martes, 28 de enero de 2014

BILL VIOLA: EN BUSCA DE NUESTRA NADA


BILL VIOLA: EN DIÁLOGO
REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO: 11/01/14-30/03/14

Texto original publicado en ‘arte10.com’: http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=438

            Desde que en el año 2000 la National Gallery de Londres invitara a Viola a crear una obra que acompañase el cuadro “Cristo Burlado (la coronación de espinas)” de El Bosco, que dio lugar a “The Quintet of the Astonished”, el artista neoyorquino no ha dejado de dialogar con los clásicos a través de su serie “Las pasiones”. En esta ocasión cuatro de sus videoinstalaciones dan la réplica a obras de Pedro de Mena, José de Ribera, Alonso Cano, Zurbarán, El Greco y Goya. ¿Qué mismo nexo mueve a entablar este diálogo?, ¿es un diálogo de sordos o refiere a una misma ascendencia?

Aún sustentado por la más rabiosa mundanidad, el arte da síntomas, de tanto en cuanto, de que va por libre; superviviente de su propia autoliquidación gracias a los esfuerzos del capital por mantenerlo aunque sea con respiración asistida, el arte, de tanto en cuanto, nos enseña su propio reverso haciéndonos intuir que oculta siempre un as en la manga: el as de su propia e histórica destinación. Y es que hay cosas que, por lo menos a mí, me escaman. Que Bill Viola sea hoy en día tenido como el gurú profético del videoarte es algo que, dejando de lado su incuestionable calidad, no deja de sorprenderme.
No creo que sea yo especialmente sensible a estos anacronismos postmodernos, pero quizá lo más interesante de Viola sea, precisamente, aquello en lo que no se repara: cómo es posible que esa conjugación entre espiritualidad y búsqueda en la tradición tardomedieval y renacentista que se gasta el bueno de Viola, sea lo que le haya encumbrado, precisamente en este mundo gastado ya de haberlo visto y vomitado todo, a pope del arte del fin del milenio pasado y principios de este.
En definitiva, y aún intuyendo que hay razones ético-sociales para ello, quien nos viniera a decir hace unos añitos que la figura axial de la práctica artística –cada vez más inmanente en ese giro benjaminiano-político ocurrida con la reproductibilidad mecánica– iba a ser un místico empeñado en desvelar la íntima conexión del hombre con el cosmos, de la temporalidad histórica del hombre con su dimensión de eternidad, habría que haberle tratado, cuando menos, de loco para arriba.

