miércoles, 29 de agosto de 2012

ASSANGE O EL ESPECTÁCULO POSTMEDIAL

                

“Cualquier negociación con el espectáculo y las formaciones de la falsa conciencia que él  ampara  es, para los intereses de intervención política definidos desde la óptica de la desobediencia civil y la resistencia pacífica, contraproducente"
                                                                                                    José Luis Brea

Como el miedo es libre, y esto de ir contracorriente no es lo mío, quizá no sea del todo descabellado pensar que el colocar esta cita de Brea antes de empezar no sea una manera, un tanto torticera, de situarse cómodamente en las trincheras frente al fuego enemigo.

Y es que, cuando las voces claman al unísono y dictaminan fronteras de decencia sin la menor conmisericordia hace falta mucho más que un discursito bien hilado para salir bien parado. E. incluso, visto lo visto, nada nos dice que nuestro querer escudriñar de cerca las heces del sistema no sea otra jugada, otra tirada de dados con la que el espectáculo vuelve a sentirse cómodo y rebosante de felicidad. Y es que, si no hay salida, no la hay para nadie.

Sin embargo, aún estando presos de esta maquínica del fantasma, algo hay que tener más que claro: nada sacia la sed del espectáculo tanto como las poses de contestataria protesta, de la obscena fantasmagoría de su propia crítica.

Y es que, aún hoy, no calibramos como debiéramos el poder del mundo-capital. Basta con que uno –y me refiero ya al señor Assange- se adentre en sus fauces y salga vivito y coleando para que enseguida empiece la algarada dionisíaca, la monserga de aquellos que empiezan a darse palmaditas en la espalda seguros de haber descubierto el misterio que se oculta tras la pantalla mediática, el Santo Grial de la economía de las imágenes que distribuye saberes y competencias.

Porque no solo es que no hay ya nada bajo las apariencias (únicamente hay una pantalla-mundo que construye lo real según su propios juegos de inmanencia), sino que toda intromisión en la lógica del poder, para querer ser efectiva, ha de estar segura de que en su esclarecimiento, en el bombardeo antisistema que practica, no va a quedar preso de nuevo de las lógicas del espectáculo-capital.

Otra vez el miedo a no haberlo dicho clarito me lleva a citar a Brea: “la fantasía abstracta de una amenaza genérica contra ‘el sistema’ constituida por el hacker –el activista que pone en peligro y cuestión la propiedad de la información y los sistemas que la protegen- revierte en su propio beneficio transfigurada, de un lado, en argumento para aumentar los dispositivos de control; del otro, todo su potencial de incidencia sobre la opinión pública depende de la repercusión mediática y por tanto alimenta su interesada construcción de lo real como espectáculo”. Más claro agua.

Quizá no hayamos dicho nada o lo hayamos dicho todo, pero ver las redes sociales infestadas de meapilas que se rasgan las vestiduras por las injusticias cometidas por los imperios del mal (Suecia, Estados Unidos, etc) al tiempo que concelebran el haberse dado cuenta de tanta maldad con las mismas armas que dichos imperios les fabrican para su divertimento, es algo que, cuando menos, llama poderosamente la atención.


Ese, y no otro, es el gran triunfo de la imagen-capital: llamar a la indignación movilizando las propias tectónicas del espectáculo. Que devenga todo visual, entretenido, comercializado, incluso las formas de resistencia; que cada uno tenga al alcance de un click un mundo de indignación e injusticia compartido en tiempo real con el otro, que también está indignado, que también se atreve a pensar con aquello que ha descubierto bajo las apariencias, que también está dispuesto a clamar justicia en el desierto de lo real. Mover cantidades ingentes de fantasmagoría: el sueño preciado del capital hecho realidad.

