viernes, 6 de mayo de 2011

MINIMALISMO: DESARTIZACIONES COMO EFECTO DE LA MIRADA


 JUS JUCHTMANS: BIPOLAR
GALERÍA NIEVES FERNÁNDEZ: desde el 28/04/11

Si uno estudia, de manera no muy profunda la historia del arte contemporáneo, se da cuenta –a poco que ponga de su parte- que el grueso de los procesos de desartización han ido enfocados a problematizar justo el órgano o sentido que siempre ha tenido –al menso presumiblemente- la primacía en esto del arte: la mirada.
Y es que, si algo ha marcado las idas y venidas en la historia del arte, es la paulatina y cada vez más clara denigración de la mirada. Como bien dice Martin Jay, si algo caracteriza al siglo XX es precisamente una hostilidad hacia ella, hacia la mirada.
Ya desde las primeras vanguardias, la premisa epistemológica con la que llevar a cabo su plan de subversión consistía en una problematización y radicalización del mero hecho de mirar. Malévich a la cabeza, pero también y obviamente el cubismo, el futurismo, el plasticimso, etc.
Tirando del hilo llegamos a una época, la nuestra, en la cual una de las estéticas de la resistencia más potente es aquella que se comprende como arte-ceguera, como el arte de anular precisamente aquello que en principio debería de ser dado a la vista. Unido a ello está todo el arte de lo siniestro y lo traumático, el retorno a lo real ya consignado por Hal Foster: si la paradoja de este no-ver es que no puede ser eliminado del todo, el arte parece precisamente ser la estrategia perfecta para acercarse a aquello que no se pude tocar: lo Real lacaniano. Las estéticas escatológicas, de la rememoración/regresión de lo infantil, aquellas que glosan lo traumático, el peluchismo que diría Castro Flórez, son todas ellas estéticas que, en el decir de Foster, se han atrevido a rasgar la pantalla-tamiz que nos separaba de lo Real.
Pero, para no irnos demasiado del tema que nos ocupa, si en algún momento esta denigración de la mirada tomó carta de ciudadanía desde un punto de vista teórico fue sin duda alguna a partir de las reflexiones de Benjamin en torno a la reproducibilidad técnica, sabiendo intuir de ahí una ligazón conceptual con los problemas políticos en los que aún hoy seguimos enfangados –y sin demasiados visos de solución, todo hay que decirlo. Según él, la reproducción técnica trae consigo una nueva función para el arte que, anulada ya la noción de aura sobre la que se asentaba todo el entramado social del arte, queda hora sustentada dentro de una función política.
La técnica, la reproducibilidad infinita que fomenta, remite a unas estrategias novedosas para lo artístico que quedan desde el principio sujetas a los proceso de formación y construcción del imaginario colectivo. A este respecto, el inconsciente óptico es aquello precisamente a modelar por las fuerzas políticas; es lo que se escapa a la visión y es por tanto sometido a regímenes disciplinarios varios. En las propias palabras de Benjamin, “Lo que se atrofia en la era de la reproducibilidad técnica de la obra de arte es su aura”; es decir, el mirar, la premisa de la durabilidad, de la memoria como a priori desde donde se construye el archivo que designa a una sociedad, a una cultura. De ahí hasta Rancière y su tesis según la cual todo régimen estético remite a una determinada manera de relacionar lo visible, lo posible y lo decible no hay más que un pequeño paso. 


