viernes, 31 de enero de 2014

RUI CHAFES: LA REALIDAD COMO SECRETO



RUI CHAFES: LA SOMBRA DE GIORGIO DE CHIRICO
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: hasta 08/02/14

En “Blanco nocturno”, Ricardo Piglia le hace decir al inspector Croce la siguiente verdad sobre la realidad circundante: “Hay una solución aparente, luego una falsa solución y por fin una tercera solución”. Una tercera solución que, quizá sí o quizá no, coincide con lo real, con lo acontecido verdaderamente. Digo quizás porque el inspector no se refiere a ella como la “verdadera” solución; solo una tercera hipótesis al enigma, una tercera vía de acceso. Quizá, también quizá, se refiera sinópticamente a ella como la verdadera. Porque, entre lo aparente y lo falso, ¿lo verdadero es lo que cierra el círculo?
Contestar a tal pregunta con un no rotunda: esa es, a mi entender, la misión del arte. Una obra es tan buena en tanto en cuanto niegue la pertinencia de lo verdadero al tiempo que, misteriosamente, se acerque a tal concepto. Acercarse al misterio de lo verdadero sin desvelarlo, bonita misión para una labor llamada artística.
A tal respecto, la primera frase de la “Teoría estética” de Adorno sigue siendo irrebasable: “ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni con él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida”. Y es que un arte obvio sería aquel que sabe sus respuestas, que se sitúa respecto a su propia procedencia revelando previamente su aparecer. Un arte obvio sería aquel que vincula esa “tercera solución” a la irrupción de la verdad en su mero aparecer.
Contemplar las esculturas de Rui Chafes es, creo, lo más parecido a inmiscuirse dentro de un laberinto policiaco, lo más parecido a tener que vérnoslas con un misterio. Y si el inspector Croce lo sabía, nosotros, críticos de reconocidísimo postín, también lo hemos de saber: el secreto del cuerpo asesinado está, siempre, en otro lugar. No está ahí donde se mira, sino en lo otro, en lo que permanece al margen de silogismos e inferencias. Adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad nada tiene que ver con construir lo verdadero ni con descubrir hechos: es dejarse atravesar por lo extemporáneo, por aquello que ha estado ahí desde siempre pero que no se puede probar. Y es que la verdad, si en algún caso puede llegar a ser la verdad, debe no poderse probar.


El carácter metafísico de la realidad goza de estas premisas hermenéuticas: la metafísica, ella también, sobre todo ella, no hace sino jugar al despiste. Postulando el principio generativo del ser en cuanto ser, no hace sino ocultar el propio acceso a la realidad. Dar el cambiazo, querer decir el ser cuando se nombra la cosa, el ente: no se ha descubierto manera más maravillosa de camuflar el propio objeto de estudio, de hacer intransitable esa “tercera solución”.
Así por tanto, un primer principio: mostrar lo metafísico de la realidad no es atraparla en la conceptología de la presencia y la representación sino, más bien y como de Chirico trató de hacer, dejarla dormitar en su ausencia, acercarnos al umbral mismo donde nada puede ser revelado sin hacer saltar al secreto por los aires. De Chirico supo ver que la realidad se escondía camuflada en el pliegue de espacios mentales inapropiados para las perspectivas más convencionales, en esquinazos cuya única forma de representación era, precisamente, dejarlos invisibles.
            Es en este mismo sentido que las esculturas de Chafes guardan un mismo ascendente con las pinturas de de Chirico que, con ocasión de esta exposición, no han hecho sino subrayarse desde el propio título. Sus protuberantes formas, aún guardando la unidad orgánica que hace que se nos descubran como entes únicos, atienden de forma radical a su exterioridad, a su afuera. Quizá sea esa extraña ingravidez punzante, pero sin duda que en su extática quietud, vibran. Vibran y recomponen el paisaje de lo visible y lo experimentable retrotrayéndonos a convergencias cimentadas en el umbral de lo impenetrable: ahí justo donde aletea la verdad. La verdad es nadar en la siempre novedosa red de asociaciones insólitas.
Adentrarse en el laberinto propuesto por Chafes con el manual de mano es, simplemente, dejarse seducir por la “solución aparente”: esa que nunca es el caso pero que nos viene que ni pintado cuando tratamos de comprender según nuestras lógicas más convencionales. De ser así, aun en su más insondable y muda impenetrabilidad, seguro que estas esculturas nos dirán algo: nos dirán, seguro, aquello que estamos dispuestos a oír, la versión de los hechos que más nos convenga, que el asesino fue éste o aquel. Pero atender a la “tercera solución” es dejarse inundar por lo enigmático de su presencia y, sobre todo, por la red telúrica de invisibles reverberaciones que generan entre ellas. Es situarse en un umbral imperceptible al que se entra como en un campo de batalla, a no dejarse conquistar por las apariencias sino a testimoniar del secreto.
Las esculturas, por tanto, son polaridades generativas de ausencias, dispositivos de exterioridades, jeroglíficos que nos señalan que la verdad, de estar en algún sitio, no está en ellas pero que, de forma enigmática, depende de ellas. Esa “tercera solución” es intuir que interior y exterior no son realidades suplementarias ni tan siquiera complementarias, sino vasos comunicantes cuya misión es señalarnos el secreto de su otredad. Nada fuera hay que no esté en ti; nada hay en ti que no esté afuera: lo mistérico es que no pueden señalarse las dos realidades al mismo tiempo, siempre tienes que asesinar una para decir la otra. La verdad es un misterio indescifrable: ¿cómo asesino y cadáver pueden ser lo mismo y lo otro?

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