martes, 26 de marzo de 2013

FRAUDE!! EL ARTE EN LA ERA DE LA REPRODUCTIBILIDAD MEDIÁTICA


 
 
“Más allá del saber mismo, adentrarse en la prueba paradójica no de ‘saber’, sino de pensar en el elemento del ‘no-saber’ que nos deslumbra cada vez que ponemos la mirada sobre una imagen del arte”    Georges Didi-Huberman
 

Vayamos al grano. Ahora que Guti, el 'futbolista', y Santiago Segura, el 'director de cine', hacen un cameo de sus propios ejercicios de cinismo dedicándose a ser jurado de lo increíble, ahora que Falete se tira en bomba para especular con las posibilidades reales del verdadero lazo social –aquel consagrado en la panavisión de una misma bobada-, ahora que la Milá se nos despelota para hacer patente que lo siniestro está ahí mismo, invadiendo nuestros hogares cuando uno menos se lo espera, ¿alguien puede tildar, así como así, al arte de fraude? Ahora que el fraude es una consigna para supervivientes, ¿qué se quiere decir cuando se dice que el arte es un fraude?

Posiblemente nada. Porque cuando el enigma está encima de la mesa, a la vista de todos, el nudo paradójico que separa y une a discreción el saber del no-saber, el arte y el no-arte, se torna un simulacro incapaz de seguirle la pista. Cómo no podía ser de otra manera, el arte, en la era de la esdrújula hipervisión, es un fraude. Pero eso, lejos de ser un acicate para el despechado, es su mejor virtud. Porque, ¿cómo pensar ese elemento de "no-saber" que trasporta el arte cuando éste “salta  a la  vista”?  

 
En sentido estricto, y empezando por el principio, lo que falsificaba Elmyr de Hory era, únicamente –y pese a las apariencias-, la firma. Porque la firma es todo lo que uno puede falsificar: insertarse en el juego de iteraciones que operan entre el nombre y la firma. Insertarse en la totalidad del sentido que toda firma asume para sí, pero también en la ausencia que toda firma señala: la del autor que ya no está, la del lector que nunca se sabrá quién es. Insertarse en un cierre imposible, en un sentido siempre derivado y fragmentario, en una memoria viajera.

Eso es el fraude: reorganizar la iteratibilidad que se da entre nombre y firma, adueñarse de un sentido que siempre está en estadio de envío. Si la firma es ausencia, el fraude consiste en adueñarse, siquiera un instante, de esa ausencia que no puede hablar. Insertarse en el juego de ausencias que todo texto despliega: ausencia irresoluble, porque la muerte enseña que la unidad nunca se produce, porque el nombre –y la firma- no es más que una condensación puntual y provisoria, porque nunca sabremos a quién nos estamos dirigiendo, si es que alguien –todavía- hay ahí.
 
 

Porque si, por un lado, la firma trata de devolver la presencia de un sentido orgánico para el texto en la sucesión de sus futuros “ahoras”, por otro lado alude a la desaparición del firmante: el escritor pertenece a la obra, se pierde en ella. Así, si firmar cierra el sentido de lo escrito, también abre el tiempo a una memoria siempre en duelo por quien ya no está. Por tanto firmar abre dos temporalidades convergentes en el hecho de la deconstrucción: como afirma Derrida, la invención deconstructiva consiste siempre en saber decir “ven” y saber responder “ven” al otro.

Todo texto entonces –en la apertura entre ambos “ven”- tiene una cadencia mortuoria, un ritmo sincopado por la melodía de una memoria en fuga, una memoria que exige al autor su firma para, al instante, consentir en que la obra sea susceptible de reenviarse hacia una ausencia infinita. Todo texto en su legibilidad tiene la forma de un envío, de falta como apertura y de donación como entrega sin custodia. La traducción –la lectura incluso- es, de este modo, la forma de un espacio de reenvío, de contrafirma que valida la firma, la afirmación en el borrarse de lo auténtico o del acontecimiento, siempre abierto a otro reenvío.

Ante esto, una única pregunta: ¿quién se hace cargo? Únicamente aquel que acoge el envío de la memoria del otro y lo hace retornar, aquel que dice “sí” al “ven” de la memoria y al pone de nuevo en movimiento. Porque, de nuevo con Derrida, “si hay una finitud de la memoria, es porque hay algo del otro y de la memoria del otro como memoria, que viene del otro y vuelve al otro”.