Ni siquiera los señores del capital esperaban tanto de tan poco. Y es que, a fin de cuentas, cuando incluso ellos son carne de cañón al quedar también referidos al juego de marionetas que supone el espectáculo, el límite puede estar en cualquier parte –lo que equivale a decir que no hay límite, que lo siniestro, como el envés terrorífico de la belleza sublime (la libido en este caso) colapsa el sistema: que el propio sistema es siniestralidad en estado puro.

Y quizá nada hay que reprochar a Assange, quizá tampoco nada a aquellos que infestan los facebooks, twitters y demás con formas espectacularizadas de disenso colectivo. Quizá, digo, no sea culpa suya porque es solo la obscenidad del sistema quien atrapa todo ejercicio de resistencia en sus propias redes. Ser espectáculo, quedar referido al fondo de contraste de toda esta pantalla luminosa en que se ha convertido el mundo: tal es el destino último del acontecimiento. Ser es ser espectáculo. La resistencia deviene fetiche, se convierte casi en logo consumible listo para serigrafiarse en camisetas o calzoncillos. La memez convertida en pandemia acampa a sus anchas. El leitmotiv de la rebeldía se instaura como evento global.

Criticar las formas adulteradas de democracia que ejercen las propias democracias occidentales usando para ello formas espectacularizadas de divertimento, ocio o gracieta visual; tratar de desvelar lo oculto –los secretos del sistema- proponiendo otra distribución del saber, son caminos que ya, en la era de la implosión mediática, no conducen a nada, más que nada porque la forma de explicitarlo es solo convirtiéndolo en efecto mediático, en imagen-espectacular (y especular). Y es que, como sentencia Rancière, “si ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”.


El cierre de Megaupload y el devenir-espectáculo del señor Assange ponen todas las cartas boca arriba para descubrir que, una vez más, el capital tiene todas las de ganar. La nueva era del capitalismo, el inmaterial, seguirá por los mismos derroteros del simulacro y la propiedad privada. Esta vez, como quien dice, hemos sido derrotados en casa. Y es que la virulencia efectiva del capital hace que cada derrota sea sentida más como un efecto de superficie, inmanente al devenir real del espectáculo, que como oportunidad disensual perdida. La derrota es orgiástica, el baile de la exhibición de nuestras miserias es el esperpento retrasmitido en prime time.

El sueño dorado de Brecht, el ser todos “productores de medios”, ha terminado por dar al traste en la payasada consensuada. Porque, si algo es el capital, es psicoanalítico: igual que indigna, seduce; igual que teledirige subjetividades, permite que éstas sean exhibidas e igualadas en su devenir-imagen.

Solo hay una forma de ejercer el disenso: haciendo operar un trabajo genealógico que descubra la lógica inmanente a la emergencia y construcción de la imagen-capital. Pero, ocupados como parece que hemos estado en seguir ahítos de saber qué se esconde bajo las apariencias –unas apariencias que, por otra parte, son mero señuelo-, preocupados en otra distribución de propiedad privada que redunde en seguir pegados a la pantalla mediática sin pestañear, tal crítica se da como modo autoexculpatorio o consolador (sino incluso como mofa generalizada ante los incapaces).

La verdad es espectacularizada por los mismos procesos mediáticos que usamos para encender la llama de la crítica y así, obviamente, que nuestra propia crítica deviene impotente, presa de esa “lógica de la falsa conciencia que no puede conocerse a sí misma” (Debord). La única salida es actuar ahí donde los engranajes del sistema son más débiles y permiten una operatividad no dada a su espectacularización mediática. Esperemos que estemos todavía a tiempo y que la acción en la red no se convierta en un mero caudal de comunicación anestesiada, cifrada en la fluídica de una opinión que no sabe siquiera que el estar en contra bascula siempre del lado del poder.

1 comentario:

  1. No entiendo por qué la espectacularización de la verdad puede deslegitimar la crítica de la injustica cuando se usa para la denuncia, si es que la verdad y la injusticia existen. Me parece que la motivación de la acción es lo que marca la diferencia.

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