miércoles, 28 de septiembre de 2011

REPLAY: JUAN ZAMORA EN MORIARTY


JUAN ZAMORA: REPLAY(DESDE LO MUERTO)
GALERÍA MORIARTY

Si hace casi tres años Juan Zamora sorprendió con su primera exposición en Moriarty, aquella titulada “Cuando aire y nubes”, en esta ocasión, bien se puede concluir que, como suele decirse, ha venido para quedarse. Y no es que su largo ya currículum le haga merecedor de una consagración definitiva, sino que esta su segunda exposición deja perfecta constancia de una madurez y una seguridad que, si anteriormente desconcertaba un poco, tres años más tarde ha resultado ser una realidad absoluta.

Y es que, si se quiere, todo en él pudiera desconcertar un poco: su inusitada juventud, su estética infantiloide, su pareciera influencia de unos cómics de los que cuenta no haber leído gran cosa,… En fin, quizá sea que solo de lo inclasificable puede esperarse algún aliento de vitalidad.

Su obra se articula en torno a dos ejes: si por una parte es dibujo lo más recurrente de su trabajo, por otra es la utilización de pequeños artilugios infográfico (gadjets), lo que dota a su obra completa de una movilidad extraña, de una virtualidad animada que, junto a una estética como decimos cercana a lo infantil, crea escenas que conjugan lo inocente con lo perverso, lo virginal con lo grotesco.

Otra vez es lo desconcertante lo que actúa de detonante principal en toda su obra: esos dibujos, diminutos, minúsculos incluso, cobran una extraña vida donde lo virtual se conjuga con la siniestralidad más explícita. Así, el arquetipo infantil no es más que un señuelo, una trampa donde la mirada adulta cae para, poco más tarde, sentirse expulsada, zaherida en es obtuso gusto controlador del que todos, en mayor o menor medida, hacemos gala.

Porque, ¿no es ese el gran triunfo de Juan Zamora, el desacoplar una mirada que, enfrentándose a lo minúsculo de la infancia, juega su baza ganadora desde el principio? La conceptualización, la objetivación o tematización, todos esos epítetos más o menos grandilocuentes que conforman los estadios triunfantes de la razón, son desanclados en manos de unas extrañas criaturas, mitad reales mitad fantasmales, que nos enfrentan a una realidad invertida y sedimentada bajo el peso de la cotidianeidad más gris.

Así, partiendo del día a día, Zamora crea una especie de ínterin, de distancia donde emerge lo siniestro, lo olvidado, lo traumático incluso. Si en los años ochenta el arte obsceno quiso romper la pantalla-tamiz a base de juegos escatológicos o de regresión a la infancia, ahora Juan Zamora reactualiza dichos primados teóricos desde una vertiente novedosa, donde el trazo rápido y la digitalización gráfica confluyen en una estrategia que trabaja para dejar paso a lo inconsciente, a lo accidental, a esa corriente subterránea que transita debajo de nuestra mirada yoica y dogmática.



Pareciera entonces que más cercano que a los consabidos cómics es a la escritura automática hacia donde habría que dirigirse para hallar los propósitos de su arte: acabar con la dictadura del ‘yo’, de lo archisabido al primer golpe de vista. Y para ello, nada mejor que dejarse llevar por los automatismos de la creación para llegar al fondo de la realidad. Quizá por ello, como ha confesado en alguna que otra entrevista, Zamora trabaja cuando está ya cansado del día, por la noche, cuando las conexiones con la realidad circundante son más débiles, es decir, cuando los fantasmas empiezan a cubrir nuestras experiencias.

Para esta su segunda exposición en la Galería Moriarty, Juan Zamora ha dejado un poco de lado su peculiar trazo infantil para plantear una exposición que tenga en la noción de bucle infinito su razón de ser. Como en la anterior, la sala entera funciona como algo más que como simple contenedor: paredes, suelo y escaleras, conforman una topografía de lo anecdotario que, en su conjunto, viene a resolverse en una instalación conceptualmente lograda y expositivamente contundente.

Tomando como punto de partida la naturaleza, Zamora hace hincapié -del mismo modo naif que marca el desarrollo de su obra entera- en los ciclos y actos repetitivos que estructuran nuestra existencia. Para ello, obviamente, Zamora se distancia del concepto normativo de lo bello natural para acercarse, eso sí, a la naturaleza como ámbito y espacio de contemplación y libre de fines. Lo repetitivo, lo azaroso, lo accidental incluso, vienen a sumarse para crear una atmosfera donde el extrañamiento de lo hiperconocido, la propiedad de lo impropio, funciona como detonante.



La premisa idealista de que solo como imaginación del arte produce la naturaleza necesariamente su apariencia estética, Zamora la transforma justo a su medida: la naturaleza como vestigio interior desde donde proponer una contemplación, estética obviamente, de los círculos y bucles, repeticiones maquinales y perversas, desde donde hacer emerger una subjetividad, la nuestra, enferma y traumática.

Como puede verse, si los fines son los mismos -proponer lo oculto de una construcción que pareciera ampararse en la racionalidad de lo seguro-, los medios son substancialmente diferentes: no ya lo siniestro de la inocencia, sino la repetición pulsional de cualquier instancia donde lo humano sea apelado.

lunes, 26 de septiembre de 2011

ALEGRAME EL DÍA, NENA: ESTRATEGIAS INFOGRÁFICAS DE FELICIDAD EN LA ERA DE LA TELEREALIDAD ASISTIDA (O COMO MI NENA SE CONVIRTIÓ EN UNA BLACKBERRY)



(artículo publicado en la revista El Bombín Cuadrado, nº7:

Lo siento pero, ya está visto: nadie puede ya alegrarme el día. Ni este ni ninguno de los futuros. Siento ser tan tajante, tan tosco en las conclusiones. Pero las cosas son así. No sé si demasiadas nenas pero sí que demasiadas alegrías. Sí, demasiadas alegrías, ese es el problema.

Alegrías de andar por casa, claro. De plexiglás, celofán y piñata. Pero alegrías al fin y al cabo. Un golpe seco y preciso, y el festín de la felicidad y de la alegría cae sobre nosotros esparciendo su buenrollismo. Todo va dabuten, parece ser el lema de nuestra época líquida y, por lo menos a mí, llega a hartarme.

Ya digo que siento ser tan pesimista, tan poco dado a la mandanga de la concelebración y a ir por ahí pidiendo favorcillos, pero es que uno ha intuido hace ya tiempo que el horror y la tragedia es nuestra destinación más plausible. Y, claro está, con convicciones como esta, no se puede llegar muy lejos.

Y, es que, convendrán conmigo en que lobotimizados como estamos, hemos adquirido la extraña habilidad de sacar felicidad y alegría de cualquier situación que se de en el secarral invertebrado en que se han convertido nuestras vidas, tan planas como una de esas pantallas en que –verdaderamente- acontece nuestra vida.

¿Quién no ha asistido -por poner únicamente un ejemplo, pero del que sabremos sacar todas las conclusiones que haga falta- a una de esas veladas soporíferas y de duermevela donde, de repente, uno de los amigotes más enrollado, como un forajido de leyenda, no se le ocurre otra cosa que sacar su móvil y plasmar el fiestón en imágenes para que el recuerdo no se pierda, no se diluya en la anda de la que nunca debió haber salido?

La cosa entonces ya cambia, de la sosería cadavérica generalizada, de la boludez testosteronoica o la sinsorgada gineceica, se pasa sin dilación al esperpento de los caretos, de las muecas retorcidas y al comadreo de los coleguis.

Pero queda lo mejor, claro está. Al día siguiente, obviamente y ya cuando la obsolescencia del domingo resacoso llega a su cenit, al colega de turno no se le ocurre otra cosa que subir las instantáneas a feisbuk y tuiter, enviarlas y reenviarlas, ponerlas en su perfil, etc.

Que se vea, que se note. Ya no vale con fardar e ir de alardeando de vida social. Ya todo tiene que ser registrado y –más importante aún- enseñado, mostrado en una vorágine de imágenes donde nuestro ‘yo’ queda fagocitado y fragmentado en una red ad infinitum de imágenes donde, obviamente, es el fantasma lo único capaz de llenar los vacíos siempre deslizados que provoca la hipertrofia de una biografía que, siguiendo la idea de Paul de Man de una autobiografía como “desfiguración”, es ahora llevada al paroximso de una ciberrealdiad donde nuestra alegría y felicidad es constantemente producida como efecto virtual de superficie.


 
Hiperconectividad: esa es la palabra que define ahora el ansía por perseguir el secreto de la felicidad. Alégrame el día, pedimos. Pero no ya a ninguna nena, sino a nuestra identidad cibernética. En el juego de espejos en que ha terminado por remitir la fantasmagoría del simulacro postmoderno, la felicidad es cuestión de tuits y seguidores, ni más ni menos. Si la profundidad es tan nimia, tan fácil –y tan difícil al mismo tiempo- de rasgar la membrana de la teleinmediatez, es porque las satisfacciones que devuelve están medidas a la perfección por la economía del simulacro libidinal: mínimo de esfuerzo para un máximo de recompensa. Una mueca a tiempo, una charanga a la hora justa, y toda una cita quedará marcada por el aura indeleble de lo superdivertido.