En otras palabras, la separación que opera Freud entre el inconsciente y consciente, la traslada Benjamin a al problemática ver/no-ver –dialéctica esta muy querida al arte ya que, como venimos sosteniendo, sobre se asienta gran parte de los procesos de desartización.
Dentro de esta pequeña geneaología que hemos tratado de delinear a trazo más bien grueso, y unido a las estrategias artísticas que han ido surgiendo a la carera, pareciera que el minimalismo es una rara avis dentro de las coordenadas en las que nos hemos movido. Porque el minimalismo, sustentado por ejemplo en la sentencia de LeWitt de que lo que hay es lo que ves, pareciera llevarnos la contraria.
Pero, sin embargo, la realidad es bastante diferente. Quienes aún hoy en día, después de la distancia que supone la friolera de casi cincuenta años, sostengan que el minimalismo es ese movimiento aséptico, inmovilista, preocupado por las líneas claras y la mirada segura, está bastante confundido.
El minimalismo supone por un lado la culminación formalista de la modernidad pero también una reflexión sobre la percepción y la producción. Si no queremos hacer de él una serie de motivos decorativos, que en absoluto lo son, el minimalismo no puede ser entendido como un idealismo reduccionista preocupado en vérselas con la captación de formas puras, sino que ha de entenderse como un movimiento capaz de romper con el espacio trascendental y situar al espectador en un ‘aquí y ahora’ concreto y al que se le hace partícipe de una percepción de la obra que se puede redefinir en términos de lugar y tiempo.
Aislando, por una parte, al objeto y, por otra, especificando su comprensión en contextualización directa con el espacio circundante, el minimalismo hará hincapié en las condiciones epistemológicas y perceptivas de la obra de arte. La diferencia, por tanto, entre considerarlo arte o decoración reside en ese plus de negatividad que él mismo lleva en sí.
Pero su posicionamiento más radical es el que lo hace ser tomado como un movimiento que rompe con el modo de significar hasta entonces imperante: el que se da como mediado por la intencionalidad de una conciencia más o menos ideologizada. Aquí es precisamente donde se lleva a cabo su específica negatividad. Si el significar ideológico era propio de la producción pre-industrial, ahora se sientan las bases para una dislocación de esos mismos parámetros de significación. Esto lo consigue problematizando la percepción del espectador y la expresión del artista. Es decir, la fenomenología que el minimal problematiza ha de entenderse como yendo de la mano de los nuevos modos de significar. Aquí ya parece más clara la correspondencia entre el minimalismo y los procesos antes puestos sobre la mesa de problematización de la mirada.
En esto supone un paso más que el conceptualismo: centrándose en la percepción puede llegar a desplegar una negatividad como cuestionamiento de los procesos sociales de significar, mientras que, por el contrario, el conceptualismo, yendo directamente al concepto, no puede aludir más que a procesos de significar basados en las mismas estructuras del lenguaje del arte, pero no del producirse social.
El minimal, por otra parte, renueva ciertos postulados de la vanguardia y los hace autoconscientes. De ahí se infiere que suponga ya un ataque a una institucionalidad del arte ya bien conformada. Lo que el dadaísmo había apuntado, pero aún no conseguido al no ser el tiempo todavía del arte perfectamente institucionalizado, el minimal lo logra. Fue precisamente sobrepasando los límites de una nueva objetividad postulada por las esferas del arte institucionalizado (con Greenberg a la cabeza) cómo el minimal logró el golpe de efecto de, sin salirse aparentemente de los cauces establecidos, pasarse al otro lado: el de la efectuación de su negatividad.
Porque fue solo en ese movimiento de saltarse los límites de apelación a un regreso de la forma, si se quiere, en un exceso de celo, como el minimalismo pudo llegar a problematizar los procesos de percepción y significación. De esta forma, el minimalismo, como reza la hipótesis que más ha calado –quizá, todo hay que decirlo, porque sea verdad-, surge como réplica a la ya de decadente crítica de corte greenbergiano, y surge precisamente no como una contraefectuación de todos los primados en que descansaba la teoría a eliminar, sino en un aplicar a rajatabla sus líneas directrices. Por tanto, apelando a la radical vuelta a la figuración que la época reclamaba fue como el minimal, pasándose de la raya en ese retornar, logró explorarse artísticamente como negatividad. 


En definitiva, el minimalismo, lejos de poder reducirse a la perfección de las formas, a una reducción casi a cero de los primados subjetivistas y emotivos del arte más sensiblero, cabe insertarlo en el grueso de los movimientos que vieron la necesidad, ya imperiosa por aquella época, de problematizar las estructuras ideológico-políticas de la producción, de la exhibición y, obviamente, de la mirada. A este respecto, minimalismo y pop art, lejos de querer verlos aún como su contraréplica perfecta,  han de ir de la mano al comprender que si algo tenían claro que había que enfatizar, era el producirse social de la obra. Simplemente con el mero gesto de introducir la obra en los procesos de producción en serie y del consumo en masa, fue como ambos movimientos se dispusieron a dar una vuelta de tuerca más en el proceso cosificante de la obra de arte desatando así la negatividad del arte específico de la era postindustrial.
Dicho lo cual, y yendo ya por fin al núcleo del asunto, la obra pictórica de Jus Juchtmans reconduce los primados epistemológicos y perceptivos del minimalismo para, en conjunción con la problematización ya casi eterna de la pintura, seguir investigando las condiciones de la mirada y la acción de ver.
Sus cuadros, aparentemente monocromos, remiten a la plausibilidad de un mirar que, en la contemplación, descubre nuevos efectos, nuevos colores que invitan a traspasar el lienzo para ir más allá. Sobre una superficie, como decimos monocroma, Juchtmans repite compulsivamente –hasta treinta veces- el gesto pictórico de volver a cubrir el lienzo de pintura. Capas superpuestas de colores con tonalidades incluso diferentes vienen a dar como resultado una superficie donde la mirada se pierde en texturas diferentes y en coloraciones imprevistas.
Siempre, como decíamos más arriba, un algo más allá de la mirada; siempre un mirar que mira aquello que no-ve. La negatividad del arte, una vez más, avanza a golpe de visión obstruida o de no-visión permitida. El esteticismo claro de sus obras debe de dejar paso sin duda alguna a reflexiones que tienen en al problemática del mirar su eje discursivo. De no ser así estaríamos reduciendo la obra a simple cosa, a mero contemplar psicologicista, y estaríamos cometiendo el mismo atropello que se comete contra el minimalismo.
Quizá ya no sea plausible una trascendencia a la que apelar como pudiera hacer Malevich, quizá tampoco sean este tipo de estrategias tan novedosas y contundentes como pudiera serlo para LeWitt o Stella, pero sin duda que la problematización de la mirada sigue siendo el eje discursivo sobre el que trazar los procesos de desartización que articulan la historia del concpeto d earte en su totalidad. Solo así puede Adorno, y con esto concluimos, sentenciar que “los polos de la desartización son que la obra de arte se convierte en una cosa más y en un vehículo de la psicología del conteMplador”.

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