martes, 1 de febrero de 2011

ÁNGELA DE LA CRUZ: EL RUIDO Y LA FURIA


ÁNGELA DE LA CRUZ: 'TRANSFER'
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 20/01/11-05/03/11


Al referirse a Ángela de la Cruz, lo más común viene siendo el enfatizar el hecho de haber sido la primera artista española en optar el Premio Turner. Aún siendo esto cierto, la verdad es que dice bastante poco: aunque española de nacimiento, artísticamente es más que inglesa, y eso del Premio Turner habría que aplaudirlo justo hasta ahí, hasta donde empiezan las sempiternas críticas al estado de la cuestión de un arte que se mueve por impulsos espasmódicos de autobombo y promocionismo.
Una vez aclarado esto, lo segundo que suele a uno venírsele a la cabeza al hablar de la artista coruñesa es eso del discursito ya un poco pasado de la enésima muerte de la pintura y demás. Porque, aun siendo cierto que las estrategias preferidas de Ángela son aquellas que desmontan y deconstruyen lo pictórico, principalmente transformando el soporte-lienzo en un hecho escultórico, lo suyo dista mucho de ser un guiño más a las ruinas en que –para algunos- parece haber caído la pintura.
Y es que si estuviésemos ante una artista que se emplea afondo en transgredir los formalismos del hecho pictórico para acercarlo a los límites del campo expandido conceptualizado por Rossalind Krauss, estaríamos, quizá, ante una gran artista, pero no ante, como es Ángela, una grandísima artista.
Porque para ella el topicazo de la muerte de la pintura, más que un hecho conceptual asociado a la temporización misma del concepto de arte, responde ya a lo que puede ser una categoría estética cualquiera con la que trabajar sin complejo alguno. De ahí que sus obras no estén enclaustradas en lo conceptual, sino que el componente físico, la violencia de la destrucción, sea de vital importancia para de la Cruz.
Y es que, si hacemos un poco de filosofía del arte, asociada a la muerte de la pintura, la dialéctica de la desartización, esa extraña dialéctica que temporaliza la historia del concepto de arte, ha ido nutriéndose de la autoreferencialidad en que cada técnica artística parecía haber encallado ante los empujes de lo espectacular y transbanal del arte. Y para la pintura, en lo que a ella le tocaba de más cerca, eran los discursos de la imposibilidad de representar lo irrepresentable –lo sublime de Lyotard como destino último de todo el arte moderno- lo que le hacía ser condenada a mero objeto caduco y mortecino al cual despellejar vivo sin misericordia alguna.
Pero Ángela sabe muy bien que cada cosa tiene su tiempo y el tiempo de la muerte de la pintura ha sido ya sobrepasado por el propio concepto de arte. En un momento histórico como el que estamos, quizá sazonado con el leitmotiv del ‘todo vale’, ya no cabe refugiarse en muerte alguna sino que de lo que se trata es de coger otro impulso y, eso sí, quizá destrozar, quizá dotar de virulencia lo que antes eran simples ruinas del naufragio.



Y es que, en última instancia, si el arte de la posthistoria es aquel que ha dejado de tener narrativa, si todos los pluralismos que pueblan el mundo del arte tienen su razón de ser en el hecho de que la existencia del arte haya alcanzado ya al propio concepto de arte –como supuso Danto radicalizando la autonomía del arte gracias al hecho de abrir el ámbito de lo que puede ser catalogado como ‘arte’-, seguir epocalizando al concepto de arte, seguir poniendo barreras a un campo que hace ya tiempo ha emprendido la marcha hacia la plausibilidad de ser comprendido como mera instancia cultural al servicio de las industrias del entertainment, no es más que un reflejo especular con una capacidad casi nula de proponerse como instancia crítica.
Así pues, el liberar del soporte postulado por Ángela de la Cruz no ha de ser tomado como una apología de la muerte de la pintura, sino, más bien todo lo contrario, como un gesto, último y necesario, de dotar de vitalidad y furia una práctica, la pictórica, encorsetada en lo temeroso de una muerte anunciada.
Por último, si ausencia y repetición son los síntomas endogámicos de nuestra época, quizá no sea descabellado inferir un punto de contacto entre la estética de la ausencia y una pulsión de destrucción, la nuestra, que sabe que no le queda más que el apunte y el fragmento para sobrevivir entre las ruinas.
Así, los gestos de de la Cruz, el plegar y desplegar, el montar y desmontar, el ensamblaje de la instalación que fusiona lo heterogéneo, apuntan a esta dinámica ciclotópica y repetitiva con la que, ahora ya sí de una vez por todas, exhortizar la ausencia de ese relato que nos sujeta. Si para Buci-Gluksmann la razón barroca es “una diferencia que no cesa de desplegarse y replegarse en cada uno de los lados”, el trabajo de Ángela de la Cruz vendría a ser la seguridad de que nuestro espacio vivencial es este: no ya el de los restos del naufragio, no ya el de la tragedia en el post-Auschwitz de Adorno, sino aquel que emerge para quedar borrado, el que queda emplazado en su propia sedimentación, el que promete la seguridad de la grieta y el pliegue. Sortear entonces la muerte: hacia allí apunta el ruido y la furia del arte de Ángela de la Cruz.

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