No obstante, y dejando de lado nuestro tan poco gracioso tono irónico, lo cierto es que el reinado de Viola solo viene a hacer patente una cosa: una extraña continuidad en la historia del arte. No una continuidad de facto, engarzada en un progreso al modo ilustrado. No: una continuidad oculta precisamente en cada uno de los pliegues, sombras, recovecos u olvidos de diseñan una historia del arte siempre anacrónica respecto de sí misma; una continuidad referida a contestar una única y misma pregunta, ya fuera ésta hecha desde un prisma religiosos o político: ¿cómo podemos ver aquello que no vemos?, ¿qué relación tiene nuestra existencia visible con el ámbito inelectable de lo invisible?
Hoy en día, desde el giro político al que anteriormente hemos hecho referencia, lo invisible alude simplemente al campo emancipatorio que las relaciones de producción capitalista nos niegan una y otra vez. El arte, entonces, y esto por ejemplo Rancière lo describe con todo lujo de detalles, está llamado a redefinir la línea de lo visible: aquello que nos es posible pensar, ver o decir. El arte, el arte crítico (esto hay que subrayarlo) es aquel llamado a renegociar continuamente las fronteras con nuestro, por decirlo así, invisible material: qué es susceptible de ser pensado, dicho o visto. El trazo de una línea fronteriza semejante es algo político, construido a través de decisiones y elecciones que constantemente llevamos a cabo referidas todas ellas a las relaciones de producción y de poder en las que estamos definidos y, peor aún, sobre las que estamos construidos.
Pero Viola tira para atrás en el tiempo y su modo de ser ‘político’, su modo de hacer arte ‘político’, es redefinir la línea de lo invisible en orden a una hipostasis de orden superior: el momento en el que la mirada pasó de ser renacentista a ser ilustrada. Es decir, el momento de paso de una mirada referida a un conjunto de relaciones que se establecen en el propio cuadro, a abrir como quien dice las ventanas y representar no solo ya lo invisible-visible sino, con rotundidad, lo meramente visible: con el privilegio de un ver sostenido por la perspectiva de Brunelleschi, representar ahí hasta donde me llegue la vista, ahí hasta donde tengo el poder, un poder que coincide punto por punto con el ver. Es decir, el paso de una representación como relación a una representación como posesión y dominio.
Que el Renacimiento artístico coincidiese con el primer desarrollo de las ciencias empíricas no es casualidad: es el camino seguido por una humanidad que, anulando las apariencias, decidió empezar a saber, racionalmente, a qué atenerse. El aparecer de la cosa no se des-vela: se conquista en un mirar que remite a la utilidad de la cosa-ente. Así, aún en el arte moderno y contemporáneo anima un único impulso: salvar las apariencias, referirlas a un ámbito donde, si bien ya no cabía una dependencia trascendente, sí que era menester apuntar a un algo más que no a la conquista mimética y representacional de todo lo visible. 
En este sentido, Viola continúa la tradición del arte crítico actual en relación a hacer emerger lo invisible, pero vira en redondo para dar la primacía no ya a las relaciones socio-políticas sino a lo “religioso”. Claro está que esa “religiosidad” no es ya la de establecer una relación entre la criatura y Dios sino la de referirse a un mismo nexo común donde reside el germen de la humanidad. No sé si Viola se autodefine como religioso pero sí como místico (de hecho a esto se ha referido en innumerabilidad de ocasiones). Pero su misticismo es radicalmente postmoderno: es el misticismo descentrado de quien busca una íntima conexión cósmica en el interior del ser humano; es decir, un distintivo universal capaz de abstractamente conferir naturaleza de esencia a la humanidad. Un misticismo como la búsqueda que la humanidad lleva a cabo para conocerse a sí misma. Todo muy “teología negativa” con destellos de new age.

Es en los sentimientos desde donde Viola ha querido rastrear una misma filiación pseudo-divina en el hombre universal. En la emergencia de un mismo sustrato emocional es donde el neoyorquino pone el acento para trazar una elíptica capaz de rodear a todo el arte y referirlo a un mismo y único movimiento: toparnos, desde la representación mimética, con un otro capaz de removernos catárticamente en nuestro interior y proferir un “tú eres” que nos vuelve dado en forma de “yo soy”.
Si en la pintura renacentista el tropezón con el otro remite a un Otro, a Dios, a través de cuya relación somos (porque ‘ser’ es sólo ser hijo de Dios, estar bajo la mirada del Padre, una mirada que no vemos pero que sentimos), Viola incorpora ese pathos mimético para procurar otro encontronazo: no ya con el Dios Padre a quien hace ya tiempo hemos matado, sino con la mirada de otro, de otro igual que nosotros que se refleja y se reconoce en nuestro mismo sentir.
Toda la memorabilia violeana se basa en este transvase de elucidario de las pasiones y una misma sintomatología sobre la que elevarnos en nuestra propia existencia reconociéndonos como ‘yo’. Viola nos remite a una epifenómeno en el contemplar sus ‘Pasiones’ que redunda en el desvelar de nuestra íntima conexión con el ‘otro’, con todos los otros, con toda la humanidad. Eso es, kantianamente hablando, arte.
Pero, ¿ante qué sentimos? Hoy en día, los sentimientos están desconectados de cualquier referencia trascendente. Pudiera ser que, como el monje frente al mar de Friedrich, ante el abismo de la nada. Que el sentimiento de sublime haya sido el afecto normativo que ha transido la Modernidad no es, como puede inferirse, ni mucho menos casual. Es el asombro sentimental no ya ante la mirada trascendente y religiosa, sino ante una mirada cosificadora e ilustrada que experimenta que algo, siempre y en cada caso, se le escapa; que siempre hay un límite, un velo imposible de des-velar; que, sustentado en una ética sin agarre cósmico, la única vivencia universal es la de un proceloso estar continuamente ante el Accidente inminente. El abismo del ser, fundamentado en su propio des-fundamento, nos mueve en nuestro interior a postular que esa razón cosificadora no es sino un remiendo para acallar preguntas sinsentido.
¿Es esa sentimentología del Accidente lo que ufanamente compartimos en nuestros aconteceres diarios? No sabría decir, pero mucho de eso hay. Decapitando la trascendencia, por mucho que Adorno nos haya advertido, la razón instrumental, según la mediación utilitaria que lleva a cabo, salva las apariencias pero al precio de hundir lo real en una fabulación perenne. Así, nuestras experiencias cotidianas, aún ancladas en la fantasmagoría de un mundo omnisciente, son experiencias agónicas, cuya única angustia es la de lo real: no se trata ya de salvar las apariencias, sino de salvar lo real. En esas estamos. 
  

