viernes, 14 de junio de 2013

LA DEMOCRACIA, EL FUNDAMENTALISMO Y EL SECRETO


 
Todo, en política, se reduce a mantener un secreto. Como la canción de Dylan: yo sé que tú sabes que yo sé. Pero, ¿quién mueve primero ficha? La paranoia postmoderna es mantener una cierta inercia de movimiento mientras todo continúa, irremediablemente, en la quietud más envolvente.

Sabemos que ellos, los políticos, están ahí no para sacarnos las castañas del fuego, no para ser los representantes de no se sabe qué. Están ahí para tapar el vacío estructural, para hacer como si aún cupiese tal posibilidad, para hacer que lo imposible y lo impensable nunca tenga lugar. Están ahí para tapar la fuga, para crear el espejismo de que la gangrena se está cicatrizando. Pero nosotros también nos engañamos: creemos desear que preferimos la nada, el vacío, el desierto de lo real, pero es falso. Les necesitamos; les necesitamos casi más que ellos a nosotros. Necesitamos mantener lo real alejado de nosotros. Pensamos, creemos pensar, que nuestros reproches hacia ellos son ciertos, que estamos realmente indignados. Pero no: sabemos que su función es meramente institucional. Y la institución ha pasado de ser la encarnación de una normatividad devenida ley a ser la encarnación de una psicopatología. No hay, en definitiva, mecanismo más potente a nivel ideológico que la cabeza de turco. Y es que ella, la cabeza de turco, permite la rotación sobre nosotros mismos: nos permite situarnos siempre y en cada caso a la distancia precisa respecto a lo real, respecto a aquello que no queremos ver ni, por supuesto, saber. Esta ausencia, entre la culpa y la angustia, y su trampantojo ideológico posibilita una organización ritual instalada en torno a ella misma. Así, en la sociedad falta precisamente lo social, lo real en sí mismo, y la política se encarga de hacer viable la mediación imposible entre el individuo y la sociedad colocándonos siempre a la distancia adecuada. En este mismo sentido Susan Sontag sostiene que “nuestros dirigentes nos han informado que consideran que la suya es una tarea manipuladora: cimentación de la confianza y administración del duelo. La política, la política de una democracia ha sido reemplazada por la psicoterapia. Suframos juntos, faltaría más. Pero no seamos estúpidos juntos”.

¿Es decir, de qué herramientas disponemos para darnos cuenta, instalados en este trabajo de duelo compartido, de que el cadáver es siempre el equivocado? O, dicho de otra manera, ¿cómo hacer para desvelar que el secreto es, simplemente, que no hay secreto, que todo está a la vista?, ¿cómo decir, simplemente, el secreto; o, como diría Derrida, cual es la “posibilidad de decirlo todo sin afectar al secreto”?


Se nos dice: la democracia es la transparencia absoluta. Pero, erigida sobre el púlpito de su paradoja (la democracia, como dice Rancière, queda asimilada sobre la aporía de que el poder lo ostentan aquellos precisamente que no están destinado a ello, ni por cuestiones de sangre, abolengo ni autoridad) la democracia no puede decirse sin traicionarse a sí misma. La democracia evidencia entonces el secreto de su aberración fundacional y, bajo la ideología de no-haber-secreto, no hace sino dejarlo a la vista de todos. Ampliando esto un poco para mejor comprensión, el nacimiento de la democracia como tal la sitúa Rancière en una paradoja fundacional, en una aberración respecto de la forma habitual del poder ejercido de hombres sobre hombres basada en el poder de la sangre y del saber. Tal paradoja es que la democracia queda constituida como el gobierno de aquellos que no tienen ningún título para gobernar, siendo entonces que “la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general”. La democracia, podría decirse, es el a priori por el cual la política existe. Así entonces la democracia es un exceso, una extravagancia que descansa en la paradoja de que “para que la política exista, es necesario que exista una forma de gobierno que no descanse sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.

La democracia entonces estructura su vis social sobre el silencio que todos guardamos respecto de su originaria génesis. Porque solo guardando silencio podemos hacer que el secreto estructure lo social y que lo político tenga lugar. La democracia, para decirlo de una vez, condensa la necesidad fundacional y fundamental de guardar silencio respecto al secreto. Así el secreto más que no existir, se hace más evidente que nunca: el secreto es que no hay secreto.

