viernes, 1 de febrero de 2013

MIQUEL BARCELÓ: EL ARTISTA EN SU ESCONDITE


MIQUEL BARCELÓ
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: hasta 27/03/13

 Aunque, lo sabemos, pequemos inmisericordemente de idealismo, lo que dijo Félix de Azúa en una reciente entrevista para ‘El Cultural’, eso de que en los últimos 30 años no ha habido arte, se refiere, pensamos, al hecho de que en estas tres décadas no ha habido artista capaz de situarse de igual a igual con respecto a lo que el arte, en su utópica destinación, necesita. Porque hay tiempos en que sí, en que incluso -al menos eso pareciera- el arte tiene que ir con la lengua fuera para seguirle la pista a díscolos artistas que arremeten contra las fronteras trazadas por el arte en relación con su gran otro, el no-arte.

Hoy entonces, habida cuenta de esta ausencia de opciones que enfrenten al arte consigo mismo, el arte prefiere, como apunta Perniola, permanecer en la sombra, a la escucha, en la espera de su propio advenimiento.

Tales posicionamientos que aquí hemos delineado muy a la ligera adolecen de un punto de vista demasiado idealista que es incapaz de percatarse, como hemos concluido en una reciente crítica sobre Santiago Sierra, que el arte y el no-arte (la estética y la política, los mundos de la vida y de la alta cultura) están tan íntimamente ya ligados, que aquello que desde un punto de vista ilustrado –e idealista- se llamaba arte ya ha fenecido, quizá incluso hace justo los 30 años que Azúa significaba.

Pero sí que nos vale para comprender como se gesta un mito o, lo que viene a ser, un producto cultural, en este caso, Miquel Barceló. Porque cuando el arte está tan a la sombra como pudo estarlo a comienzos de nuestra Transición, cuando no se tenía ni el tiempo ni las ganas de esfuerzo de posibilitar la emergencia de un artista que pudiera estar a la altura de su tiempo, la institución-arte prefirió su ratito de visibilidad, su cuota de pantalla, su implementación en los criaderos del arte mundial para, ahora sí, clamar a los cuatro vientos que, por fin, con ese entusiasmo nuestro tan característico y que sigue haciendo época, estábamos a la altura de las circunstancias.
 
 

Podía haber habido otras soluciones, pero una vez que los excesos de la Movida habían barrido el conceptual de los primeros setenta, cuando el retorno a la pintura en esos años 80 era tan jugoso y –sobre todo- procuraba dividendos tan altos, la tentación, hemos de decir, era demasiado alta. Las altas esferas del entusiasmo sociata querían su rey Midas y Barceló aceptó el órdago: con un pie en la tradición pictórica del informalismo matérico que nos caracterizó y la nueva ola del neoexpresionismo alemán, su obra cumplía las exigencias de una nueva élite que, sin querer olvidar el señuelo del sufrimiento existencial –eso tan progre-, deseaba más que nada subirse al carro del carácter expansivo de la cultura postmoderna.

Todo, para ese arte en la sombra, para ese “arte” ilustrado-institucional, muy normal, demasiado normal: sacarse de la manga y ad hoc un artista capaz de ser llamado para cumplir en su persona los destinos culturales de todo un país.

Y es que, cuando la cultura cae en la garras del régimen internacional de la mercancía-capital, lograr visibilidad inmediata se torna en función primordial para unos gobernantes que se saben encargados de una nueva aristocracia, de una nueva gauche divine capaz de llamar arte a cualquier cosa que sea anteriormente bendecido por el mainstream internacional.

El problema de todo este lío es que, como de forma magistral ha esclareció Miguel Cereceda en su columna del ABC Cultural, uno se pasa después la vida entera tratando de lograr legitimidad para un trabajo que, de buenas a primeras, fue lanzado a la categoría de obra maestra.

Que esa búsqueda de legitimidad la haya llevado a cabo Barceló desde el prurito que da saberse figura totémica del arte patrio, que se haya puesto el traje de diablo maligno y enfant terrible, no quita, desde luego, para comprobar cómo cada nueva búsqueda suya no haya terminado por ser sino una introspección más íntima que parece –a cada paso- arribar a las cercanías de la nada.


Así, el proceso de legitimación de Barceló queda referido a una huida consentida que le sitúa paradójicamente cada vez más en el núcleo de una tradición propia que, conjugada con una actualidad que se difumina en sus propias intentonas de legitimidad, auspicia la nadería como resultado. Total y resumiendo: el viaje con tintes románticos a África, a Malí, tiene la misión de dotar al artista de una salida al menos digna: erigirse en pantócrator de una obra que tiene en ella misma su razón de ser. Barceló propone y Barceló dispone: hacer y deshacer, construir y destruir unas piezas cuya legitimidad se encuentra en el armario sin fondo de una tradición que no solo llega a Picasso o Miró, sino que arriba a las playas Griegas, ahí donde hace 3000 años empezaba a levantarse nuestra civilización.

Irse tan lejos para estar tan cerca –dando forma a la arcilla del Mediterráneo- solo tiene una explicación: convenir en construirse una narración que le otorgue, al menos, el privilegio de la duda; una narración que le permita ser comprendido como chamán, como sacerdote y demiurgo de su propia deriva y legitimidad. Pero, claro está, la dialéctica entre tradición y modernidad, servida únicamente como saciante de la propia sed de legitimación de uno mismo solo tiene un nombre: el de mediocridad.

Así, las pinturas y cerámicas presentes en esta exposición de la Galería Elvira González (la primera en diez años en galería española, y lo primero después de las trifulcas de hace casi ya tres años en el CaixaForum) son los testigos silentes de un ocultamiento: el del propio artista en la procelosa mitología que el arte ha ido construyendo en esa relación historiográfica a la que hemos aludido al principio. El mito del artista demiúrgico, del romanticismo del viaje, de la búsqueda de las raíces, el mito de la tradición, del artista como genio, etc.: todo con tal de simular estar a la altura, de dar una razón de porqué esto y no lo otro.
 
Todo con tal de estar oculto y encerrado en la caja de cristal y poder decirse a sí mismo “artista”.

2 comentarios:

  1. Creo entender lo que quieres decir, pero está rematadamente mal escrito.

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  2. Tan mal seguro que no está, hombre. Seguro que has podido leer entrelíneas!!

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