Y aquí surge, a mi entender, lo más interesante de la obra de Viola: lo artificioso de sus formas. La aparente falsificación de los sentimientos mostrados en sus obras es real. Me explico: lo artificial de sus muestras de dolor y resignación, es nuestra propia falsedad, el hecho de que, constantemente, tengamos que estar actuando, que vivamos en un mundo al que se le ha eliminado paulatinamente todo lo real, y que nuestras pasiones, como el resto de ámbitos de lo visible, remita a un juego especular y ideológico donde el simulacro acampa a sus anchas.

Quizá la identificación catártica con el hermano no viene ya de reconocer una misma ascendencia divina, sino la de reconocernos también actores en este teatro desacramentado del mundo. No hay zonas de invisibilidad, sino una realidad que no puede salvarse. Nuestro ‘hacer como si’ es un hacer estético, simulado, pero de él depende nuestra ortopédica humanidad.
Nuestra hiperbarroquización sentimentaloide remite a esta sensación de congoja que nos gastamos. Igual que el Barroco supuso, de una u otra manera, el inicio de los movimientos que llevaron paulatinamente al ateísmo, igual que el Barroco empezó a divinizar al hombre revalorizando el mundo de las pasiones y sentimientos humanos refiriéndose así a una eclosión de los afectos y los efectos, ahora, descreído de todo, la humanidad vive transida por un manierismo de los efectos remultiplicativos llamados a soportar la nada en la que estamos instalado.
En definitiva, hacia donde creo que apunta el trabajo de Viola sobre las pasiones es a revalorizar nuestra nada. Si su misticismo remite como hemos señalado al lugar vacío donde se fundamenta la teología negativa, si trata de reinterpretar a los autores del Renacimiento para tomar consejo de cómo mediatizar esa relación con la divinidad-nada, es para enfatizar que nuestra nada, aún siendo de ascendencia muy diferente a la suya, tiene unos mismos efectos: una sobredeterminación y sobreexposición de los sentimientos, de los afectos, de las pasiones, quizá para acallar nuestra sed, quizá para operar un nexo común que nos salve, quizá para darnos a pensar que aunque hayamos matado a todo lo que se nos ha puesto por delante, sigue existiendo un ámbito de indecibilidad, de comunicabilidad, un sustrato donde el miedo y la esperanza se conjugan.
Sólo lo que existe aún fundamentado en la nada puede llegar a ser algún día algo. Quizá el principio de compasión que hace operar, la mirada conciliadora con el doliente que nos propone, esté actualmente cimentada en una artificiosa mediatización, pero el que, aún en su fantasmagoría, seamos consciente de ella es el único síntoma sobre el que cifrar nuestra redención. Todos, cada uno de nosotros, somos un ecce homo en busca de mirada que nos mire. Lo que diferencia a Viola de, por ejemplo, un Giotto, es que el encuentro que posibilita el neoyorkino no sana, no redime: pero, quizá precisamente por ello, haya que valorizarlo más que nunca. De hecho, es lo único que tenemos.

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