Alégrame el día, claro, pero no ya a ninguna nena, sino a nuestro onanista sentido de la telepresencia. Para ello, obviamente, solo un requisito: eliminar las barreras entre vida privada y vida pública. Porque uno, como dijo Debray, se museografía en vida. Porque uno es un zombi, un muerto viviente para el que no existen más que dosis de cibersatisfacción. Nuestra memoria por tanto dura lo que dura el instante en que tarda en llegar la siguiente instantánea. Nada somos más que una repetición de falsos posados, de robados donde nuestra vida se diluye en la mirada de ese otro que ya nada tiene de psicoanalítico.

Nada de construcciones sintomatológicas en busca de un vacío estructural; nada de espejos donde el ‘je’ y el ‘moi’ se remiten a la mirada siempre justiciera y dogmática del otro. Nada tampoco de miradas que abren el campo hermenéutico del sentido a una radical otredad. Nada, nada. Ahora, la mirada cínica que Baudrillard profetizó nos devolverían las mercancías, se ha tornado en la mirada de unos gadgets que nos redimen de nuestra falta de sustrato existencial.

No ya solo que los objetos nos devuelvan su mueca burlona, sino que les necesitamos hasta tal punto que somos capaces de diluir todo nuestro campo empírico en un conjunto de interacciones entre circuitos de chips y byts. Ahora, y tomando a Sartre un poco por los pelos, no es que el infierno sean los otros, sino que el infierno se ha convertido en una pantalla dáctil, hiperplana, donde navegamos en busca de nuestra píldora indolora de alegría y satisfacción comedida. Querer ser: ese es nuestro mayor deseo. Y ahora, gracias a la tecnología, eso está al alcance de –nunca mejor dicho- la mano.

Total y resumiendo: que quien tenga vida privada es que es un pobre infeliz, un carca demodé. Porque ahora lo molón es que todo quisqui, el amigote que no ves desde la primera comunión, tu ex novia, el ligue de yo que sé cuando, tu jefe, tu madre, tu padrino, ... hasta tu confesor, vean lo guay que eres pasándolo teta y desbarrando en ese garito tan chulo.

Porque viviendo en un mundo pixelado y dromotizado, la felicidad queda adiestrada en la tiranía de la imagen instantánea: ahí donde no cabe otra cosa que el recurso a la pose de gala, a la simulación del enrollado y a la mueca graciosa por antonomasia.

Y es que hoy en día la alegría y felicidad, si no se consigue de una forma se consigue de otra. Y el ciberespacio es el contenedor privilegiado de la hipersatisfacción en tiempo-cero. Hoy en día no es ya nuestro cuerpo –nuestros gestos- los que hablan de nosotros, sino que es la ciberpresencia –esa extraña presencia poliédrica y siempre en fuga- la que nos define en nuestra substancialidad. No ya el ‘tener’ por encima del ‘ser’, sino el ‘simular’ por encima de todas la cosas.


 
Los dispositivos de producción de subjetividades, perfeccionados en relación directa a la capacidad de fluir del capital-libidinal, han ideado la maquinaria capaz de reterritorializar todos los flujos y realizar un agenciamiento a escala global: el tiempo es global y, como en un live retransmitido a los cincos continentes, nuestra vida –nuestra felicidad- se cuela entre los intersticios de una hiperrealidad que llena cada vez más ámbitos de producción humana.

No ya entonces la cámara fotográfica, sino los dispositivo infográficos asociados a cualquier cachivache –gadjet- se han convertido en los dispositivos que mejor definen nuestra época. La gadjetomanía, el furor que desde siempre ha hecho estragos entre los adolescentes, es ahora la pandemia de una sociedad entera: adolescentes de traje y corbata, eternos “peterpanes” que rondan la cincuentena, todos ansían disponer del último artilugio capaz de hacer de todo.

Esta despersonalidad a la que hemos aludido y que permite la ciberrealidad, es perfecta para unos cuerpos –los nuestros- que tienen en su disciplinamiento su razón suficiente. Así, la nanotecnología se ha convertido en la panacea del capital. La mercancía-fetiche ha quedado desfragmentada en objetos capaces de almacenar cuanto más mejor. La catexis es entonces rizomática: no se da en una secuencia temporal lineal, sino que lo que permite el gadjet es estar conectado en varios frentes –es decir, ser atravesado por diferentes flujos informacionales y libidinales. Es decir –otra vez más- ser mapeado con mayor perfección, con mayor adiestramiento; hacer del sujeto una máquina hiperafectiva capaz de sintonizar cualquier campo de baja intensidad para sobrepotenciarlo de inmediato.

En un mundo sobrecodificado y desideologizado, la profusión de los afectos se torna en eje fundamental sobre el que se levanta la economía del hipercapital. Los afectos, entendidos ya en su telepresencia como consumidor, deja el campo libre y abonado para la emergencia del siguiente nodo. Así, el neobarroqusimo postmoderno no es más que esta hipertrofia de los discursos a manos de la sobrecodificación de los afectos.

Pero, sin embargo, el secreto –la clave de su éxito- no es tanto lo que puedas almacenar –una colección casi infinita de imágenes-afectos-, sino la facilidad con que se nos permite borrar –deletear- los archivos. Así los gustos, las modas, la información, la memoria, queda adiestrada en la tele inmediatez de lo ya-desde-siempre-caduco. Lo que acontece no dura sino un lapsus infinitesimal. Porque, a fin de cuentas, ¿de qué vale una alegría si no es rápidamente intercambiable por otra?

A este respecto, Fontcuberta comenta en uno de sus últimos libros cómo la eliminación del tiempo de espera a la hora de consumir la imagen –tiempo de la espera de revelado- ha invertido muchos de los conceptos teóricos de la fotografía y –añadimos- de la metafísica de la presencia. Nuestro mundo, habida cuenta de que descansa impertérrito en la escenificación instantánea de hiperafectividad y considerando que, obviamente, el sentimiento necesita su tiempo de espera, su ralentí, es entonces la plasmación en megapixeles la prueba de fe, el callejón sin salida que permite una efusividad a velocidad límite.


 
Todo lo hasta aquí dicho no es, obviamente, nada nuevo: la felicidad, la alegría, siquiera toda sentimentalidad o emotividad, no es otra cosa que una cuestión política. A este respecto, uno de los conceptos claves de la Estética moderna -el recorte delo sensible que Rancière sitúa como concepto clave en su reflexión- no es más que eso: un concepto que recoge para sí todas las relaciones de poder que se dan en el adiestramiento efectivo de una mirada.

El campo de acción, aquello definido una vez que se ha operado el corte limítrofe entre lo visible, lo decible y lo posible, no es más que un efecto del juego de ficciones que se dan entre diferentes políticas: la política de, por decirlo así, el capital y la política estética. Esta última, construida sobre el trabajo de la ficción, cabe entenderse como un trabajo de demolición, de fragmentación y resistencia ante los embates sin concesiones de los flujos de capital a velocidad límite.

Es aquí, en la mediación entre ambas políticas, donde la técnica tiene un papel capital. No quisiéramos entrar en la problemática hasta el fondo, pero sí que es urgente –urgente como lo ha sido en los últimos doscientos años- percatarse del poder omnipotente que la técnificación está teniendo en nuestra vida. Y es que, si bien como decimos, esta preocupación por la preeminencia de la técnica viene ya de lejos, es ahora cuando ya por fin ha entrado en su punto límite: el de llegar a postularse como garante único de la felicidad y alegría del humano. Es decir, esa ahora cuando la felicidad –con todos sus condicionantes éticos- es una cuestión de técnica.

La técnica se ha inmiscuido ya en el terreno de lo invisible para erigirse en estandarte de la ciberfelicidad, una felicidad de usar y tirar pero que nos es superútil en nuestra aclimatación al medio, que es –todo sea dicho de paso- la única que somos capaces ya de imaginar-soportar.

Benjamin fue el primero en percatarse de que la importancia de la técnica venía de la mano de ser capaz de captar aquello que se escapa a la vista. Esa capacidad de ver lo invisible hacia reconsiderar al arte y tomar su función política en serio: reconvertirse en ejercicio de resistencia ante las estrategias políticas de disciplinamiento de la mirada.

Que esta emergencia de lo político en el arte a manos de la recién estrena técnica –en su caso la reproducibilidad técnica- la viese Benjamin de modo positivo, no deja de ser una mueca, un guiño a los poderes del capital que nos han arruinado en las últimas décadas. Pero con el correr de los años la nanocámara fotografía, el móvil de quinta generación, se ha convertido en el mayor arma política de la historia: distribuye felicidad ahí donde más se necesita.

