrollo se nos antoja como fundamental el comprender que la literatura no está en ningún caso llamada a encontrar la carta, a saber todo lo que hay que saber, a aprender todo del secreto –a, siguiendo el cuento, encontrar como el inspector Dupin la carta encima de la chimenea: la literatura está llamada “simplemente” a no conformarse con nuestra posición dentro de la red de desplazamientos que nos otorga un ‘yo’ determinado, a no hacer de nuestro ‘saber’ un arma de competencias y capacidades. La literatura entonces se comprende como el artilugio capaz de suplantar al secreto tratando de decirlo en su totalidad y, al mismo tiempo –y dado lo imposible de esa tal misión– ocultar cada vez más al secreto, sedimentarlo bajo una capa de envíos y reenvíos que simulan un intento –el de desvelar al propio secreto– que no puede ser sino una búsqueda condenada al fracaso. Y es que en tal búsqueda se da cuenta de un acontecimiento fundacional: que el origen, cualquiera sea el origen –la carta original– no es más que un efecto de la propia búsqueda.
Total y resumiendo: que aunque no tengamos razones para decir nada, no podemos por menos que no parar de decir y de escribir, no podemos dejar de intentar decirlo todo. Es falso entonces el famoso “de lo que no se puede hablar mejor es callarse”: de lo que no se puede hablar hay que escribirlo.
Es en esta herencia donde se inserta el trabajo de Dora García (Valladolid, 1965) de modo que el grueso de su obra trata de reflexionar acerca de los ejercicios disruptivos y nómadas que provoca la escritura, en como la escritura por sí misma es ya desde el principio un potente dispositivo político capaz de deslocación, disenso y fractura. 

Dora García y Ricardo Piglia en una conversación la pasada primavera en Argentina.

Así por ejemplo, en una pieza reciente, The Joycean society (2013), García refiere a un grupo de personas que durante treinta años ha estado leyendo el Finnegans Wake de Joyce: cada once años se finaliza un envío y se abre otro, otro que no es el mismo y que postula sentidos novedosos, trayectos diferentes, emplazamientos disensuales con lo que se pensaba estaban  encerrado en la interpretación anterior. Si, como dice Derrida, “no hay afuera del texto”, cada lectura es un ejercicio de máxima potencia política: cada lectura se abre a la posibilidad de lo que aún permanece como no dicho, se abre a la posibilidad imposible de que, al final, se diga el secreto. ¿Habrá final en la búsqueda o no lo habrá?, ¿se descubrirá el secreto o no se descubrirá?.... ¿llegará la carta a su destino o no lo hará?
Y es ahí, en esa pregunta en su versión postal, desde donde parte Dora García para articular la pieza más reseñable de esta su nueva exposición en la galería Juana de Aizpuru.
La obra en cuestión se titula ''Exilio'' y fue iniciado en 2012 como un proyecto consistente en transformar la sala de exposición en receptor y recipiente de un gran número de cartas, enviadas a la institución por un grupo variable de autores invitados. Así, la galería madrileña, como antes el Tel Aviv Museum of Art o el centro Rupert de Vilna (Lituania), se convierte en destinatario último, en receptor y recipiente de un gran número de cartas que han recorrido trayectos diferentes, franqueados en lugares diferentes, con sellos diferentes pero, todas ellas, con un secreto que referir, con un contenido que, como en el célebre cuento de Poe, no es tan fundamental como se piensa. Porque lo interesante de la pieza es, como señalaron Lacan o Derrida, la propia red de sentidos que se despliegan, su condición de desplazada, de estar a la espera de revelar su secreto.
La idea para este proyecto se la dio la lectura de Respiración artificial, libro de Ricardo Piglia donde se expone la teoría de la literatura como resultante de cartas llegadas del futuro e interceptadas por lectores que no son los destinatarios originales de las mismas. Desde este punto de vista, la literatura –irrumpiendo ahí donde ya habita una lógica consensuada y causal– será la actividad disruptiva que hace imposible que cada carta llegue a su destino, que el consenso (como una relación precisa y bien ordenada de cartas y destinatarios, de envíos y recibos) no llegue nunca a darse, que nunca llegue a concretarse un acto definitivo de significación de modo que el sentido acontezca siempre como efecto del propio desplazamiento, del propio recorrido de la carta. 


Que no llegue a su destino es suponer que el sentido está siempre ausente, siempre diferido, que, en definitiva, “no hay afuera” de ningún texto, de ninguna red de envíos, ya que el sentido es siempre un efecto del propio proceso de desplazamientos, de la propia diseminación. De este modo, suspendido el envío postal en un sentido que está ausente y que se construye como efecto del propio recorrido postal, las cartas, las cartas retenidas por el lector usurpador, están a la espera de su destino: remiten siempre a un enclave por venir, a una potencialidad suspendida en una finalidad sin fin, en una comunidad construida según la espera amparada en la desconexión causal. La literatura, en definitiva, testimonia de un emplazamiento disyuntivo que disgrega el envío del destino, el lugar de origen del de llegada.
 Y si decimos que la literatura provoca que la carta no llegue a su destino, que no se encuentre, ello es porque la literatura nos dice que la comunidad nunca es idéntica a sí misma, que el número de los que cuentan es siempre efecto de un consenso. Ese es sin duda el efecto perverso por el que Platón condenó a la escritura: porque ella, la escritura, genera un suplemento por el que la suma de las partes nunca es ya el todo. Es decir, la escritura desgaja a la comunidad de la medida con la que ha sido construida. La escritura da cuenta de ese otro que está en el exilio, esperando a ser acogido. Da cuenta de aquel que no cuenta. La escritura es, antes que nada, experiencia de exilio y de acogida.
La literatura ha de testimoniar entonces de la posible imposibilidad de encontrar la carta, testimonia de una comunidad que no es nunca la suma de las partes sino que remite siempre a su propio exceso silenciado. La literatura nos dice que todo lo que sea un llegar al destino, un decir el sentido, no es sino un efecto ideológico causado por, inocentemente, creernos haber desvelado el secreto.
Una comunidad disensual es, por tanto, aquella que se vertebra alrededor del secreto pero sin desvelarlo. Y es que el secreto, en sí mismo, no es nada: es, únicamente, la memoria futura de la posible imposibilidad de que todo sea dicho, de que todos sean incluidos, de que, al fin, hallemos todos la tan ansiada emancipación.
Mantener vivo el secreto: ese es la tarea fundamental del arte contemporáneo. Dora García, en esa labor suya de imbricación de la literatura con las formas más estéticas del arte contemporáneo, nos presenta una mesa llena de cartas enviadas y a la espera de llegar a su destino. Dicha mesa, en cuanto aún-no contenido, monumentaliza una espera, la espera en la que nos resolvamos a ser, por fin, el inspector Dupin y nos atrevamos a toparnos con la carta, a atravesar la red ideológica de saberes y no-saberes que reparte capacidades a diestro y siniestro.   
Que llegue la carta será que el sentido ha acontecido como pleno, que el secreto ha sido dicho en su totalidad: es decir, que la emancipación está ya aquí, que la literatura es ya innecesaria. Obviamente, la carta no alcanzará, en esta tesitura, nunca su destino…pero habrá que seguir intentando, no olvidar por lo menos la pregunta, no dejar de mandar cartas aunque solo sea para no olvidar la dirección. Habrá que seguir, como ya hemso señalado, escribiendo, siempre desde nuestar condición de exiliados.

1 comentario:

  1. magnífico texto sobre una exposición verdaderamente insufrible y de una pedantería insoportable.

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