jueves, 27 de diciembre de 2012

JESSICA DICKINSON: LA MIRADA ENAJENADA


JESSICA DICKINSON: UNDER
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: hasta 26-01-2013

          Parafraseando a Hamlet, bien puede decirse que el tema universal del arte es aquel que queda cifrado en la duda que nos ofrecen los fenómenos naturales: ver o no ver. Porque no es cuestión de saber, ni mucho menos de certezas racionales. Se trata de una pregunta más original que hace referencia al estatuto precientífico de todas nuestras certezas. Porque, añadida a esa duda “existencial”, otras preguntas dan forma a un ámbito que cabe referirlo a estructuras mucho más amplias que la del mero placer de la vista y que atiende, de modo genérico, al nombre de arte: qué podemos ver, qué se nos da ver, quien puede ver, etc. Preguntas todas ellas que desde hace un tiempo han sido desplazadas al núcleo mismo de la Historia del Arte y la Estética.

En este sentido, en las primeras páginas de su obra “Ante la imagenDidi-Huberman pone un ejemplo sintomático de las relaciones paradigmáticas entre arte y visión y que, por esas oscuras razones que funcionan como motor de la historia, parecen haber sido siempre ocultadas en beneficio de una conceptología bobalicona de la belleza: situada en la misma celda que el fraile ocupó en el convento de San Marcos de Florencia, justo en la pared donde más tiempo da el sol, tamizada toda la mímica gestual por un blanco hiperlumínico, una Anunciación ahí situada remite a una fenomenología de lo invisible, ahí donde anida el misterio mismo de la Encarnación: no se trata de representar, sino de señalar, de nublar la mirada, de ruborizarse ante el candor de lo no-visible

Así, antes de que Vasari dictase la normatividad de una ciencia que encontraba su objeto de estudio, antes de que el tiempo ejecutase la sentencia de la Historia, una Historia del arte que se agarra a lo visible, a una adequatio que redunde en una tipología precisa de narraciones, y un arte que intuye desde el principio -aunque, visto en perspectiva, no sea tanto una intuición como la imposición violenta que hace una razón siempre necesitada de hallar fondo bajo sus pies- que su campo de acción es más bien lo visual, antes –decimos- que todo eso, Fra Angélico sabe que el tiempo solo supone un desgarro, un síntoma intangible que perfora la propia mirada en su imposibilidad de tocar aquello que señala.



Y desde entonces hasta ahora, la misma problemática pero cambiando los decorados: cómo se traban y se crean los regímenes escópicos, cómo se anudan lo visible y lo invisible para dar como válido una determinada visualidad y cómo puede ser capaz de deslizar las fronteras entre visibilidades, cómo, según Brea, funciona ese haber “algo en lo que vemos que no vemos que vemos, que no sabemos que vemos”.

Jessica Dickinson (Minnesota, 1975) propone un ejercicio de visibilidad justo ahí donde no es solo que no haya nada que ver sino que no se puede ver nada. Es decir, situándose en un campo previo al de la política como ejercicio distributivo de potencialidades para ver y no ver, su obra se sitúa en el acto mismo del mirar, donde el lienzo, previo a ser una representación de algo, es una mezcla de colores y signos, una superficie de inscripción de texto e imagen que se van acelerando y deteniendo para abrir la visión a una novedad determinada.

Dickinson por tanto propone una aporía, la negación más fundamental de lo que se supone es el arte. Porque sus obras problematizan el apriori fundamental sobre el que se levanta la producción artística: el servir como establecimiento y nexo causal entre visibilidades, mediante el cual se conoce no solo lo que se ve sino lo que no se llega a ver.

Porque si incluso  el famoso “Cuadrado negro” de Malevich funciona como nexo relacional entre diferentes regímenes de visibilidad, entre un ver que se cierra y otro que, en la negación del primero, se abre a la utopía de lo desconocido, en Dickinson no hay relación alguna –ni mediata ni inmediata- con la alteridad: todo sucede en la superficie del medio, todo remite a la inmanencia del lienzo-pantalla.

No hay más allá ni más acá, nada bajo las apariencias: todo remite a la instantaneidad fagocitada de un pathos que hace de la sospecha (Boris Groys) su razón de ser. La frontera, para un archivo mediático que no logra duración alguna ni resistencia frente al imperio de la imagen transaccional, es “aquí y ahora” el propio acto de ver: ver coincide con la obscenidad de una mirada que se excita ante la hiperpresencia de lo real. No hay hueco por donde se desarme, no hay fractura por donde atisbe signo alguno de lo invisible: conocer y ver remiten a las mismas estructuras que exudan una fenomenología de los medios centrifugada por el poder maquínico de un signo-mercancía sin profundidad alguna.       

Las obras de Dickinson parecen decirnos que sin profundidad no hay luz, que sin una relación con los reinos de lo invisible no hay más que relaciones vectoriales en la pantalla: ahí donde la mirada se enferma en bucles infinitos, donde se torna esquizoide de tanto buscar un punto –punctum barthesiano sin lugar a dudas- por donde la mirada encuentre su punto ciego, su momento de enajenación, su lugar para evadirse y traspasar la frontera.

La pétrea materialidad de sus obras, el enyesado que cubren sus superficies, la temporalidad sedimentada en capas, alude de modo perfecto a que ya no es momento de levantar capillas a la transvisión de lo trascendente (Rothko) sino que nuestra única experiencia ya posible es la de ver, siquiera a tientas, en la oscuridad. Una mirada melancólica que sabe ya bien a las claras que el tiempo de lo sublime ya pasó.

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