Si, como decimos, Benjamin supo ver la importancia de la técnica al ser capaz de captar lo invisible, ahora la cámara –los dispositivos infográficos en general- son capaces de plasmar el aura magnética de un tiempo, el nuestro, que tiene en su cualidad de efímero su mayor potencialidad. Así, tales dispositivos actuales de imaginería social –y no quiero ya pensar en los que vendrán- reterritorializan para sí todo el caudal libidinal ganado ya para la causa de la fluidez total.

La felicidad postmoderna, para ir concluyendo, es eso: la unión de lo hiperreal, de todos los afectos en su obscena inmediatez. Alégrame el día, nena: nuestros días no buscan satisfacciones mediatas, sino que la inmediatez ciberafectiva es su ahora ritmo único.

Si supiésemos que, y tomando otra frase célebre de película, nuestros recuerdos se disolverán como lágrimas en la lluvia, quizá no haríamos tanto el chorra y el pasao, y dejaríamos de compulsivamente practicar la antropofagia con nuestra biografía. Pero así somos y así estamos hecho: siempre una pulsión, un golpe de libido ansiando satisfacerse, un hueco por donde asoma el horror a deshacernos, un terror a no poder soportar tanta memoria.

Sí, decididamente, mucha más alegría y felicidad me proporciona mi blackberry que cualquier nena dispuesta.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

JUEGOS AÉREOS: SOFÍA JACK EN FÚCARES



SOFIA JACK: ‘TODO LO SÓLIDO SE DISULEVE EN EL AIRE’
GALERÍA FÚCARES: 08/09/11-22/10/11

Con el más que sugerente título de ‘Todo lo sólido se disuelve en el aire’, Sofía Jack presenta esta su segunda individual en la Galería Fúcares de Madrid con la que continúa indagando en las relaciones íntimas y subjetivas que conforman la –siempre diferente- realidad.

Tomando como campo de experimentación lo privado del entorno casero, la obra de Jack permanece atenta a esos finos hilos que tensan la realidad entera para darle ese giro subjetivista y único con el que la cotidianeidad queda construida como conglomerado de efectos psicológicos, efectivos y emocionales.

En sus series, dos en este caso pero que atienden a motivos bastante semejantes, es la ausencia de una presencia intuida la que queda evidenciada en unas escenas que recrean el ambiente frágil pero seguro de los confortables hogares. Ejecutados con carboncillo, lo difuminado de los blancos y los grises nos evidencian la fragilidad de una escenografía apunto de disolverse, como bien dice el título, en el aire.

Y es que hacia donde apunta Jack es a desvelar lo cercano que conceptos como el de seguridad e indefensión, solidez y vaporosidad, pueden llegar a estar.

El giro de tuerca perseguido en la ejecución de estas obras es hacer del hogar familiar una metáfora completa de la construcción global de la realidad. Así, su tesis sería la misma que la de Marshall Berman en su ensayo del mismo nombre: la convicción de que, detrás de un mundo racionalmente sólido, todo descansa en una virtualidad gaseosa, en una esponjosidad vaporosa.

Dicha tesis, más que archiconocida para todos, no es otra que el enésimo retorno de la ya famosa cita de Marx y de la que es tomada el título de esta exposición –y del ensayo antes mencionado: la modernidad, envuelta en un halo de progreso y racionalidad, no es otra cosa que un proceso bárbaro (Benjamin) y mitológico (Adorno, Horkheimer) con el que elevar la razón a endiosado momento de la humanidad bajo la estrategia de instrumentalizar y homogeneizar una razón plural e indómita.




En este sentido, quizá sea Lipovetsky el último de los que han venido a sumarse al carro de la célebre frase para llegar a la conclusión –postmoderna claro está- de que la maquinaria, en este proceso acelerado de disolución de los sólidos cimientos de una civilización, ha terminado por alcanzar su zenit: no ya acaparamos merced a un disciplinamiento utilitarista y egoistizoide, sino que, hete aquí, acaparamos para ser capaces de desprendernos de nuestras mercancías con una rapidez cada vez mayor.

Sea dicho de una vez: el placer de los placeres no es ya tanto el momento de la compra –ahí donde parecen dirigirse la mercadotecnia socio-cultural del momento-, sino el momento del desechar, del dar por viejo y antiguo cualquier cosa adquirida quien sabe si la semana pasada. Así las cosas, lo paradójico de esta conclusión es que lo invertido ha llegado a ser un momento de lo falso: o dicho de otra manera, que a la hora de ‘construir’ lo ligero y liviano pesa ahora más que lo sólido y cimentado.

Sea como fuere, lo cierto es que Jack transita por esta senda de la fantasmagorización de la realidad para hacer un preciosista y estetizado ejercicio de siniestralidad freudiana con el que ir a dar a un grácil extrañamiento de nuestras coordenadas cotidianas. Su proceder queda incardinado aún en la recurrente estrategia de querer ver, como Marx, una realidad diferente –sólida y poderosa- debajo de esta realidad reblandecida y frágil. Así, si el segundo apelaba a la lucha de clases para desasir a la humanidad de una alienación a la que parecía destinada, Jack quiere ver en los invisibles juegos de sensibilidades el punto de fuga por el que filtrar una ‘verdad’ a la que acogerse y no caer en esta disolución aérea tan –por otra parte- seductora.

viernes, 16 de septiembre de 2011

11-S: MEMORIAS FRAGMENTADAS(2ª PARTE)



FRANCESC TORRES: MEMORIA FRAGMENTADA. 11-S NY
CCCB: 08/09/11-03/11/11


“La enciclopedia de mundo y la pedagogía de la percepción se desplomaron y fueron sustituidas por una formación profesional del ojo, un mundo de controladores y controlados que se comunican dentro de lo técnico, nada más que lo técnico… El ojo socio-técnico a través del cual se invita al espectador mismo a que mire, dando lugar a una perfección, plena e inmediata, instantáneamente controlable y controlada”.
                                                                                            G. Deleuze


A la hora de desentrañar las novedades que una filosofía crítica pudiera aportar en este mundo globalizado y poliesceneográfico, lo fundamental es percatarse del giro dado por las tectónicas de superficie que la ideología imperante (la de la imagen-capital) en los últimos años.

Si ya parece de todo punto inasumible aquellas estrategias subversivas que se situaban en lo antagónico del sistema para, desde ahí, llevar a cabo algún tipo de ‘atentado’ con el que dinamitar alguna parcela de dominio capitalista, ahora, habida cuenta de esta imposibilidad manifiesta, bien pareciera que vivimos en el mundo de la hiperdemocracia y que, en este sentido, la distribución de imágenes y su exhibición en regímenes que pudieran pensarse como de libre difusión y, más claramente aún, de libre acceso, es la encarnación más nítida de este nuevo alumbramiento global: la panacea de la videoesfera global, ahí donde ya no habría regiones de desconocimiento, ahí donde, por fin y de una vez por todas, todo lo cognoscible sea visible y, como no, todo lo visible sea cognoscible.

Así, pensamos, la perversidad límite del sistema es la de hacernos creer que todo, en el límite de lo visual, coincide consigo mismo y revierte en una imagen perfecta de acceso y distribución perfecta. La realidad entera, habiendo devenido imagen, junto con la democratización del régimen de visibilidad, pareciera ya remitir a una idealidad socio-política perfecta.

Pero, situados en este punto, el mismo proceder ideológico que capitalizó toda posible crítica hasta mediados del siglo XX, parece reflejarse en la ideología dominante actualmente. En este sentido, si ya no se piensa que exista nada oculto debajo de la imagen, si ya las filosofías de la sospecha han venido a dar a estrategias críticas más preocupadas en hacer comprender los dispositivos de emergencia de la imagen, es también moneda común de cambio el interpretar esta deflación de la imagen como el nuevo opio del pueblo, la nueva panacea que acontece e idioticia al ciudadano medio. Siempre el capital se ha movido en estas dos direcciones: posiciones conservadores haciéndonos comprender lo maligno de un exceso de todo (de velocidad, información, imágenes,…) y una ensañamiento progresista denunciando ese ‘algo’ que no se nos permitiría ver y por el cual las susodichas posiciones conservadoras velarían haciendo lo posible para el persistir de su ocultamiento.



Ambas posiciones no han hecho más que coincidir en el reflejo invertido de una distancia que queda anulada en su inmediatez: ambas pretenden dinamitar la distancia que media entre observador e imagen, para proponerse como pathos ético-político afanado en la eliminación de todas las distancias.

