viernes, 17 de junio de 2011

PEREJAUME: EL DUELO IMPOSIBLE (O LA ALEGORÍA INFINITA)



PEREJAUME: EXVOTOS
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 09/06/11-16/07/11


Hay obras para las que el simple decir –escribir- se vuelve una tosquedad inane, donde incluso toda imagen es incapaz de atesorar la promesa de su destino y donde toda interpretación es sólo un fútil intento de atraparlo todo en un sentido unigénito.

Pero a veces, las menos hemos de reconocer, sucede lo improvisto, lo inesperado. A veces sucede que todo –lenguaje y realidad- viene a convenir en una unidad que nos apela en nuestra trascendentalidad. Pero lo que sucede es que esta trascendentalidad de lo inesperado es justo eso: una fuga, una grieta en el mismo discurso, una inadecuación entre el concepto y la praxis.

Y en el centro, siempre lo mismo: un lugar vacío, un claro en el bosque, un sinsentido como efecto de sentidos siempre derivados, una ausencia siempre deslizándose entre estructuras. El pensamiento de gran parte del siglo XX –y obviamente sobre el que se eleva el XXI- se asienta en las postrimerías de lo metafísico para encallar en las playas de la deriva, en las orillas del lenguaje que se desvanece: en la arena de lo postmetafísico.

El juego de las fundamentaciones se ha tornado ya en el espectro sinuoso que coletea como simple rémora a la que plegarse. Nada que decir, solo mostrar, decía Benjamin. O, de lo que no se puede hablar mejor es callarse que sostenía Wittgenstein. Siempre lo uno en el lugar de lo otro; siempre una referencialidad derivada, anulada; siempre un ‘yo’ mirando a un ‘tú’ que le apela.

Y es que el ejercicio más preciso que ha tenido lugar en la reflexión filosófica es mostrar que la realidad se configura en torno a un drama original, a una dejación de principios o, como decía Heidegger a un olvido fundacional.


Pero dicho olvido tiene muchos caminos. Lo sorprendente es que, a veces, como sucede en esta magistral obra de Perejaume, la intuición nos desborde y nos oriente hacia una totalidad poliédrica y polimórfica. Quizá tengamos vedado el acceso a la totalidad, pero es que la totalidad no es más que un fantasma que nunca ha existido. Nada puede quedar englobado en una totalidad sino con el condicionante de ser fracturada, tachada de inmediato como una huella en la orilla del mar.

Indicar ese lugar, el del olvido, el del drama, tiene –como decimos- muchos caminos y formas. Metafísicamente el olvido es el del ser, y la posibilidad de su comprensión surge de su total velamiento. Desvelar y velar se dan el uno al otro en una relación que nada tiene de dialéctica ni de lógica, sino que remite a procesos de comprensión temporalizados en nuestra existencia.

Éticamente, el drama es el de nuestra propia existencia arrojada en su desposesión, a la violencia de un rostro que nos llama y al que no podemos responder más que desprendiéndonos de nosotros mismos. Siempre un otro que nos apela, que nos inquiere y que nos insta a salir de nuestra mismidad para ir a su encuentro. Pero dicho encuentro siempre es frustrado, siempre es aplazado en una apertura para la que no existe la clausura. La mediación es imposible, pero nos llama desde lo más profundo del rostro del otro.

Así, los límites del yo no son otros que la muerte del otro: solo así puede comprenderse a Paul de Man cuando dice que no hay más alegoría que la memoria por el duelo imposible. Llorar al que se ha ido, llorar al amigo -diría Derrida- es darse a la memoria de un otro que ya no está haciendo imposible que la clausura se cierre sobre él. Y es que la muerte funciona a modo de límite fenomenológico y como apertura total al sentido: esa es la paradoja, y esa es la imposibilidad de reunir todo en torno al lenguaje.