Total y resumiendo, de Hory falsificaba la firma y no el cuadro porque no podía hacer otra cosa, porque como bien apunta Blanchot, “el libro puede ser siempre firmado, permanece indiferente a quien lo firme; la obra exige la reasignación, exige que aquel que pretende escribirlo renuncia a sí mismo y cese de designarse”. Porque, de igual modo que Pierre Menard no copió a Cervantes, de Hory tampoco copió a Matisse o Picasso. Porque no podía trazar un envío ya enviado –el de la obra original-, sino que solo podía simular un contra-envío, un ejercicio simulacionista de volver a poner en danza. Así, copiar el estilo es fácil, pero copiar la firma –en su indiferencia- es lo difícil. Porque copiar la firma es superponerse en un juego especular de envíos. Es, en pocas palabras, poner en jaque al enigma que te da la posibilidad de contraatacar con tu envío. Es decir, toda carta llega a su destino…sobre todo –como señala Fernando Castro en un texto- si no se envía. Es decir, si permanece en un juego alambicado de itinerancias sobre su propia condición. Es decir, si “realmente” no hay obra ni envío. Es decir… si es un fraude.


Pero, y siguiendo el juego un paso más, sí puede decirse entonces que de Hory falsificó algunos picassos, en el sentido de obra-con-firma. Y es aquí donde nuestro lenguaje ha de cambiar. Porque la ayuda que hasta aquí hemos recibido del impulso deconstructivista se torna inútil para desmembrar con fineza el trabajo fraudulento de de Hory.

Porque los matices que pudiera haber entre un Quijote –el de Cervantes- y el otro –el de Menard- no tienen nada que ver con  la diferencia que pudiera haber entre un picasso –el de Picasso- y otro picasso –el de de Hory. Porque si, como dice Jorge Fernández Gonzalo, “Menard ha roto el espacio de la mismidad por la implantación de lo que Maurice Blanchot definía como un espacio neutro, territorio, literalmente, para lo incomparable, para el desastre de las compatibilidades o los agrupamientos”, el problema “de Horny” no sabe de lugares para la traducción ni la memoria, no sabe de obras abiertas ni de estéticas de la recepción. De Hory no sabe nada de intertextaulidades. Si Menard hace un intento por escribir el Quijote desde cero, no desde Cervantes, de Horny pinta sus picassos desde Picasso. En él no hay problema alguno con la memoria ni con la tan traída angustia de las influencias: de Hory quiere tener una firma, quiere ser alguien.

El cambio de perspectiva es más que patente: si Menard escribe el Quijote y, en su empresa, escenifica la verdad simulacionista del arte, de Hory copia sus picassos para escenificar la verdad fraudulenta del “arte” –entendiendo este, sobre decirlo casi, como el ámbito donde el arte se torna en mercado, en sospecha de sí mismo. Borges es un artista y por ello puede desvelar los laberintos donde realidad y ficción se tocan; pero de Hory no era más que un histriónico perdedor en busca de la gloria que nunca le debió de tocar. “No me siento mal por Modigliani, me siento bien por mi”, afirma con sonrisa de advenedizo en un momento de la película F for fake de Orson Wells.
 
 

Si Borges desvela que el arte funciona mediante sustracción y adición de diferencias imperceptibles, de Hory sentencia que el “arte” funciona bajo el dogmatismo de lo mismo, de la ley mecánica que hace del valor una cuestión de meritocracia, de dinero y de poder. La escritura de Menard del Quijote nos sirve como indicio fundacional de la escritura: todo texto ya ha sido escrito muchas veces, tantas que es necesario borrarlo, hacerlo cero. Sin embargo, la pintura de de Hory va en la dirección contraria: solo tenemos picassos, matisses y modiglianis para saber qué es eso del “arte”, nombres que teledirigen una mirada ideologizada y politizada hasta el extremo de creernos como sublimes nuestras propias ineptitudes.

Arte y “arte”: una historia de repeticiones diferentes, de huecos por llenar, de asincronías siempre susceptibles de ser reenviadas, contra una linealidad miope hecha a contrapelo de una normatividad que permite arribar a un juego simulacionista más potente que el propio arte: un sistema entrópico que se da así mismo la razón para ocultar un fraude endémico como última razón de ser. Así, si el arte se pregunta por sí mismo y, en su preguntarse, se borra, se contorsiona en figuras imposibles de reconocer, el “arte”, por el contrario, dogmatiza su poder aporreando la mesa, sacando tajada a un juego de espejos construidos para otra cosa.