A este respecto, es opinión general que la razón fundamental por la cual parece que el ciudadano está insensibilizado ante la realidad que le rodea –obviamente en mayor medida en relación ante imágenes de horror o tragedia-, es que el propio sistema nos sumerge en un torrente de imágenes de manera que el mal de las imágenes, simplemente, es su número. Este razonamiento, pese a proponerse como crítico con el sistema, no hace más que estar en perfecta concordancia con él: el hecho de que, sostienen ellos, la democracia sea total y el acceso a la información no tenga límites, tiene su contrapartida en la situación de indefensión en que queda amparado el ciudadano a ser diana perfecta para una profusión de imágenes donde la mirada queda fascinada y el cerebro reblandecido. Así pues, no hay márgenes para lo no visible, lo no factible y, razonamiento último, eso no ha traído más que la emergencia de un sujeto idiotizado y febril ante el bombardeo mediático de imágenes. Siendo corolario entonces último que al espectador, al ciudadano, hay que protegerle de alguna manera de este febril bombardeo de imágenes. Es decir, al ciudadano hay que cubrirle con una fina pátina de hipervigilancia paternalista que vele por su seguridad y por su, como no, homogeneidad dentro de la pantalla-imagen. Como bien diría Agamben, y habiendo coincidido que la telerealidad opera preeminentemente desde los medios, “a la dictadura de los medios de comunicación le gusta los ciudadanos horrorizados pero impotentes”

Pero, no obstante, la realidad política de los medios es muy diferente. La estrategia de los medios de comunicación dominantes no es ahogarnos bajo un torrente de imágenes sino reducir su número, seleccionarlas y ordenarlas cuidadosamente. “El sistema informativo, dice Rancière, no funciona por el exceso de las imágenes; funciona seleccionando los seres parlantes y razonantes, capaces de ‘descifrar’ el flujo de información que concierne a las multitudes anónimas”. En otras palabras, lo que llevan a cabo los medios de comunicación no es poner al alcance de todos la multitud de imágenes que, día tras día, se crean, sino, casi todo lo contrario, realizar un filtro para mostrarnos aquellas que ‘realmente’ debemos ver de manera que “la política propia de esas imágenes consiste en enseñarnos que cualquiera no es capaz de ver y de hablar”. Rostros de gobernantes, de expertos, de periodistas especializados, junto con alguna que otra historia con la que, esta vez sí, dar voz a los silenciados es lo que se nos da para ver principalmente. Y, en este sentido, la víctima, como no, tiene su iconografía y su visibilidad justa y precisa

Atendiendo entonces a esta categoría de víctima, una vez puesta sobre la mesa la mecánica propia de la distribución y exhibición de imágenes, la cuestión entonces de lo intolerable queda desplazada. La cuestión, piensa Rancière, ya no radica en la viabilidad o conveniencia de mostrar o no tal o cual imagen, sino “en la construcción de la víctima como elemento de cierta distribución de lo visible”. Porque ninguna imagen funciona aislada del resto sino que su funcionamiento queda a expensas de pertenecer a un dispositivo determinado de visibilidad. Es entonces cuestión de dispositivos, de qué tipo de atención provoca tal o cual dispositivo, más que de dilucidar si hay que mirar tales imágenes o no, si se deben de distribuir o no. La problemática de las imágenes queda entonces insertada dentro de la cuestión acerca de “saber más bien en el seno de qué dispositivo sensible es preciso hacerlo”. Es decir, las imágenes, más que dar que pensar, piensan: operan desde cierto determinado dispositivo.

Así las cosas, si Deleuze diría que lo acontecido, siempre mediado por una cámara como verdadero ojo-máquina, “es el consenso por excelencia, es lo inmediato social, lo técnico, que no ofrece ninguna disyunción posible de lo social, es lo socio-técnico en estado puro”, a lo que se ha de afanar todo estudio cultural, es a dinamitar esta presuposición de inocencia para dar cuenta de los verdaderos dispositivos quo operan en el interior de la imagen, para desde ahí dilucidar las políticas y, obviamente, los intereses, que hacen emerger determinada visualidad emparentada con la construcción tanto de la víctima como del Acontecimiento en sí mismo.

Situándonos ya por fin desde esta atalaya epistémica, las imágenes del 11/S se nos antojan un modelo casi fundamental con el que reflexionar acerca de las estrategias de la maquinaria reproductiva y distributiva de la imagen-mercancía en la era del, como diría Virilio, ‘tiempo acabado’


Apenas hace unos días, con ocasión del décimo aniversario, pudimos contemplar, una y otra vez, cómo las imágenes del 11/S se repetían maquinalmente en un zappeo constante. De ser fieles a lo hasta aquí explicado, de ser fieles a lo planteado por la más moderna teoría de los medios -aquella que desde Günther Anders explicita cómo la imagen televisiva tiene más de perverso que de pedagógico al quedar remitida a una equivocidad ontológica cifrada en una anulación epistémica de la realidad-, este bombardeo mediático persiguió, y seguirá persiguiendo, la incorporación lenta pero metódica de aquel Acontecimiento que rasgó el velo de la videoesfera al inconsciente colectivo de una globalidad entera.

Así, si ha quedado claro que no hay nada detrás, que como diría Susan Buck-Morris, “el mundo-imagen es la superficie de la globalización, es nuestro mundo compartido”, los medios persiguen la homogenización de todo Acontecimiento en aras de desanclar finalmente al ciudadano de una realidad bajo sus pies. Para ello, claro está, las estrategias son varias: o se encumbra a espectáculo mediático cualquier Acontecimiento –y para ello el 11/S es arquetípico de esta modalidad-, o, en un reverso maligno de la anterior estrategia, los medios desjerarquizan todo Acontecimiento (a este respeto el artículo recientemente publicado en Salonkritik de Maria Virginia Jaua es ampliamente revelador) para terminar dando como resultado ese ‘desierto de lo real’ que ya profetizó Baudrillard.

Sea cual fuera la estrategia preferida, misión del artista entonces es, como sugirió el propio Benjamin, rasgar ese mismo velo de lo fantasmagórico que para sí hiciera el 11/S. En esta doble simetría que parece vincular el acto terrorista con el acto artístico, no estamos apelando a estrategias subversivas ni revolucionarias -ni mucho menos asesinas. Simplemente queremos dejar al descubierto como, en la era del hipercapital, el arte, en el trabajo de ficción que se le presupone, más que presentarnos vestigios de lo ya-sido, más que esforzarse por el docudrama, ha de hacer presente una ausencia infinita, un hueco insoslayable en la red rizomática que nos sustenta. No llenarlo de memoria –porque, y a fin de cuentas, ¿cuánta memoria puede uno soportar?-, ni fetichizarlo a base de maquínicas repeticiones.

En este punto, quizá la trilogía de la guerra de Rosselini es ejemplo más que claro: Rosselini, para realmente hacer inolvidable el Acontecimiento de la catástrofe, no se pliega a los dictados de la representación, sino que presenta una ficción en el escenario de la devastación de una guerra real.

Es decir, no caben medias tintas: no se puede apelar a lo ya-sido para hacer saltar la chispa de lo inmemorial de un fantasma, no se puede dilucidar el horror del pasado desde la presentación hipermedial de la imagen. En otras palabras, no se puede mediar entre lo que no tiene medida más que confrontando la desmedida desde un presente lanzado aquí y ahora que tercie entre la presencia y la ausencia de ese mismo pasado.



No hay palabra –ni mucho menos imagen- que llene ese vacío, claro está, pero solo así nos podemos hacer cargo de la destinación última del arte: que no existe medida, que no se puede ya apelar a lo sublime de un pasado ni a lo irrepresentable de una posible mediación. Es decir, lo sublime no ha de ser ya el lugar donde impensable e irrepresentable se dan la mano para postular una representación mediadora, sino que lo sublime ha devenido ya lugar común de una desmedida ínsita en el mismo núcleo de la imagen contemporánea.

Palabra y testimonio se deben de tejer en la imagen del arte contemporáneo para dar cuenta de lo increíble e inconmensurable de todo acontecimiento: que la memoria no se debe plantear como el artificio de un ya-sido fantasmal, sino que apela a un hinc et nunc radical.

Pero, muy por el contario, y ya pareciera que nos dirigimos al punto que nos ha servido de detonante para estas reflexiones -la exposición en el CCCB de Barcelona de una serie de fotografías tomadas por Francesc Torres de los objetos recogidos tras el 11/S-, muchas estrategias artísticas, aunque no lo parezcan, no hacen sino ayudar a la imagen-sistema en la homogenización global de todas las imagen-Acontecimiento. La presencia de un ya-sido radical, más que atemperar lo insondable del abismo, no supone sino un olvido radical del trauma en favor de una espectacularización sublime de lo detrítico.

Pero, antes de entrar a discutir este punto –punto central de estas reflexiones-, vayamos a explicar los pormenores de esta exposición desde el 8 de septiembre al 3 de noviembre de 2011 puede verse en el vestíbulo del CCCB.

Con el fin de documentar y no olvidar la historia del 11 de septiembre, se guardaron más de 1.500 objetos recogidos en la misma Zona Cero y haciendo falta un lugar para conservarlos, la Autoridad Portuaria escogió el Hangar 17 en el aeropuerto internacional John F. Kennedy. Al tiempo que se conservaban, el almacén, más que servir de contenedor, servía de anestésica sala donde reposaban los objetos que, más tarde, empezarían a ser trasladados a museos y diferentes centros cívicos con el fin de, como decimos, no dejar apagar la llama de la Catástrofe.