Pero la trampa –ideológica- está en que no hay manera de decir ese silencio y desvelarlo. La ascendencia paradójica de la democracia evidencia la propia perversión del sistema: decir que hay secreto o que no lo hay es lo mismo. Son simples tomas de posiciones que se tornan especulares la una de la otra según la ideología más perfecta que existe: la del capitalismo. Porque…decir que no hay secreto, corre parejo a las necesidades bien pensantes de transparencia de la democracia; decir que hay secreto evidencia por sí sola la necesidad de ampliar los ámbitos de la democracia.

            El único poder que evidencia la democracia es el control por el secreto, por mantenerlo a buen recaudo y, al mismo tiempo, a la vista de todos permitiendo que lo social tenga lugar. Es ese poder el que ejercemos todos y cada uno de nosotros, llamados como estamos  a una hiperresponsabilidad que no hace sino ir en aumento. Todos sabemos cómo deberían de ser las cosas y, sin embargo, comulgamos día sí y día también con ruedas de molino. Y es que nuestro umbral para la sinceridad está más bien bajo mínimos: “los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”, dijo también Sontag. O sea, sabemos que sabemos pero disimulamos muy bien
 
 

            El secreto es entonces el (no) querer decir más propio de la conciencia refugiada en la idealidad utópica de una verdad silenciosa reacia a caer en la exterioridad material del significante. Secreto como custodia de la totalidad de un sentido, una verdad acerca del pasado o de un futuro profético que alguna vez será o ha sido y que se mantiene oculto por aquel que sabe. Total y resumiendo, que volvemos al principio: una cuestión de organización efectiva del saber y de (no)decirlo y (no)mantenerlo en secreto.

En estas que va un ingeniero informático, un experto en seguridad llamado Edward Snowden, y dice –después de dejar a una novia incandescente y un salario de 200.000 euros al mes–  lo que todos sabíamos, la razón de ser del juego ideológico de la democracia: que la libertad como límite nouménico de toda la esfera social no es más que un baremo regulativo con respecto al miedo pulsional que tenemos a dejarnos caer del otro lado. Lo sabíamos y lo sabemos, pero nos lo hemos callado.

Estas declaraciones, se miren por dónde se miren, son una putada. Porque si por una parte nos hacen tener que recolocarnos respecto a esa distancia ideológica con la que crear el sortilegio de una sociedad eficiente, si hemos de nuevo de cargar las tintas contra el gobierno Obama aún a sabiendas de saber que lo hace por nuestro bien, por otra no lo dudamos ni un instante: las medidas de seguridad, después de este episodio, no harán sino crecer exponencialmente y de manera inversamente proporcional a nuestra codiciada libertad. Es más: es lo que esperamos porque nosotros, efectivamente, no tenemos nada que ocultar.

Es decir, si tienes que decir algo, espero que sea "decirlo todo", porque si no le estás haciendo el juego sucio a esta ideología de base que, pese a convenirnos a todos, algún día deberá ser desvelada. Es decir, y  una vez más: ¿cómo decirlo todo? Obviamente no con perogrulladas; porque el decir del secreto –el rasgar la pantalla-tamiz y ver lo real- no debe afectar al secreto. Porque lo real del secreto no es caer en uno de los dos lados: verdad/mentira o realidad/apariencia. Lo real del secreto es su mismo decirse.

Lo que revela Snowden –y más aún con esa creencia paranoide que tiene en la justicia ("mientras me garanticen un juicio justo y libre, estoy bien”, dice el bendito)– es un fundamentalismo galopante. Quizá lo más pertinente sea dar la vuelta a su argumento: no lo ha desvelado (el secreto) para que sea conocido –realmente ya lo sabíamos–; sino que lo ha revelado para que se mejore su implantación, para que la vigilancia –como nudo traumático de ese secreto democrático– sea optimizada. Es decir, y contra todo pronóstico, este muchacho es todo menos un héroe.

A partir de aquí podemos empezar a hablar. Pero para decirlo todo.

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