Pero no solo eso, sino que ya toda responsabilidad abierta por el rostro del otro ha de ser comprendida como una responsabilidad en una vulnerabilidad que viene del hecho de comprender al sujeto como rehén del otro. Ser-rehén, dirá Derrida, es la precomprensión más precisa a un sujeto que siempre es culpable, que siempre ha e cargar con una memoria a punto de ser olvidada: la del otro, la de los otros, la memoria de una humanidad entera afaenada en transigir con su horror y su espanto.

Ser es entonces ser culpable, estar abierto a cargar con la culpa de una humanidad entera. Dostoievski, padre del nihilismo, lo profetizó: “todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros”.

Sea como fuere, lo cierto es que el sueño de la totalidad, sueño de una razón omnipotente que se daba a sí misma las condiciones de su existencia sin sospechar que tales fundamentos recaen siempre en la plausibilidad de la catástrofe y la barbarie, hace ya tiempo que ha dejado su lugar a un pensamiento en fuga, un pensamiento que se contenta con experimentar la apertura al sentido más que con, dogmáticamente, poseerlo. Todo entonces son relaciones en los límites de la posible y de lo factible.

Pero es en este punto donde todo viene a confluir. Y es que el pensamiento crítico -pensamiento siempre necesario- hace ya tiempo ha dado ya en la clave en ver que es de la violencia del concepto de lo que hay que huir. El pensamiento de la totalidad asentado en la violencia del concepto ha de ser desmantelado. Toda ideología es un campo minado donde el discurso, el concepto, queda pervertido e invertido en manos de una dialéctica que nunca es inocente.

Pero, y he aquí lo fundamental, todo pensamiento que se permita el lujo de dar al traste con los imperativos de la totalidad, constata cómo el fracaso, la imposibilidad, es también su destinación más efectiva.


Es decir, todo pensamiento que se sostenga insurgente como ejercicio de resistencia ante el avance del pensamiento de la totalidad fetichizadora –encarnación plena de la mercancía y el flujo de capital a velocidad límite- no deja de constatar lo paradójico de su destino: es solo reduciéndose a escombros, ninguneado en su efectividad, como permite que surja la posibilidad de la redención. Casi es redundante apelar aquí a Adorno. Pero es que ya antes Baudelaire cifró el nacimiento de la Modernidad como el momento en que lo imposible adquiría rango de posibilidad más acuciante: dejándose llevar por sus paseos, el flanêur hacía gala de una distancia con la ya por aquel entonces apelaba a una resistencia tácita con el mundo de la producción racional de fines –y mercancías. Porque el flanêur era partícipe pero no formaba parte de la masa; su satisfacción era precisamente la contraria a lo que parecía decir la época: su improductividad y su inactividad. Pero justo en estos dos condicionantes se cifraba su capacidad estética para ser sensible a la fugacidad de lo bello y a lo efímero de todo acontecimiento.

Ya, por tanto, la propia Modernidad se eleva como resistencia ante sí misma, como alegato díscolo -y estético- ante sus propios primados. Pertenecer a la muchedumbre, para alejarse de ella. Contemplar el mundo perfecto de la producción racional, para disfrutar de instantaneidad decapitada.

Remitiéndonos ya a la Estética, el pensamiento edificado por Adorno no hace otra cosa que poner en limpio está plausibilidad última de toda productividad humana asentada en los primados de la racionalidad ilustrada. Y es que el arte –comprendido éste como producción autónoma ilustrada- tiene en su negatividad a su destinación más precisa. Solo ocultándose, negándose en sus promesas de libertad, hace posible la emergencia de lo que se ha convertido en su función preeminente: cargar con toda la culpa, con toda la tragedia de una humanidad que ha preferido optar por silenciar el horror y darse al festín del simulacro de lo hiperpresente.

Negando la memoria, la historia, la víctima es reducida a cero y la humanidad entera entra en la época de cinismo e ironía exacerbada. El horror ha devenido nuestro apocalipsis a fuerza de silenciarlo, de olvidarlo. La misión del arte entonces es cargar con la culpa del mundo entero, con todo ese horror que es silenciado en cada momento con el fin de que el simulacro de la felicidad en marcha siga teniendo lugar.