A pesar de ser un sitio hiperrestringuido, en abril de 2009, el National September 11 Memorial Museum encargó a Francesc Torres que fotografiara la colección del Hangar 17. El propio Torres comenta que “Hangar 17 es un proyecto que trata de la memoria histórica, de la memoria nacional, del luto social e individual, de las formas de tratar los traumas profundos para conseguir la curación; todos estos aspectos catalizan en una especie de animación suspendida en el extraordinario Hangar 17 del JFK de la ciudad de Nueva York”. Y el propio CCCB, en tono más sublimidad y casi místico, apunta que “Torres, que trabajó con una iluminación industrial, rodeado de paredes grises, capturó la resonancia emocional y también física del 11-S. Sus imágenes capturan todo el significado de las reliquias en contraposición al silencio del hangar. El resultado es el registro de un tiempo y un sentimiento apaciguados, captado en un momento que no es el 11-S, pero que no deja de serlo”.

En la exposición, que girará a Londres y Madrid, ciudades también golpeadas por el terrorismo de Al-Qaeda (¿quizá es demasiado demagógico el preguntar por qué no será llevada a Kenia y Tanzania, donde también actuó la red terrorista?), se proyectarán 176 imágenes a través de 6 pantallas y se expondrá un fragmento de la escultura WTC Stabile (1971), conocida como Bent Propeller del norteamericano Alexander Calder que más tarde, imaginemos que cuando termine la tourné, presidirá la plaza donde se levantaba el World Trade Center.

Una vez teniendo entonces todas las cartas sobre la mesa, ¿qué nos quieren dar a ver?, ¿Qué es eso de ‘un momento que no es el 11/s pero que no deja de serlo’? Quizá en este punto, a lo ya apuntado a cerca de lo inapropiado de transigir con lo sublime, sea oportuno traer a colación a Hal Foster, teórico que desde su tribuna apunta en la misma dirección; exposiciones como esta rozan la más ambigua de todas las paradojas: no tanto la ‘arte contra documento’ sino la de ‘belleza contra sublime’ y ‘objeto contra reliquia’.

Porque es en esta doble ontología del objeto que remite a su carácter de artefacto y de reliquia donde descansa la totalidad de la experiencia estética que subyace en esta propuesta. Una estética del recuerdo sustentada en la presentación mistizoide de, como ya hemos apuntado sobradamente, lo ‘ya-sido’, no consigue sino subliminar los efectos traumáticos por otros catárticos, unos que consigan resarcir lo insondable de un dolor.

Porque lo sublime, cifrado aquí en esta doble ontología del objeto que remite a su estatus de artefacto y de reliquia, a su doble categorización de significante y a-significante, ha trabajado siempre mediando ante un reglaje imposible. Trabajando con el exceso de una vinculación descentrada, lo sublime opera como categoría con la que restañar la herida gracias a proponer una representación vinculante de aquello que desborda todo régimen de representación.

Y es que, si nos hacemos eco de las reflexiones de Rancière, la noción de sublime remite al doble juego de límite/exceso con el que opera la disyunción comprendida entre tres duplas: la que media entre la palabra y lo visible, entre el saber y el no-saber y, por último, entre la realidad y la ficción. No pudiendo aquí desarrollar los pormenores de este régimen disyuntivo que opera en el seno de la representación, lo que sí que es claro es que los reglajes a los que hemos apelado responden todos ellos al orden representativo, de manera que si existe lo irrepresentable ha de ser justamente en el seno de tal régimen -ya que es él el régimen propio del reparto de las compatibilidades y los modos de receptividad.

La pregunta pertinente entonces no sería otra que aquella que apelaría a las condiciones de dejar cifrado una noción de irrepresentable en el seno de un nuevo régimen, el estético del arte, que tiene en la desmedía su razón de ser. Porque, no habiendo ya ninguna regla de conveniencia entre el objeto y la forma, habiendo una disponibilidad general de todos los temas y objetos para cualquier forma artística, dándose por tanto una identidad precisa entre los contrarios, ¿cómo comprender lo irrepresentable si ya todo remite a una desmedida?

Apelar en este punto a insuficiencias en el reglaje y tratar de apelar a la no-figuración como representación de lo no-pensable sería seguir las tesis de lo sublime de Lyotard; dar por válido un modelo de memoria condensada, de estetización del exceso de representación, seguir las coordenadas de esta presentación de reliquias/objetos traídos directamente desde el trauma original como si fueran la emanación directa de lo traumático-histórico de un ‘ya-sido’, sería por otra parte seguir la estrategia seguida por esta exposición –y por muchísimas otras que aún operan desconociendo los reglajes propios de una estética de la desmedida.

Pero ahora, estando donde estamos, siendo lo propio de nuestro régimen estético la desmedida, la noción de irrepresentable pareciera ser la condición propia de los regímenes de visibilidad del arte. Así a este respecto, Rancière sostiene que no es que mostración y significación no tengan ya concordancia sino que, más bien, “pueden acordarse infinitamente, que su punto de concordancia está en todas partes y en ninguna”; aunque, más tarde, añade: “en cualquier parte donde se pueda hacer coincidir una identidad entre sentido y no-sentido con una identidad entre presencia y ausencia”.

Pero si lo que hacemos es aunar ambas, presencia y ausencia, en lo traumático de un pasado que pareciera actualizarse en cada mediación representativa, a lo que estamos apelando más bien es a una caracterización de sublime que no hace por buscar las fracturas de narración ni de deslindar el sentido del no-sentido para relanzarlo en un reconfiguración nueva. Más que apelar a un trabajo de ficción que obture hacia una gran potencia caótica de los elementos desligados, por lo que se apuesta es por una reunión de lo disperso, de la ausencia y de la presencia, en una mismidad sagrada y sublime que termina por silenciar lo acontecido en una memoria de la presentabilidad y la factualidad.

Así pues, de lo que se trata, de lo que debiera tratarse, no es de anestesiar los rescoldos de lo ‘sido’ en beneficio de una sanación post-traumática que apele a lo sagrado de determinados iconos y símbolos: la cuestión, bien a las claras, apunta a si se da la oportunidad o no de inscribir a la memoria en el orden del discurso, en hacer a la memoria hablar y hacerse visible.

En este punto la machacona insistencia en la no-representación de lo traumático, de lo catastrófico, del horror circundante que nos golpea día sí y día también, no es sino una estrategia de la fluídica del capital con el que clausurar el abismo insondable por el que se fuga una memoria siempre deseosa de tomar la palabra. Presentar los objetos profanos de la hecatombe como idílicas supervivencias pulidas con una fina pátina de sublimidad y sacralidad no apunta más que a una homogenización que dé por sepultado toda posibilidad de emancipación de una memoria siempre diferente y siempre en fuga.



En este sentido, Rancière apunta, sabiamente, que para él “no hay iconografía y poética alguna de la catástrofe en general, solo elecciones poéticas o políticas”.

Ahora ya, pensamos, podemos preguntarnos por el sentido de la exposición de determinadas imágenes como éstas que se dan cita en el hall del CCCB. ¿Qué dictamina una imagen cómo insoportable?, ¿y cómo irrepresentable?, ¿qué dicta que una imagen sea vista o no?, ¿de qué depende que una imagen sea calificada como inapropiada? Desentrañar el sentido de estas preguntas apuntan al desenmascaramiento de la ideología más poderosa en la sociedad actual: aquella que hace coincidir el total de lo visible con el total de lo cognoscible remitiendo, en última instancia, a los mass-media la difusión y exhibición global de imágenes con las que llenar constantemente la totalidad de lo visible.

Si Susan Buck-Morris, una vez más, apunta a que el objetivo de esta videoesfera “no es alcanzar lo que está bajo la superficie de la imagen, sino ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo” emergiendo así “una nueva cultura” en este tiempo, la pregunta sería dictaminar si el Acontecimiento 11/S destrozó o aceleró dicha cultura

Para terminar entonces, una respuesta más que obvia sería que lo que ha desencadenado el 11/S, y a lo que el arte, al menos exposiciones como esta, ayuda -pese a quién pese-, es a acelerar el proceso de una cultura basada en la identificación de realidad y apariencia a través de una distribución medial absolutamente hipervigilada e hiperproductiva.

Mantener la distancia precisa con el trauma: esa y no otra, como bien ha explicitado Zizek en muchas de sus obras, es la razón de ser de una realidad post-ideológica que ha hallado en la imagen-mundo el régimen más perfecto de distribución y exhibición de mercancías.

Y es que, como señaló en la columna antes citada Hal Foster, si “para los americanos la WTC llegó a convertirse en el centro del trauma mundial, (…), la lucha por el alma americana continúa en la Zona Cero”.

