miércoles, 22 de agosto de 2012

DEMOCRACIA COMO MONUMENTO PORVENIR


DIANA LARREA/ ANDRÉS SENRA: Plaza Solución-Vox Populi
ESPACIO TRAPEZIO: hasta el 02/09/12

Si hay una palabra sobre la que la cantidad de confusiones viene a cubrirla y ahogarla por completa, esa es la de democracia. Incluso, en estos tiempos de crisis, lo que antaño podía ser un dejarse llevar para dedicarnos a otras cosas, supone una brecha casi insalvable a la hora de intuir soluciones que no vengan de la pamema maniquea de los buenos y los malos, de los unos y los otros.

Y es que quizá, si de algo tenemos que pensar que puede servir este estado de calamidad social al que nos acercamos cada día más, es para darnos cuenta –algo que por otra parte, obviamente no haremos ni de broma- de que la reflexión sobre conceptos que nos atañen a todos deben ser siempre pensados también por todos, no solo por, como suele decirse, los que se dedican a eso.

Esta dejación de principios tiene la peculiaridad de comprenderlo todo –en este caso la democracia- como una totalidad ya programada y dispuesta a usarse, o, bien por el contrario, no ser más que una secuaz conspiranoia capitalista puesta al servicio de los de siempre. En definitiva, todo parece que vuelve a repetirse en este odio a la democracia que nos caracteriza para, como Benjamin, enfrentarnos a una dualidad insoportable en cualquiera de sus polos: “o fascismo o comunismo”

Así, y como siempre, dos escuelas marcan tendencia: los que no se cansan nunca de ver cosas debajo de las apariencias, y quienes ni siquiera saben que hay apariencias ya que piensan que todo coincide con la verdad. Tan necios los unos como los otros, el debate socio-político enfrenta a dos bandos que no quieren ver como sus opuestos se tocan: la democracia como aquello sobre lo que disparar y a lo que derruir.

Porque, siempre claro está con el sambenito del “ejercicio democrático”, de lo que se trata es de hacer un rodeo circunflejo sobre la propia inoperancia discursiva de cada bando para trazar la frontera precisa que separe a los buenos de los malos, la verdad de la mentira, al uno del otro. Si las izquierdas ven en la democracia el esperpento que precisa el capital para seguir oculto detrás de las apariencias, si todo el caudal emancipatorio del que disponen es el de una extraña melancolía por lo que ‘pudo haber sido’, las derechas por su parte cifran en la democracia un mal menor que, como en estos tiempos de crisis, puede ser eliminado si la sociedad en conjunto –personificada en aquellos pobrecitos que no saben- lo ve pertinente. La democracia es para las derechas un defecto de forma que, si por una parte mantiene un status quo más o menos válido y mínimamente operante, por otra permite que la baja cultura vaya sustituyendo a otra alta cultura comprendida esta, en un giro ideológico indecente a estas alturas del partido, como la garante de los derechos del hombre libre. A las pruebas me remito: el último libro de Vargas Llosa bien puede resumirse en que si los derechos del hombre remiten a su libre elección y a los derechos de los consumidores de cualquier mercancía, llegados al punto de frenesí y furor consumista, el propio ejercicio democrático, la propia libertad de consumo, está arruinando cualquier forma de autoridad tradicional.

Resumiendo ambas posiciones, Rancière comenta que tras el 11/S –momento en el cual los polos se han radicalizado en sus endémico odio- “el pensamiento democrático se encuentra atrapado entre un ‘liberalismo’ oficial, que ha vuelto a tomar la cuenta del mercado mundial la fe marxista en la necesidad económica y el sentido irreversible de la historia y un catastrofismo intelectual que nos anuncia que la democracia es el mal secreto que arruina los principios mismos de la filiación y de la tradición humanas

Para ambos entonces el mercado es el muñeco contra el que tirar. Pero si por una parte, a las izquierdas, habría que decirles que el perseguir aún sueños de emancipación vía descubrir la verdad que hay bajo las apariencias hace ya tiempo que ha tocado a su fin, a las derechas habría que decirles que seguir soñando con la tierra prometida de un bastión donde condensar la esencia de una humanidad portentosa no es más que un señuelo que ya no cuela.

La paradoja de la democracia entonces es que es tan deseada como odiada: porque oculta la realidad o porque permite a los descastados su minuto de gloria. Es decir: porque subvierte la dialéctica propia del amo y del esclavo, del que sabe y del que no-sabe. Y eso, tanto para unos como para otros, duele.