Pero, ¿cuál es el proceso estructural del arte para que condense en torno a sí, a su concepto, todo ese caudal de olvido, de ignominia y de dolor? Solo resistiéndose a los procesos de normalización, solo proponiéndose como alteridad al campo dogmático de la hiperproducción, el arte puede albergar en su interior la promesa de su destinación.

Así pues, para el arte –de hecho para toda producción racional (véase por ejemplo la técnica, la esencialidad de la técnica)- es justo yendo en contra de su concepto, adelgazando hasta el mínimo el ámbito de su autonomía soberana, cómo el arte puede aún mantenerse afianzado en sus presupuestos genealógicos.

Y es que aquí Adorno quizá peque de dogmático: sí para él el arte es todo aquello que permanezca indómito frente a la cosificación, normal entonces que sea la tan ansiada autonomía lo más preciado a salvaguardar de su destinación. Moviéndose entonces entre los dos polos que especifican la, por una parte, ya apuntada autonomía y, por otra, su caída en el mundo de la vida, el are va trazando la historia de su propio destino. Que toda caída en mundos de vida sea comprendida-como decimos de forma un tanto dogmática- como desartización, es corregida por posiciones –entre otras muchas la de Hal Foster- que ven en su mezcla un ejercicio de resistencia –no, como viene siendo el caso actualmente, como burdos intentos de estetizar mundos del todo colonizados por el universo de la mercancía.

En todo caso, y para no seguir por derroteros que nos llevarían demasiado lejos, lo fundamental es ver en las posiciones de la tradición crítica un doble perfecto –casi perfecto- a las reflexiones más fenomenológicas y hermenéuticas antes traídas a colación.

Por ahondar, y como ya dijimos al principio, a veces resulta que todo viene a converger, que todo se disuelve en una simetría conceptual perfecta. El silencio de la noche de Blanchot, el terror insondable que produce el roce de su susurro y señalado por Levinas, es el doble invertido del mutismo al que Adorno condena al arte para que su concepto se adecue históricamente a lo que es su destino. La culpa que nos impone el otro, la culpabilidad de sabernos rehenes de una víctima –siempre el otro- a quién que es imposible redimir, es el contraefecto de esa culpa con que Adorno dice ha de cargar el arte. Perseverar en una ignominia, la de la propia humanidad, no transigir con su olvido, es la tarea que –estéticamente- Adorno piensa para el arte y que –éticamente- Levinas, Derrida o Blanchot piensan como lugar propio de nuestra apertura a la radical alteridad del ser.



En definitiva, siempre un mismo intento: el de salvaguardar la memoria de toda la ignominia a la que fue sometido el hombre en el pasado, un ensayo constante de aperturas donde se dé en el presente la redención de una humanidad enfangada de horror y barbarie. Es decir, la salvaguarda de una promesa, del duelo por una promesa imposible.

Abrir entonces un claro en el bosque, abrirse al sentido del acontecimiento –del Ereignis heideggeriano- para terminar por convenir que todo acontecimiento –quizá el único- no es más que una metonimia alegórica. Y es que, que el ser devenga acontecimiento –que la verdad, la verdad del ser, sea ya un acontecimiento, un evento que acontece en el tiempo de nuestra existencia, que el sentido de su verdad sea el sentido de nuestra existencia- no significa otra cosa sino que el ser se instaura en ese único acontecimiento que es la metonimia alegórica. Una alegoría que dice siempre lo otro: el claro entonces no nos dará la palabra sino que dirá lo otro, lo que habla antes y fuera de ese claro.

¿No es ese entonces el puro acontecimiento del que nos habla Blanchot y que tendría en la noche su única detención? Pero no solo Blanchot. Levinas ya habla –como hemos indicado brevemente más arriba- de un susurro silencioso, de un ‘hay’ que media entre el ser y la nada, y gracias al cual es posible pensar una alteridad más allá del ser que de ninguna manera sea una superación dialéctica al ser o a la nada. Levinas lo describe como un murmullo silencioso, la amenaza de una extraña presencia, como una extraña amenaza todavía visible en la existencia del existente. Acompañándose de las palabras de Blanchot lo cifra como un jaleo del ser, un murmullo insondable, “la corriente anónima del ser”; la atmósfera tétrica de una presencia que no se logra vislumbrar: “no hay ninguna cosa, pero hay ser, como un campo de fuerzas”.

Abrir el claro entonces es invocar la plegaria por un duelo, es dejarse inundar por ese murmullo incesante de la noche, es abrirse al compromiso de un ‘sí’ eternamente aplazado como destinación y rememorado como memoria. Esta memoria acongojada es la metonímia alegórica que reúne en la dispersión la imposibilidad de una necesidad que nos apela por nuestro nombre –y en nuestra muerte.

De esta alegoría es de la que habla el video de Perejaume. Pero decir algo de ese video es dar palabra a lo que no puede ser dicho, es dar sentido a lo que se hunde en el sinsentido de nuestra experiencia cotidiana. Mañana habrá que seguir viviendo, habrá que seguir soportando este duelo imposible, habrá que, en definitiva, construir otro claro en el bosque y dejar que acontezca el acontecimiento de nuestra existencia: llevar –como hace magistralmente Perejaume en el video- el tronco al océano y lanzarnos a la tarea del duelo para regresar fatigados.

Ahí es justo donde el video termina, donde no se sabe bien si se operará otro claro, o si, por el contrario, estamos condenados a, nunca más, regresar a la orilla.

lunes, 13 de junio de 2011

LA GRAN BOUTADE



JAVIER ARCENILLAS
GALERÍA ARANA POVEDA: 02/06/11-27/07/11

Debería de haber quedado claro, de hecho debería de haber quedado bastante claro. Si el arte tiene alguna posibilidad de resistencia, esta debe de evitar –de forma taxativa y tajante- toda simulación efectista basada en la realidad. Dicho sea de otra manera: si quieres un coche en tu obra, vas y traes un coche. No te pones a hacer un coche –el do it yourself funciona como pleonasmo de las estéticas de la basura, del accidente y lo retro-kitsch. O, de igual manera, no te montas una escena del crimen, sino que la traes ya contigo –he ahí la capacidad del artista. .
El arte, en la era de lo postconceptual, trabaja con ideas, con conceptos, y, para ello, qué sea la realidad importa “solo” como baremo con el que medir el impacto. Toda obra –si es obra de arte y ninguna ‘obra’ de arte puede dejar obra ‘de arte’- crea una fractura en la realidad, una microfisura en el tegumento disciplinante, un shock. Apelar para ello a realidades ontofácticas, a eventos consuetudinarios es tan insustancial como innecesario. Pero ya el colmo, una boutade que creíamos nunca íbamos a ver, es el plantar en medio de la galería la escena de un crimen, la representación medida y mediada de un asesinato.
Y es que ya da un poco lo mismo: el efecto es el efecto y casi lo único que importa. Si no tenemos juegos de espejos, nos montamos una opereta de salón, un tiroteo con bandas latinoamericanas y tenemos ya nuestra pseudo-tragedia.
Cómo funciona hoy en día la representación es complicado -lo entendemos; que cualquier cosa valga para sacar al endomingado medio y sacudirle en su conciencia, es un trabajo tan burdo como fácil. Pero lo peor no es eso, ya que es tan cándido e inocente el escenario que apenas se puede ver en ello efluvios de juego ideológico alguno. Lo peor es que denota una confusión tan palmaria que da buena fe de que, en el arte contemporáneo de hoy en día, la boutade chabacana se confunde con la disidencia política y el despertar de las conciencias de una forma tan rancia y agotada que produce arcadas el solo verlo planteado.
Y lo peor es que las obras de arte que ni son obras ni son arte también tienen su efecto: el operar como dispositivos al servicio de las estrategias de disolución de cualquier forma de resistencia. Y es que, ¿qué le va a quedar al arte sí el mismo confunde sus estrategias con las del enemigo?


La obra en sí, la de Javier Arcenillas y expuesta en la Galería Arana Poveda dentro del festivalote de Photoespaña, es un docudrama, un folletín que narra las realidades de una Latinoamérica que se desangra allá por donde mires. Muchos jóvenes ven en la posibilidad de trabajar como sicarios la única salida a un futuro que se escribe solo con la desesperanza de saberse acabado y asesinado a una edad media de 25 años. Pero es que es eso… o la más absoluta de las nadas.
O tenemos fe –sí, fe- o no tenemos, cerramos el chiringo y nos hartamos de feriantismo y bienalismo hasta morir desalentados. Pero si tenemos, sí pensamos aún que el arte vale para algo, es útil, tiene alguna función que no sea la del propio autobombo, no es que ya sea de todo punto pertinente buscar otra lógica para lograr el antes nombrado shock que debe producir toda obra de arte, sino que se hace innegociable romper con formas anquilosadas de continuismo, de “tocar el corazoncito” del espectador, su bien aprendido adoctrinamiento en las formas ideológicas del tardocapitalismo y de provocar la ya más que nula y bien aprendida indignación con el sistema.
Si Benjamin decía que la misión no era decir sino mostrar –y si sobre esta sentencia se ha levantado la mitad de la estética del arte contemporáneo-, no hay que olvidar que la otra mitad cabe apuntarle a algo más que a un simple señalar con el dedo: hay que mojarse, implicarse, cargar con el silencio de aquello que no puede quedar silenciado, con el horror de una época que parece hacer las paces con la injusticia y la insidia.

sábado, 11 de junio de 2011

ISAAC JULIEN: ARTE Y TÉCNICA EN BUSCA DE NUEVOS HORIZONTES




ISAAC JULIEN: TEN THOUSEND WAVES
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta el 15/07/11
(artículo original en 'Revista Claves de Arte': http://www.revistaclavesdearte.com/critica/21174/Isaac-Julien-en-la-Galeria-Helga-de-Alvear)

La disputa viene ya de lejos pero, atrincherados como estamos en la era hipertecnológica, merece ser refrescada de vez en cuando. Si para algunos –véase Benjamin- la tecnología es la que permite un cambio en la función propia del arte, para otros –en este caso y de actualidad más acuciante Rancière- la tecnología no viene sino a operar una reconfiguración en un régimen político ya apuntado por anticipado en el trabajo de ficción que las prácticas artísticas llevan a cabo.

Es decir, la pregunta a la que remite esta disputa es a la relación que media –que siempre ha mediado- entre la técnica y cualquier producción material humana –en este caso la artística. Qué es antes, ¿la técnica o la ficción?, ¿depende nuestro sentido político de lo decible, lo visible y lo pensable de operadores tecnificados, o estos son solo el trampolín desde donde poner en escena la ficcionalidad propia de una época que sabe demasiado bien qué se espera de ella? O en última instancia, ¿quién configura el régimen de lo empírico? ¿la técnica o nosotros humanos con nuestra labor de ficcionalizar?

De momento no vamos a tomar partido por ninguna tesis en particular, pero sí que vemos la conveniencia de clarificar que –de hecho- nada está muy claro del todo para enfrentarnos a una obra tan espectacular y tan potente como es esta de Isaac Julien (Londres, 1960) que ahora nos presenta la Galería Helga de Alvear.

Y es que la pregunta tiene más recorrido del que se piensa en primera instancia ya que se ha visto con el tiempo que aquel optimismo de Benjamin –leve y ultramoderado, pero optimismo al fin y al cabo- de un nuevo régimen político del arte nacido del cambio de función que para éste trae la técnica, se ha visto una y otra vez lacerado ignominiosamente. Porque si la técnica tiene la primacía de recortar el campo de lo experimentable, basta con que los señores de la política se hagan con los dispositivos técnicos de re-producción para ser ellos quienes operen un corte en el campo ideológico de lo político y lo social. Abogar, sin embargo, por lo segundo sería poner sobre el tapete la capacidad insurgente de un arte que en su labor de ficcionalizar anticipa el contenido latente que luego la técnica se encargará de poner en escena.

Si nos situamos en estas coordenadas para hablar de Ten Thousand Waves es porque lo que pensamos que está ocurriendo en el actual arte contemporáneo puede verse como el intento –desesperado o no- de abrir el pliegue de representación cerrado en aquel mundo ochentero que devino alegoría neo-barroca. Y dicha apertura –al sentido, a la representación y a la narración- viene de manos de la técnica.

Si la fotografía adquirió rango de obra artística justo cuando se supo comprender su mirada no como la mirada de un instante congelado sino, todo lo contrario, como la plasmación de un tiempo condensado pero expandido en sus virtualidades temporales, es ahora el vídeo el que trata de –aunque se piense que ya lo ha hecho- encumbrarse a verdadera obra de arte. Y es que el vídeo, a pesar de sus ya casi cincuenta años de vida, es ahora la punta de lanza de toda una problemática que alude a la capacidad que tiene la técnica de abrir nuevos campos para lo experimentable.




Narrar historias en un mundo implosionado en su simulacro telemático, contar por contar cuando la vorágine de imágenes hace que perdamos el sentido constantemente, no pensamos que sea la estrategia más acorde para unas prácticas artísticas que, como decimos, tratan de verdad de abrir el campo de lo posible una vez ha sido éste plegado por el régimen libidinal propuesto por el fetiche-mercancía y la lógica del capital de finales de los setenta.

Concluyendo: un vídeo como disciplina artística que siga como varadero de la documentación hiperexhaustiva de todo tipo de acciones, un vídeo perfomatológico –sí se me permite tal expresión-, es un arte que, si se quiere, juega con los problemas heredados de prácticas más generales. Pero un videoarte que remita a la problemática fundamental en nuestro tiempo de abrir el campo de la ficción a nuevas formas que den cuenta de una nueva manera de narrar y de contar, es en definitiva un videoarte que trae para sí todas las potencialidades tecnológicas propias de la epocalidad que nos ha tocado vivir.

Siendo, por tanto, cierto que el arte contemporáneo busca nuevas maneras de narrar, de abrir sentido en el juego de las representaciones, de escapar como sea a la lógica del simulacro que todo lo devasta y fagocita, de plantear discursos de resistencia y crítica lejos del paradigma ideológico ya asimilado por el sistema, el uso de la tecnología debe de estar orientado a abrir el discurso artístico a estas necesidades. Es en este sentido en el que la funcionalidad que para sí pretende el arte queda innegablemente unida a las capacitaciones tecnológicas de cada momento –y no, por tanto, al revés.




Una vez apuntado esto, bien podemos convenir que la maestría absoluta de Ten Thousand Waves es la de reorientar nuestra manera de mirar y de narrar, de crear Historia –e historias- y de apelarnos a una reactualización constante de nuestros presupuestos como espectadores.

Nueve pantallas, dispuestas en círculo con dos de ellas en el centro, se transforman en el escenario perfecto en el cual la historia –una extraña mezcla de relato mítico y ancestral con escenas de la vida moderna- nos es contada, pero donde también nosotros la contamos produciéndola. No se trata de la memez de la interacción al modo del “elija su propia aventura”, sino que se trata de una constante rememoración y anticipación de un cuento, una fábula por la cual se nos muestra aquello que China puede significar, haber significado o, incluso, llegar a significar, en una mezcla constante de ensoñación y realidad fragmentada.

Isaac Julien nos propone abrir los ojos a una nueva realidad: aquella que surge de la evanescencia de todo disciplinamiento de la mirada y de un esfuerzo por fajarse de la linealidad temporal de todo relato. Los tiempos no se anulan sino que convergen, las historias no se solapan sino que se abren en sus diferencias, el espectador no mira sino que actúa de dispositivo final.

Y es que al final es la propia mirada del espectador la que dicta sentencia: o es aludido en su saberse humano en una narración discontinua y fragmentaria, pero por la que llega a intuir las condiciones reales de una nueva configuración de lo real, o simplemente ve en esta obra la parafernalia propia de lo espectacular-tecnológico o del histrionismo de la pantalla global.

Obviamente nosotros nos quedamos con la primera lectura: si el espectador ha de ser emancipado es justo para saber que es su mirada la que da forma a la obra y que, haciéndolo así, aquello que mire estará siempre abierto a un trabajo de ficción donde serán intuidas y anticipadas las condiciones reales de existencia y de conocimiento humano. Si no ya el cine -tomada la senda del hipercine de la pantalla global como bien han señalado Gilles Lipovetsky y Jean Serroy- sí que el videoarte debe de ser consciente, como pensamos que lo es en esta magnífica obra, de la tarea a la que queda encomendado.

jueves, 2 de junio de 2011

YVES KLEIN: LA HERENCIA DE UN SALTO AL VACÍO




 YVES KLEIN: VÍDEOS Y PERFOMANCES
GALERÍA CAYÓN: junio/julio

(originalmente publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=390

“Al principio es una nada, luego una profunda nada, después una profundidad azul”. Esta frase de Gaston Bachelard, utilizada por el propio Klein como únicas palabras pronunciadas en una conferencia, pueden llenar por completo la vida y obra de uno de los personajes más fascinantes del siglo XX. A medio camino entre ser considerado el heredero directo de las estrategias vanguardistas y ser el pilar fundacional sobre el que emerge una nueva disposición de enfrentarse a un arte ya por completo institucionalizado, la figura de Yves Klein dista mucho de poder ser  reducida al típico “epatador” de burgueses con que a menudo se le asocia.

Si para Peter Burger las neo-vanguardias son un experimento nada positivo que lo único que hace es desconectar por completo el caudal emancipatorio que podría tener la originalidad vital de, por ejemplo, el dadaísmo, viendo uno las performances de Klein se atreve a pensar todo lo contrario.
Quizá es que desde siempre nos hayamos sentido más cómodo en las tesis de Hal Foster de la   acción diferida para tratar de comprender los fenómenos artísticos de la segunda mitad del siglo XX que, aunque herederos directos de las tesis de la vanguardia, se enfrentaban a un entramado socio-económico bien diferente. Y es que, si bien toda tesis progresista vinculada al arte corre serios peligros de perderse en antinomias imposibles (recuérdese el dogmatismo con que acaba un pensador como Adorno presa de sus propios axiomas hegelianos), no por ello deja de ser menos cierto que, solo una vez después de que el arte se hubiera transformado en institución (encarnada quizá en esa transformación del lugar común apuntada por Danto), la cosa empieza a tomar unos derroteros bien diferentes.
Digo esto porque es sabido que Foster indica que los planteamientos que la vanguardia pretendía llevar a cabo, solo tuvieron alguna posibilidad de llevarse a cabo en las neo-vanguardias, es decir, precisamente cuando aquello contra lo que se pretendía luchar –el arte-institución- comenzaba a construirse.
Nada raro hay en ello: el arte funciona según una lógica negativa interna que hace posibles precisamente aquellos destinos que, en su propia emergencia discursiva, quedan ya del todo neutralizados. ¿No es ese el germen que hizo prender a la Modernidad entera, un pensamiento capaz de decapitarse en su mera enunciación discursiva?


Sea como fuere, lo que queremos apuntar es que lo difícil de una obra como la de Klein es la de darle el valor justo y preciso habida cuenta de estos procesos de diferenciación temporal con los que el arte, en su concepto, queda destinado. Unidas sin duda a la problematización de su obra, pudieran surgir preguntas que, apuntando al núcleo duro del arte, son preferibles de mantener en silencio: ¿toma acta de nacimiento la performance –y con ello cualquier otra disciplina- justo cuando ya es inofensiva para el entramado-arte?, ¿dan el pistoletazo de salida las acciones de Klein al arte contemporáneo de los años sesenta, o se trata más bien del comienzo del fin, del canto del cisne que otorga prioridad performativa a aquello que ya esta desconectado de la violencia insurgente del arte? Es decir, ¿es el salto al vacío de Klein el salto de la desmaterialización que determinó y sigue determinando el arte contemporáneo, o es el guarrazo de un fracaso perseguido contumazmente por un arte encorsetado en unos procesos de desartización que le han chupado la sangre hasta la inanición?  
Es ese salto al vacío, el que dio el 27 de noviembre de 1960 una de las imágenes más impactantes y fascinantes del arte contemporáneo y cuya lectura más detenida –lectura filosófica pues ahí es donde más cómodo nos sentimos- tendría que ser prioridad epistémica para cualquier artista. Ese salto, la manera en que se comprenda ese vacío al que Klein quiso embotellar, da la dirección precisa de los destinos de un arte que siempre está circunscrito en sus postrimerías.
Dejando las cuestiones que su obra siempre deja abiertas –y que alguna vez necesitaremos sean respuestas en condiciones- el arte de Klein, pensamos reactualiza las estrategias vitales vanguardistas pero con el convencimiento de que ya no hay posibilidad alguna de redención. “Al haber rechazado la nada, descubrí el vacío”, dice el propio Klein en la portada de su Dimanche, le journal d’un seul jour. La nada, el legado histórico que el fracaso de las vanguardias legó para la posteridad, es transformada por Klein en aquello más preciso para una época que ya caminaba seguro hacia la inmaterialidad de los simulacros: el vacío. Es decir, no ya la nada, sino el vacío, a de ser la preocupación artística a tener en cuenta para contrarrestar el poder maquínico de un signo-mercancía que, está visto, empezaba a deglutirlo todo con maestría.


Quizá, alcanzados este punto, nos hallamos ante lo más importante del legado de Klein: el haber dispuesto que ya no sería la nada –enfatizado en el nihilismo dadá, o encarnado en el Absoluto trascendente y teosófico de suprematismo y neoplasticismos- lo que habría que perseguir de modo vital, sino que ahora es más bien el vacío el destino de una epocalidad que ya empezaba a sustentarse en los primeros simulacros de las virtualidad fetichizadora y de la lógica de la plusvalía. Así, no ya una vida entera en pretender una fusión entre arte y vida, sino el intento condensado en un solo día –precisamente aquel mismo día 27 de noviembre.
Si hace un año fue el Círculo de Bellas Artes en una excelente muestra, ahora es la Galería Cayón de Madrid la que nos acerca un poco más el legado incuestionable de este creador fundacional. Junto con videos de sus perfomances, destaca un ejemplar el anteriormente citado Dimanche, le journal d’un seul jour,…, una tarjeta postal como invitación a una de sus perfomances –con un sello azul aprobado por el Correo francés-, y la libreta de recibos con la que Klein dejaba constancia de las pagaba "Zonas de Sensibilidad Pictórica e Inmaterial" compradas por el coleccionista de turno.
Después de ver la exposición, uno sale más convencido de la alargada sombra de este francés singular: chamán de la inmaterialidad del objeto artista que apunto estaba ya de iniciar una larga época artística, profeta de lo efímero como destinación precisa de un arte enclaustrado en la hiperfetichización, mago de la huella y el rastro, de lo inmaterial y lo invisible, la obra de Yves Klein bien pudiera servir para rastrear buena parte de las prácticas artísticas actuales.
Siendo esto imposible en este pequeño texto, nos aventuramos a dejar algo apuntado: si uno visita la muestra de Martin Creed en el MARCO de Vigo –el artista ha llenado las salas con globos azules- bien puede terminar preguntándose cuál es el estado del arte contemporáneo en esta época nuestra. Otra vez el azul y otra vez el espacio vacío, y otra vez los globos como esa acción que llevó a cabo el propio Klein lanzando al aire 1001 globos azules en Saint-Germain des Prés (sculpture aérostatique). Pero, ¿qué efecto de resistencia se sigue de meter cientos de globos en un centro de arte?, ¿qué riesgo existe al ser una institución quién te abra las puertas para reactualizar un efecto ya histórico?
Reflexiones como esta última nos llevan a pensar la necesidad de reactualizar un legado incomprendido en gran parte y a revitalizarlo de la forma más precisa posible. Quizá es que su herencia, un salto al vacío, nos dé demasiado miedo para imitarlo.