Artículos citados:
- Virginia Jaua: http://salonkritik.net/10-11/2011/09/con_peluca_o_sin_peluca_bienve.php#more
- Hal Foster: http://www.lrb.co.uk/v33/n17/hal-foster/the-last-column

lunes, 12 de septiembre de 2011

CREWDSON Y LO SUBLIME-ARTIFICIAL



GREGORY CREWDSON: SANCTUARY
LA FÁBRICA: 06/09/11-08/10/11

En este mismo blog dimos cuenta de la exposición de Gregory Crewdson que hace apenas un año tuvo lugar en La Fábrica. Aquella vez pudimos ver una magnífica muestra de lo que es el arte del norteamericano. Fotografías que funcionan como fotogramas fijos de una película donde lo importante no es el antes ni el después, sino el instante, la espera del acontecimiento que desbaratará la escena. Siempre apoyándose en grandes decorados, Crewdson hace hincapié en esta realidad con tintes fantasmagóricos en la que habitamos. La lejanía, el extrañamiento, como no el tan de moda unheimlicht freudiano funciona en sus obras como detonantes de lo que viene a ser nuestras experiencias diarias. No quisiéramos ponernos trágicos pero la soledad, la catástrofe como acontecimiento fundacional vienen a ser el sustrato de nuestra praxis vital y que de manera magistral recoge el trabajo de Crewdson.

Quizá aquí tocaría hacer glosa de los nuevos modos de representación, de las salidas halladas por un arte que ha visto como el pliegue de la representación se ha cerrado. Así pues, como decimos, no ya la discursividad de una representación que, en terminología aplicada de Rancière, haría referencia al antiguo régimen representacional del arte, sino un nuevo espacio donde palabra e imagen se dan el uno al otro en una nueva disyuntividad: no ya aquella en la que la palabra va abriendo la mirada (ahora sucede esto, ahora sucede lo otro), sino una relación donde lo visible no aparece, sino que se impone, y en su imponerse deja a la palabra en un estado de opacidad, invadido por la pasividad propia de la imagen en su auto-imponerse. Es decir, si antes la palabra quedaba encomendada a abrir el campo de visión merced a una operación de narración, ahora ambas, palabra e imagen, revierten en un plano de igualdad en el cual la acción queda paralizada.

El arte logra así ser capaz de representar lo irrepresentable: lo fantasmal de lo inhumano, lo angustioso de un acontecimiento a punto de suceder. No ya la narrativa lógica, sino la espera contenida, pasiva y paralizada de un abrirse del texto y la imagen donde ninguna de las dos llegan fiel a su cita. Siempre una continua espera, un continuo aplazamiento donde la completitud del darse de la obra nunca queda encarnado

Pero eso serían otras historias. Porque lo que ahora nos presenta Crewdson, sin dejar de apoyarse en esta ‘narratividad de lo intempestivo’, es más bien el ‘después de la tragedia’. En esta serie, de la que aquí podemos ver una docena de fotografías, el norteamericano se ha trasladado a los estudios de Cinecittá en Roma, estudios ya en decadencia y desuso, y ha elegido las primeras horas de la mañana para dar cuenta de unas instantáneas rezumantes de melancolía y, cómo no, ausencia.



Porque si hay algo que destaca de esta nueva serie en relación al conjunto entero de su obra anterior es la ausencia de todo vestigio humano. No ya solo el que no haya figuras humanas, que la fotografía no se centre en el micro-acontecimiento de algún sujeto, sino que en estas fotografías, que supuran tristeza y melancolía, la huella del hombre parezca que desapareció de ahí hace ya mucho tiempo.

Pero no solo el juego presencia/ausencia es nuevo en esta serie. También es novedad tanto el hecho de usar el blanco y negro en detrimento de esa espectacularidad del color tan característica de sus obras anteriores, como el hecho de ser, también la primera vez, en trabajar con decorados ya construidos. El trasbase a la hora de proponer esta nueva serie creemos bascula de la ficción fantasmal a la que nos tenía acostumbrados, a una memoria fantasmal donde la melancolía operaría de detonante de aquello que hemos ya perdido.

Pero, pensamos, el cambio no le ha venido demasiado bien. Porque, estamos en las mismas: o nos contentamos con la pulcritud técnica de un acabado magistral, esos encuadres renacentistas, esa serie de blancos, negros y esa –como diría Pumares en su célebre y añorado Polvo de estrellas radiofónico- gama casa infinita de grises intermedios, o somos capaces de pedir algo más.

Y ese algo más falla. Porque representar lo artificial de una memoria fantasmal requiere, pensamos, de otras estrategias que no ya la de poner en danza el típico decorado abnegado de barro y donde las ruinas nos hagan remitirnos al espejismo de un pasado añorado.

Porque, claro está, así de primeras parece que no ha cambiado mucho: el remitirse a decorados artificiales parece razón más que suficiente para confiarle a Crewdson un visado especial con el que tener carta blanca. Pero esa terrible ausencia, ese querer remitirse a los vestigios de una extratemporalidad que roza lo irrepresentable le hace conectar con ciertos primados de la estética de lo sublime inaceptables –o cuando menos insustanciales- en el arte contemporáneo de hoy en día.

La estrategia, por tanto, se nos antoja archiconocida: de querer representar ese punto donde la memoria se desbarata, donde la imaginación ya no llega, donde la mirada se pierde ante lo incognoscible, de querer apelar a estados del espíritu cercanos a lo melancólico, lo sublime funciona –siempre ha funcionado- como la gallina de los huevos de oro.



Pero lo sublime, como insuficiencia en la representación, ha de ser superado por elevación debido a que es ahora, en el modo de darse y de vincularse el texto y la imagen, cuando lo irrepresentable es precisamente lo propio del arte. Si, como dice Rancière, “esta experiencia extrema de lo inhumano no conoce ni imposibilidad de representación ni lengua propia”, es ahora, en el régimen actual del arte, cuando ha surgido una identidad de principio entre lo propio y lo impropio.

Si lo irrepresentable expresa la ausencia de una relación estable entre mostración y significación, es precisamente ahora cuando, más que quedar –como haría Lyotard- vinculado el arte a lo no-figurativo que mediaría ante lo irrepresentable, mostración y significación pueden acordarse infinitamente, de modo que su punto de concordancia está ahora en todas y en ninguna parte.

Es decir, no caben medias tintas: no se puede apelar a lo ya-sido para hacer saltar la chispa de lo inmemorial de un fantasma –cosa que pensamos hace Crewdson-, no se puede mediar entre lo que no tiene medida más que confrontando la desmedida desde un presente lanzado aquí y ahora que tercie entre la presencia y la ausencia de ese mismo pasado.

No hay palabra –ni imagen- que llene ese vacío, claro está, pero solo así nos podemos hacer cargo de la destinación última del arte: que no existe medida, que no se puede ya apelar a lo sublime de un pasado ni a lo irrepresentable de una posible mediación. Es decir, lo sublime no ha de ser ya el lugar donde impensable e irrepresentable se dan la mano para postular una representación mediadora, sino que lo sublime ha devenido ya lugar común de una desmedida ínsita en el mismo núcleo de la imagen contemporánea

Palabra y testimonio se deben de tejer en la imagen del arte contemporáneo para dar cuenta de lo increíble e inconmensurable de todo acontecimiento: que la memoria no se debe plantear como el artificio de un ya-sido fantasmal, sino apelar a un hinc et nunc radical intentando resistir al pensamiento del olvido.

viernes, 9 de septiembre de 2011

DE LA INCAPACIDAD DE (CIERTA) RESISTENCIA


AVELINO SALA: BLOCKHOUSE
GALERÍA RAQUEL PONCE: a partir del 01/09/11

En cuanto el visitante franquea la puerta de la Galería Raquel Ponce, ya sabe a qué va a ser apelado: a la resistencia, a ejercitarse, una vez más, en esa categoría tan fantasmal como espectacular de la resistencia.

Y si digo esto es porque la resistencia, en cualquier de sus formulaciones, no ha devenido ya sino en una cháchara moliente y siesteante desde donde el poder del hipercapitalsimo ha temrnado por elevar una de entre las más capacitadas estrategias para crear homogeneidad y disciplina

Debord ya desveló el secreto: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”. El juego ha sido invertido y no hay salida posible. ¿Cómo optar por una resistencia si toda estrategia de emancipación es tomada por el sistema para su propio beneficio?

La resistencia por la que parece apostar Sala es aquella que, o sorpresa, parece descansar en la cultura como tótem privilegiad desde el que darnos cuenta de la imbecilidad reinante y del poder maquínico de un signo que trae para sí toneladas sobrepotenciadas de cháchara disidente y antagonista.

Sí, obviamente que alguna esperanza habrá que mantener, eso es obvio. Pero una vez que, como dice Jameson, “todo lo que contiene nuestra vida social se ha vuelto ‘cultural’”, la conclusión no puede ser otra que aquella vertida por Jordi Claramonte en su último libro: “la situación con la que nos enfrentamos ahora es que la cultura incluso la que se pretende críticamente o incluso radical se ha convertido en un factor de diferenciación del ‘producto’ que cada cual somos en el ámbito del mercado”.