Porque la democracia, al hilo de esta última idea, es otra cosa. Estas ideas timoratas han calado únicamente por ser la manera de seguir cada uno en su púlpito, en su frente de batalla como si nada. Han calado porque se entiende la democracia como el consenso entre los iguales, como la solución a la separación que parece caracterizar al humano –respecto de la naturaleza, respecto de la sociedad ideal, respecto de sí mismo, como un reparto consignado de igualdades donde cada uno ocupa de antemano el lugar que le ha tocado y donde, en dicho reparto, se traza siempre una frontera de exclusión, un lugar de no pertenencia y de invisibilidad.

Pero la democracia, la democracia bien entendida, es una revolución, y como verdadera revolución debe de dictaminar antes que nada dos axiomas: no hay definitivamente nada bajo las apariencias, y no hay ninguna esencia a consolidar o perpetuar ni ninguna fractura que solventar. Como corolario fundamental, toda estrategia llamada a redistribuir las competencias de los saberes está llamada a fracasar. Porque, entre otras cosas, en la espectacularización de la democracia actual, como dejó dicho Debord “lo verdadero es un momento de lo falso”.

La democracia es un exceso, una extravagancia de la política que descansa sobre sus propias condiciones de posibilidad. Y es que, si se piensa, la democracia inaugura el hecho político: solo existe política ahí donde aquellos llamados a gobernar –por designio divino, por sangre- no lo hacen. Solo hay democracia donde, en vez de neurosis por el consenso y paranoia por lo políticamente correcto, hay redistribución de competencias, espacios y tiempos; solo hay democracia ahí donde la fractura en el totum social que la propia democracia produce está siempre en constante movimiento. Así por ello hemos dicho que no tiene nada que ver con competencias ni saberes: no se trata de desvelar ningún misterio ni de saber lo que ellos saben, ya que ello no produciría sino la apariencia especular del consenso ahora mismo imperante.


Baste esta extensa introducción para comprender mejor las intenciones de este proyecto que con el nombre genérico de Plaza Solución-Vox Populí -y dentro de la convocatoria Stress Test promovido por el Espacio Trapezio- los artistas Diana Larrea y Antón Senra han llevado a las calles de Madrid.

Y es que, de todo lo dicho más arriba, bien podemos convenir que la democracia no es ningún dato preexistente o derivado, ni es tampoco una forma de gobierno sin más. Si la democracia es algo, ese algo es antes que nada una topografía, una memoria del lugar y del tiempo siempre en construcción de lo porvenir. Es precisamente sobre esta idea de democracia como construcción siempre futura sobre la que asientan la pareja de artistas para proponer su trabajo.

Fijándose en la monumentalización y memoria que ya la democracia fantasmal nuestra pone en danza, Larrea y Senra optan por sustituir los carteles amarillos que el Ayuntamiento de Madrid tiene diseminados por la ciudad para dar buena cuenta de una historia-bien-contada, por otros donde sean frases con marcado acento democrático las que vayan tejiendo esa otra virtualidad futura y democrática. Como se ve, nada más empezar, el choque de posturas es radical: una monumentalización histriónica para dar por zanjado el debate, para articular una memoria siempre-la-misma, o por el contrario un monumento dialógico donde el debate cree espacio público.

“Un gobierno que no escucha a su pueblo no merece gobernar”, “Violencia es cobrar 600 euros”, “esto no es una campaña electoral, es toma de conciencia, debate social”, y, la que más nos gusta, “la democracia es la promesa por llegar” –en alusión a Derrida-, son ejemplos de frases llamadas a rearticular el tejido común de una comunidad que parece ahogada bajo el peso de unas ideologías sesgadas y llamadas a seguir el latrocinio perpetuo que se traen entre manos.

Sean acertadas o no las frases, estén o no en consonancia con lo que un debate necesita para no caer preso de los dos polos ideológicos que antes hemos venido en comentar, quizá sea lo de menos en un estado de sitio como el actual donde el odio a la democracias es algo generalizado por la derecha y por la izquierda. Lo importante, pensamos, es caer en la cuenta de que la democracia es algo siempre en construcción que nada tiene que ver con derechos y sí con deberes: el deber de apelar siempre a una fractura, a una falla en los repartos de las competencias y los tiempos. Lo importante es comprobar de primera mano que es el siempre como construcción a futuro –no como reorganización especular de saberes- como la democracia se constituye.

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