jueves, 11 de julio de 2013

NOBUYOSHI ARAKI: NOSTALGIAS DEL PARAÍSO



NOBUYOSHI ARAKI: FLOWER PARADISE
GALERÍA LA FÁBRICA: 22/05/2013-21/07/2013


Hasta el próximo 21 de julio puede verse en la remozada galería La Fábrica una muestra del trabajo reciente del artista japonés Nobuyoshi Araki (Tokio, 1940). Habiendo centrado su carrera en un impulso fotográfico como registro documental de su vida, estos últimos trabajos pueden interpretarse como colofones al trabajo “imposible” del arte: más que registrar la vida, la fotografía capta los vacíos intersticiales, el poso aurático de lo siempre experimentado como pasado. Viendo estas naturalezas muertas uno comprende que el trabajo demiúrgico de Araki ha sido el de constatar en primera persona que todo paraíso no dura, como él dice de sus mejores fotografías, más que un orgasmo.

Por muy rápido que dispares la cámara, la vida siempre te pasará. Esta frase, pese a no ser de Nobuyoshi Araki y ser mía, bien la pudiera haber firmado el propio artista. Y es que lo suyo, desde que su padre le regalara en su primera adolescencia una cámara y aprovechara una excursión para retratar a la chica que le gustaba, siempre ha sido tratar de atrapar la vida a base de fogonazos, beberse hasta el último poso de una vida que no hace sino escurrírsenos de entre las manos.

“Fotografiar es parar el tiempo en un solo momento, enfocarlo todo en un instante forzado. Pero si continúas creando esos instantes, forman una línea que refleja tu vida”, dice, esta vez sí, el artista: nada más empezar, ya nos están engañando. El impulso fotográfico de Araki - Tensai Araki, Araki el genio, cómo le llaman sus conciudadanos- sabe bien que no hay narración que contar y que, más bien, son los intersticios, los vacíos dejados en blanco, los que cuentan la historia verdadera.

En este sentido, en una entrevista con Adrian Searle, no dudó: "quiero decirte una cosa, escucha atentamente: la fotografía es asesinato”. No es tanto dejar un registro visual como remarcar la pérdida, la ausencia, ejercer el impulso tanático para tratar, inútilmente, de volver a un origen ya olvidado.

Germano Celant, comentando el trabajo de Araki, llamó a sus fotografías “mosaicos de erótica soledad”. Y es que tan pronto como conquistamos algo, sin duda ya lo hemos perdido. No hay goce sin pérdida, no hay amor sin dolor. La realidad es traumática en el sentido de que para conquistar algo siempre hay que dar también algo por perdido. Presencia/ausencia no son polos antagonistas sino enclaves para un mismo ejercicio: el de dar sustrato a la realidad. Dice Lacan: “un objeto es siempre una reconquista. Solo si se recupera un lugar que primero se ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad”.

Eso, y no otra cosa, ha tratado de hacer Araki. Su genialidad es darnos gato por liebre y ni enterarnos: su obra –en ese impresionante archivo fotográfico donde cada documento cuenta– es la de una tarea que asumió para sí una labor de derribo y construcción. Documentar no las vivencias, sino la perversión maquínica que aflora en ellas, ese aura dorada de impotencia que hace que la nostalgia siga siendo nuestra coartada más incorruptible.

Los registros de su luna de miel (Sentimental Journey), de la muerte de su esposa (Winter Journey), flashes fugaces de la noche de Tokio (Tokyo Lucky Hole) o del metro (Subway), incluso la documentación de su propia terapia para curar su cáncer de próstata (Tokyo Radiation) son solo ejemplos para comprender como lo suyo es más, bastante más, que mujeres atadas: lo suyo es tener el valor para apresar los momentos que más duelen, la determinación de llevar a cabo la labor sisífica de anudar fragmentos con la vana esperanza de que formen un todo.

Aludiendo brevemente a sus famosas ataduras, la clave interpretativa está, creo yo, en la propia matriz estructural del sujeto: “la topología del goce es la topología del sujeto”, dice Lacan. Si el masoquista es aquel que se siente culpable por no satisfacer nunca del todo el deseo del otro, Araki utiliza el bondage para retroalimentarse de ese goce superlativo y, en gran medida, prohibido. Araki ata no para contemplar belleza alguna, sino para provocarse, para probarse una y otra vez, para crear una tensión en el conglomerado llamado vida y expatriarse en él, desarraigarse y prometerse un goce que siempre será más que el propio placer. Como el cutter, Araki necesita toparse con algo más real que lo real (en este caso un goce superior) para hallar asidero.

En esta ocasión, la exposición Flower Paradise que puede verse hasta el día 21 de julio en La Fábrica apela ya sin concesiones a ese vacío que más arriba hemso comentado: la constatación fehaciente de que ya no hay demasiadas cosas que se puedan atar. El impulso sigue siendo el mismo: las flores, aún en su barroquismo hipertrófico, señalan la vitalidad explícitamente sexual que, combinadas con su decrepitud y marchitar, reflejan la pulsión de muerte que anima toda la obra del japonés. Pero, esta vez, el poso de melancolía, el rozarse con la tristeza es mayor. Si una de sus últimas series, Hana Kinbaku, jugaba de forma díptica con las flores y con “sus” modelos, ahora ya no hay lugar para la dialéctica pulsional ni para ningún atisbo de placer.

El efecto barroco de naturalezas muertas de estas flores alude a que, casi definitivamente, el pliegue se ha cerrado: ya no hay posibilidad para representar otra cosa que no sea una terrible melancolía. El tiempo ha hecho sus estragos y lo único que nos queda es el poso amargo de un archivo incapaz de parar la sangría. El hecho de que –según dice la nota de prensa– estas fotografías hayan sido tomadas en el balcón de su casa, ahí donde compartió días y noches con su mujer y su gato, ambos ya fallecidos, sólo significa que lo que mueve a Araki a la hora de fotografiar no es tanto lograr el documento como testificar de lo imposible de todo acontecer: su inasumible fragilidad.

En definitiva, Araki quería exhortizar el tiempo y se ha topado con lo que ya sabía: que no hay manera de conjurarlo. Esa puede que sea una de las funciones más principales del arte: ignorar lo que siempre hemos sabido para volverlo a aprender. Solo en ese ejercicio de reaprendizaje puede decirse que la vida ha merecido la pena ser vivida. Se sabe que no hay solución pero ese es justo el punto que le interesa: no se trata de serpentear la realidad con calditos, sino de apelar a que no hay más realidad que esta.

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