Es decir, la cultura se ha convertido -oh magia-, en la primera tecnología empleada por el sistema para adiestrar la producción de subjetividades. Poniéndonos insoportablemente foucaltianos, no ya la prisión carcelaria, no ya tampoco el régimen panóptico de la vigilancia, sino un régimen disciplinario todavía más perfecto: aquel conformado por una gama casi infinita de mercancías listas para ser consumidas con la promesa, no ya del ocio y del entretenimiento, no ya tampoco del tener, sino de ejercer nuestra subjetividad de modo más individual.



Formas de vida, mundos de vida, remite ya d forma clara a opciones de mercado y de consumo. Incluso el capitalismo cultural ha traído para sí la forma relacional con la que las formas de disidencia y resistencia estaban empezando a trazar una cartografía de lo no-colonizado. Si Deleuze hizo fortuna con su concepto rizomático de organización, no le anduvo muy descaminado D. Daft –presiente de Coca Cola- al decir que “el negocio de Coca Cola es el negocio de construir relaciones”.

Así, no otra cosa sino carcajadas de hilaridad despertaron aquellos que pretendieron levantar acta de legitimidad epistémica a un movimiento como el del 15-M al situarlo en la vertiente de la estética relacional, estética que ha servido, más que cualquier otra cosa, para ejercer discursitos comisariales plagados de las retóricas ideológicas más empalagosas.

Obviamente que, aquella forma de autonomía artística desde la que –también con Claramonte- apuntar a la creación kantiana de un ‘reino de los fines’ no ha desdeñar en modo alguno el caudal de negatividad que ah caracterizado –con Adorno a la cabeza- toda la autonomía moderna, pero también es claro que ha de plantearse desde otros cotos que no aquellos diseñados desde el maniqueísmo de ellos contra nosotros ni del de acotar playas de liberad desde la cultura.

Quizá, se me diga, Avelino Sala no apele a una cultura ya desmembrada de cualquier potencialidad emancipadora, sino que sus citas de Virgilio, Séneca o Erasmo –realizadas con spray negro, simulando verdaderas consignas rebeldes- impliquen una reasunción de lo que quizá ha quedado olvidado en algún cajón: la cultura como ese entramado que reasigna y recorta el campo de lo posible, que alienta una verdadera emancipación política.

Pero, aparte de la plausibilidad que se otorgue a tales apelaciones, al largo recorrido que tal cultura –alta cultura, por supuesto- pudiera tener en un mundo ya defragmentado en multitud de nodos, en una cosa sí que no parece haber acertado Sala. Y es que el arte debe ser más, mucho más, que el arma arrojadiza –aunque sean libros- desde donde sermonear con la monserga del efecto pedagógico-emancipador en el arte.



Y es que, verdaderamente, nada hay que enseñar porque nada hay oculto bajo ninguna superficie mediática y mentirosa. Si hace 40 años, dice Rancière, “la ciencia crítica nos hacía reír con los imbéciles que tomaban las imágenes por realidades y se dejaban así seducir por sus mensajes ocultos (…) ahora la ciencia crítica reciclada nos hace sonreír ante esos imbéciles que todavía creen que hay mensajes ocultos en las imágenes”. El mecanismo es el mismo y su capacidad de funcionamiento casi infinita: “la máquina puede funcionar así hasta el final de los tiempos, capitalizando la impotencia de la crítica que desvela la impotencia de los imbéciles”.

Así, una estrategia de resistencia válida no sería aquella que nos devolvería la imagen invertida de aquella otra ocultada por el sistema hipercapitalista, sino aquella que convirtiese a los incapaces en capaces, a los condenados en emancipaos ciudadanos. Para ello, como no, la cultura, en caso de trazar un símil imposible e identificar la cultura con ‘el saber’, es básica.

Pero, obviamente, no se trata de formar una barricada y arrojar libros. Se trata de saber quien tiene el saber y como lo distribuye, se trata de subvertir el régimen de capacitaciones, se trata de reasignar competencias. Se trata, en fin, de política.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

11-S: MEMORIAS FRAGMENTADAS (1ª PARTE)


FRANCESC TORRES: MEMORIA FRAGMENTADA. 11-S NY
CCCB
(2 parte: http://blogeartemadrid.blogspot.com/2011/09/11-s-memorias-fragmentadas2-parte.html)


Deleuze, para citar un filósofo hiperconocido, distinguía entre un tiempo global, no determinado por la temporalidad mundana, llamado Aión, y otro tiempo, susceptible de fragmentarse en una sucesión infinita de instantes que remitirían a un pasado, presente y futuro, llamado Cronos.

Nosotros, elevados veinte palmos sobre la parafernalia de las disquisiciones con tufo a escolástica acerca del tiempo, no somos otra cosa más que tiempo. Un tiempo ínfimo, infinitesimal y reducido a una instantaneidad convertida en la mercadotecnia del humo. Pero tiempo al fin y al cabo.

Tal es nuestra dependencia estructural de esta inmaterialidad temporal que la enfermedad más sintomatológica de esta era tardomoderna no es otra que un ansia por congelar, de la manera que sea, ese tiempo-instante que se nos esfuma de entre las manos. Es decir, eliminado la temporalidad de Cronos, el ser humano intenta conjurar a Aión para así vivenciar la temporalidad de la que ha sido expulsado.

No es ya que el ser humano tenga querencia al rito, a festejar el tránsito entre umbrales; no ya tampoco que su capacidad de razonar le lleve a apoltronarse siempre en esa atalaya que supone ser siempre la generación más moderna y compartir un tiempo hiperexcepcional. Es que, una vez la homogeneidad de un tiempo-cero diluye toda memoria, una vez la imagen ha sido exonerada de su capacidad para hacer presente esa lejanía de la que hablaba Benjamin, el hombre se ve desnortado, angustiado por una existencia desde la que ya no distingue ni tiempos ni lugares excepcionales.

Así las cosas, la memoria, fagocitada de su labor de archivo, queda a expensas de ser un imposible. La memoria de archivo, licuada de cualquier vinculación epistémica, trabaja ahora a merced de los flujos libidinales propuestos siempre por una mercancía encarnada en la diferencia del eterno diferir en que se ha convertido la imagen.

Es decir: la lógica hipercapitalista juega donde más le conviene: en proponer un sistema transaccional donde sea la inmaterialidad de la imagen (de la e-imagen diría Brea) la que posibilite una topografía libidinal plana, donde la distancia quede anulada en una coincidencia radical entre medio y mensaje, entre receptor y emisor. Una vez todos somos medios de comunicación, una vez toda la realidad ha devenido medial, el espectáculo presagiado por Debord no ha hecho más que triunfar de manera rotunda.

Y, obviamente, habida cuenta de que la distancia se hace cero, la memoria, esa fina membrana que separa temporalidades mediales en esa misma distancia, se diluye en un mar de afectos y de efectos de superficie.

Y todo esto, se dirá, ¿a cuento de qué? Muy sencillo: síntoma fundamental de esta neurosis colectiva, de esta desmembración de las redes troncales a las que la esfera socio-política queda antaño vinculada, es una obcecada idolatría de acontecimientos-límites, de una efemerología con la que poder tejer siquiera la posibilidad de un efecto memorístico.

No ya el trabajo del duelo del que hablara Derrida, no ya tampoco el recuerdo del otro levinasiano ni de la culpabilidad nihilística de un ‘yo más culpable que todos los demás’; se trata de un ejercicio voluntarioso pero extraordinariamente cínico de condensar posibles potencialidades heurísticas en esquejes biográficos, en historietas noveladas para la omnicomprensión del pueblo; el tiempo, cifrado en la concupiscencia del acontecimiento, trae para sí todas las potencialidades homogenizadoras para que nada, ni lo vivo ni lo muere, escape al poder dogmático de la maquinaria.

Y, obviamente, en esta videoesfera en que ha devenido el mundo, en esta pantalla-imagen donde el tiempo es global y tendiendo a cero, el 11/S, el poder de ese Acontecimiento raya hasta tal punto esta neurosis colectiva en busca de tiempo que se ha elevado en frontera entre milenios, en Evento omnicomprensivo de una época condenada a toparse cara a cara con su no-sentido.



Ahora que, en cuestión de días, se cumplirán diez años de tal suceso, toca reflexionar sobre él. Si lo haremos al hilo de una exposición que tendrá lugar en el CCCB y que expondrá un conjunto de fotografías que tomó Francesc Torres en el Hangar 17 del aeropuerto JFK de Nueva York (ahí donde se han almacenado restos de la hecatombe), no es tarea menor el contextualizarlo en relación al conglomerado de ideas que conforman el sustrato epistémico actual –ya habrá tiempo después de justificar, o no, una exposición como esta.

El poder catatónico de tal acto terrorista, no lo olvidemos, consiste, a nuestro juicio, en haber rasgado la única pantalla que es imposible de rasgar: la de la pantalla-mundo, la del devenir-imagen de la realidad completa.

Si el mundo-imagen consiste en un efecto simulacionsita e hipermediático donde todo accidente remite ya a una factualidad ínsita en la economía hipermoderna del capital; es decir, si nada puede ya escapar al dominio omnipotente de la imagen transaccional, si el espectáculo es el pathos normativo de una realidad devenida imagen, el 11/S supone un exceso, un hiperexceso si se me permite, una sobreabundancia de efectos llevada a cabo en una pantalla que aún hoy necesita operar bajo cierto cuantum de imagen. Pese al poder dromótico de la imagen-tiempo que acontece globalmente, el poder maquínico de la imagen –a efectos de transacción-, todavía ha de operar bajo ciertos condicionantes.

Baudrillard ya sostuvo algo parecido: en el desierto de lo real en que se había convertido la realidad, el 11/S supuso un golpe traumático, un exceso de realidad que el simulacro no pudo asimilar. Por primera vez en mucho tiempo, algo hacia saltar por los aires la anestesia que para cualquier acontecimiento tenía el quedar remitido ontológicamente a efectos mediales. Es decir, el 11/S es un acontecimiento hipermedial, que excede la capacidad maquínica de los medios actuales.

Pero si Baudrillard cita lo real mediático, también podría uno remitirse a lo real psicoanalítico de Lacan: en el ‘entremedias’ existente entre la mirada del ‘yo’ y el objeto mirado, se eleva una pantalla –la pantalla-tamiz- donde el trabajo simbólico permite que el fogonazo de lo Real no nos deslumbre en el mirar. Así, lo simbólico vendría a llenar un mirar-que-no-ve, un punto ciego donde la mirada quedaría remitida a un sostenerle la mirada a un dato nouménico, a un epifenómeno. Así, como sugiere Zizek, el trabajo de la ideología apuntaría a un hacer mediar una distancia entre la mirada y el objeto donde el trabajo simbolizante permita tanto el no quemarse en las lindes de lo Real como su sostenimiento. Y es que sin Real al que apelar la lógica de la economía libidinal no tendría posibilidad alguna de triunfo: si la realidad es siempre no-toda, se necesita un punto de centrifugado, algo más real que la propia realidad, un algo que consigne el trauma original.

En este sentido entonces, el 11/S remitiría a un extra-acontecimiento donde no hay ya capacidad simbolizante que permita su remisión a pantalla-tamiz alguna. Si, aún incluso, el trabajo medial de la mercancía ha conseguido aliarse con la imagen en aras de conseguir una capacidad libidinal sin precedentes y así lograr el colapso completo –la opacidad perfecta- de esta pantalla-tamiz (nada habría ya que simbolizar ya que todo quedaría referido a procesos transaccionales hiper-rápidos y donde la imagen acogería para sí el máximo poder libidinal posible), el acontecimiento del 11/S habría logrado romper la pantalla-tamiz reconvertida ahora en videoesfera y darnos a ver aquello justo que queda evitado, arrinconado: el horror de lo Real.

Así entonces, el efecto conseguido excedió con mucho los típicos movimientos de superficies a los que estamos acostumbrados, No ya tectónica mediales, no ya nodos rizomáticos hipertensados anta la imagen-acontecimiento, sino el desgarro radical de un evento que destroza toda pantalla. En un mundo acostumbrado al nano-acontecimiento, a la microfísica de poderes medialmente repartidos, el 11/S derribó la panacea de la mercancía-imagen para darnos de bruces con el espanto de un horror todavía imposible de dominar por completo.

Pero más importante que esto –o por lo menos más sutil de comprender- es la mecánica originada tras el paso devastador del acontecimiento ‘11/S’. Con esto no nos queremos referir al impacto estratégico-político que esto tuvo, a las decisiones tomadas por la administración Bush ni al intento de darle la razón a los popes del choque de Civilizaciones –Huntington a la cabeza.

Y es que, pese al destrozo, la lógica del simulacro impone su poder. Ante la sutura que produjo la caída de las Torres Gemelas, la economía libidinal de la imagen-mercancía no hizo más que acelerar su ritmo. Y es que la falla ha de quedar sellada y, para ello, no existe otra estrategia que la de aumentar los regímenes de disciplinamiento, la neurosis colectiva ante la posibilidad radical de un tiempo-cero y, obviamente, ejercitar el juego político con los rescoldos aún humeantes de un terror que ya no hacía falta representar.




Aquí es donde, por fin, todo viene a converger. En esta situación, en esta necesidad de la lógica del hipercapital, antes que todo sea absorbido por el agujero negro que supuso el 11/S, la imagen ha terminado ya por aliarse con los mecanismos y modos de producción del capitalismo postmoderno.

Si los regímenes de exhibición y producción de la imagen han venido a confraternizar con los regímenes políticos que otorgan visibilidad debido al hecho de acaparar para sí toda la capacidad de atesorar memoria, de abrir el mundo, es ahora cuando tal liasson se nos antoja fundamental. Si toda sociedad puede quedar fundamentada en un régimen de visibilidad que dispensa parabienes debida al hecho de anudar una cierta trabazón entre lo que se ve y lo que no se ve, entre lo que se sabe y lo que no se sabe, ahora, el régimen estético diría Rancière, ha llegado –nos ha hecho llegar- a una conclusión que no por parecer obvia y redundante, nunca había sido tenida como tal: lo que se da a la visión es lo que es posible conocer.

Y es que, aunque quizá sorprenda así de primeas, el arte siempre ha tratado de lo contrario: de si es posible conocer aquello que no se ve, y si es posible ver aqeullo que no se conoce. Citar a Benjamin y su noción del ‘inconsciente óptico’ es ya recurrente, pero, ¿no es eso de lo que tratan muchas de las vanguardias, quizá con Malèvich a la cabeza? Ver lo que no se ve, conocer lo que no se ve: es decir, indagar sobre los umbrales de lo visible,

Si entonces sostenemos que el régimen de producción de los imaginarios y aquel otro económico donde la mercancía queda lanzada a un juego transaccional infinito han venido a converger, no es por otra cosa que porque, ambos, en su darse recíproco, han concluido en la afirmación de que sólo aquello que se da a la visión es posible conocer.

Si toda visión nunca ha sido inocente, obviamente que en este juego de recurrencias básicas y dadas siempre al abrigo de una economía hiperfluídica la forma de ver –los actos de ver- están teledirigidos políticamente para sellar epistémicamente todo campo donde pueda darse lo posible. Si la imagen encarna ahora la mayor cantidad de quantum libidinal posible en una sola jugada, es precisamente por haber atesorado en torno a sí la innata capacidad para abrir el saber a un ver original. Es decir, solo con la entrada de la imagen en las redes de la hipereconomía del capital, el campo escópico y el campo epistémico coinciden por completo.

Si el ver nunca es neutro sino que más bien es político, si la constitución del campo escópico es cultural¸ imagen y mercancía se dan la mano para abrirnos el mundo en una tautología radical, donde lo visible y lo decible coinciden punto por punto con el campo topológico de las posibilidades cognoscibles de lo posible.

Pero, ¿cómo se consigue esto?, ¿cómo consigue el poder de la mercancía aliarse con el poder de la imagen?, ¿cuál es la estrategia por la cual dirigen la mirada, sincronizan los pensamientos y confluyen en una mirada-mundo como construcción adiestrada?

A este respecto, al poder mediático de las imágenes, a las estrategias puestas en marcha por el capital para la omnicomprensión de la realidad como videoesfera panóptica es hacia donde dirigiremos nuestras reflexiones en la segunda parte y donde, al hilo de tales consideraciones, daremos cuenta de esta exposición del CCCB y de Francesc Torres.

Pero, mejor, adelantar algo: haciéndonos creer que los imágenes son infinitas, que su régimen de producción y exhibición se da en régimen de producción abierto, el sistemas logrará, al tiempo, dos efectos perfectos: por una parte, logrará que para cualquier deseo, para cualquier flujo libidinal, halla una imagen con la que catexizar tal deseo (incluso, el sistema es tan perfecto que crea primero las imágenes para después concitar el adiestramiento necesario del que resulte el deseo apriorístico); por otra parte, nos hará creer –siguiendo esa idea d que ahora converge lo conocido con lo visto- que no hay márgenes para lo no-visto, que todo –en la ideología de la democracia global- puede ser visto, escrutado, que las imágenes son infinitas, que debemso apostar por más y más imágenes, hasta –como comentará Virilio- el crack de las imágenes.

El sistema logra entonces lo anhelado: tener un objeto con el que catexizar cualquier flujo, y hacer que a esa catexis le siga otra infinitamente. No hay salida: lo visto coincide con lo cognoscible. ¿Se atisba ya nuestro punto de vista? Porque, ante un Acontecimiento como éste que nos ocupa, ¿qué sabemos de él?, ¿qué nos han dado a ver? Y, ahora en este caso, ¿qué nos da a ver esta exposición del CCCB? Ya veremos, pero, por de pronto, toda mirada, todo acto de ver, está ideologizada.