Para ir acabando merece la pena hacer notar que las risas de de Hory contra aquellos que una vez no le admitieron en el ámbito privado de la institución-arte y que ahora se tragan cualquier bodrio, son las mismas risas que causan aquellos que se creen a pies juntillas las entelequias presuntuosas de la genialidad, aquellos que tiene la lección bien aprendida, que mean pesicola viendo un van gogh –el constructo japonés-, que levitan ante un modigliani –con seguridad, el peor pintor de la historia. Las risas del falsificador húngaro hacen eco con la carcajada que provoca la ideología de la firma como termostato con el que dar al público justo aquello que pide: impresionismo y post-impresionismo a patadas, Manet y Monet a saco y todo bien digerido, como si de un vistazo, en una tarde de sábado cualquiera, podamos dar por sabido todo el último arte digno de merecer tal nombre.  


Y es que el nombre -como la firma- dejan mucho que desear: falsean más que ayudan, crean la ilusión de coherencia o pertenencia allí donde nada es coherente y donde la propiedad no es asignable. Eso es lo que desvela las falsificaiones de Elmyr de Hory: que el “arte” no es muy diferente a una poderosa multinacional asesorada por un comité de expertos que va apalancando posiciones en una bolsa de activos donde cada artista y cada pieza vale, justamente, lo que cuesta.

El nudo gordiano de toda la teoría que se pude levantar con ocasión de estas historias de fraudes y falsificaciones queda referido pertinentemente en un momento de la película anteriormente citada, ahí donde nuestro pintor concluye que “si las cuelgas en una museo o en tu colección de grandes pinturas y las dejas allí el tiempo suficiente, se vuelven auténticas”. ¿Cosa de arte o de magia? Ni lo uno ni lo otro, o ambos a la vez. Y es que, ahí donde todo está obsoleto, el fraude es la única salida. Y, siendo serios, el arte empezó a granjearse esa fama de cosa del pasado –de estar obsoleto- justo cuando alguien puso su firma en el lienzo. Justo cuando –porque coinciden- la imagen se inserta en los proceso cosificadores de la mercancía y la emergencia de una subjetividad capaz de crearlo todo; justo cuando inicia el camino para ser un producto más en la era de la reproductibuilidad técnica y, poco más tarde, mediática.

Total y resumiendo, que el “arte” se erige en sí mismo como fraude, como truco de magia, y que su ámbito de indecibilidad es aquel donde magia y creación coinciden para dar por válido la banalidad de lo ya-visto. Porque cuando el trauma escópico se torna pulsión escatológica frente a la pantalla catódica la única salida es, literalmente, la cagada. Lo único es que, en el límite panóptico de hoy en día, ahí donde el fraude está a la vista y nada vale por lo que está, el desenmascaramiento se ha vuelto gesto nihilista por antonomasia. Es decir, si, como dijo Picasso, “el arte es una mentira que nos hace darnos cuenta de la verdad”, esa verdad no es más que el espejo invertido de la propia mentira. La verdad del arte no es menos mentira que la propia mentira y ésta, como dijimos casi proféticamente al inicio, es su única -y por ende- más grande virtud: el arte hace evidente el fraude.

Un enigma ante la vista pero que es imposible de descifrar. Un enigma enviado en correo certificado y ante cuya insondabilidad solo cabe –cabía- un ejercicio de agenciamiento simbólico. Ahora la vida, ese exceso puesto sobre el tapete por Zizek, conjura sus enigmas sirviéndose de un alegato simbólico donde todo es ya pura literalidad y donde la decepción como consenso escópico remite a un fraude colosal: ver justo lo que estamos adoctrinados a ver. Y es que, como apunta Baudrillard, “la perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado”. Es decir, no hay lugar para la alegoría ni para la sospecha del medio. El pliegue neobarroco ha terminado por cerrarse y es solo la memez catódica o que nos pone mínimamente cachondos. Todo es textual y la imagen señala precisamente aquello que se ve. Así, aunque el simulacro telemático conquiste la panosfera, no hay trampa ni cartón, todo al alcance de un clic, de un gesto de ratón, de un zappeo paranoico

A pesar de que él mismo pretendía que su obra fuese comprendida como interpretaciones –para así entrar dentro de ese juego simulacionista en la onda del Klossowski del “no hay hechos sino interpretaciones”-, sus obras son solo el intento desesperado de acaparar un nombre, de ser alguien. Hacer reventar el secreto del arte para gozar, él también, de sus triunfos. Y lo curioso es que lo consiguió: hoy en día, y siguiendo esa lógica inflaccionaria que identifica valía don valor monetario, sus obras se valoran algunas sobre los 100.000 euros, habiendo incluso falsificaciones de falsos de Hory –perdón, falsos ‘de hory’.

Es decir, el juego sigue jugándose y el fraude hace su truco de magia para lanzar otra señal, otro envío, el más perfecto de todo: aquel que simula una identidad perfecta entre el arte y el “arte”. No va más. El truco ante nuestros ojos y seguimos sin pillar nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario