sábado, 20 de marzo de 2010

MANIOBRAS DE ESCAPISMO


JOHN BALDESSARI
MACBA: PURA BELLEZA ( -25/04/10)
GALERÍA LA CAJA NEGRA: NOSES & EARS ( -20/03/10)

Baldessari
nos ha estado engañando siempre. Jugando al escondite con su propio arte, nos enseña el trapo para que caigamos en la trampa sin poner ninguna resistencia. Baldesari supo que el arte era un juego de espejos y simulacros y, lejos de hacer de su obra un espejo más, supo agenciarse de los parámetros necesarios para reverter las estrategias de escapismo del arte en su propio beneficio. Solo así puede entenderse que su obra despierte esa extraña fascinación nada docta al tiempo que haya sido elevado al altar de los iconos postmodernos.
Pero es que desde su segundo comienzo, ese que cabe cifrar en la quema de toda su obra anterior a 1970 en una especie de perfomance llamada Cremation Project (1970), su misión no ha sido otra que la de jugar al desconcierto de unas estrategias que, pese a simular divertimento y atrofia teórica, condensaban todo el arsenal que el arte había atesorado durante las últimas décadas.
Quizá su pequeño triunfo, lo que le llevó a quemar todas sus obras anteriores, fue el descubrimiento de lo que ya a finales de la década de los sesenta comenzaba a ser reconocido: que, realmente, detrás de la superficie, no hay nada. Si Marshall McLuhan sentenció que “el medio es el mensaje”, conclusión obvia después de la constatación de la mismidad en que la pantalla superficial ha devenido, Baldessari tuvo los arrestos necesarios para concluir que, efectivamente, lo único importante, cuando la profundidad es lo esencial al medio, son las ideas artísticas puestas en marcha. Es decir, desveló que lo propio del arte no era ya seguir operando de generador de imágenes, sino de adentrarse en lo mistérico de su economía, de las ideas que hay detrás de su gestación del imaginario colectivo en las incipientes sociedades hipercapitalistas.
A este respecto, parecería que toda su obra posteriori, a medio camino entre lo conceptual y el pop, vendría a ser una puesta en práctica de la frase de Duchamp sobre las famosas sopas Campbell de Warhol: “lo que es interesante es el concepto”. Saber que no hay nada tras la superficie, que el concepto revierte en sí mismo en una adecuación siempre desplazada, nunca idéntica en sí misma, que toda fluidificación entre imágenes viene siempre a parar al punto muerto de la sospecha de que detrás no hay nada, es la propuesta de Baldessari.
Además, y donde su confluencia con Warhol es más marcada, para desvelar la nada que se esconde detrás de la imagen, no es ya necesario entrar en relaciones semióticas entre imágenes al modo de Rauschenberg, sino que basta y sobra con una imagen e, incluso, no una imagen ‘creada’ por el arte, sino una imagen tomada de la iconografía popular.
¿Cómo hizo entonces Baldessari, artista venido del conceptual-minimalismo, para adentrarse en las secretas puertas de la fascinación pop, del sortilegio chamánico de jugar con las imágenes hasta desnudarlas de su supuesto sustrato esencializante? Apurando el único disparo que la Historia suele darte y en acertar de pleno: no solo renunciar a la pintura, no solo capear el poder maquínico del signo-imagen en suplantaciones más o menos efectistas y efectivas, sino en adentrarse ahí donde solo Warhol estaba dispuesto a entrar: en hacer de la idea de originalidad el cadáver más exquisito de cuantos la Historia del Arte haya podido tener.
“El mundo está lleno de imágenes. No hace falta añadir nuevas”. Tan claro como desalentador para un arte que seguía comprendiéndose a sí mismo como la herencia de un romanticismo malogrado y que había que restituir desde sus fundamentos. Eso, y conjugar la ecuación con la prohibición del aburrimiento, llevó a la tautología más simulacionista y fantasmagórica del arte contemporáneo y de la que aún somos, tanto para bien como para mal, directos herederos.
Y si cifro las posibilidades de esta tautología baldessariana tanto en pros como en contras, es porque el callejón sin salida al que parecía haber llegado el arte contemporáneo en su historia como negatividad autoimpuesta a su propio concepto, parecía estar dando sus últimos pasos. Si la originalidad era ya un despojo ilustrado, si ni siquiera era necesario una profusión descarnada de imágenes para hacer ‘representable’ lo irrepresentable de una nada que se esconde tras la superficie mediática, y si además la estrategia operada por Baldesari consistía en hipostasiarle su propia contraefectuación a modo de prohibir el aburrimiento (porque, ¿qué iba ser una arte al que se le prohibía negociar con las imágenes sino aburrido?), las potencialidades que cabía esperar de este arte, o se sustentaban en lo estrambótico de un divertimento que juega con las mismas imágenes que genera la sociedad (¿no es esto el comienzo de al espectacularización y de la estetización absoluta de hoy?) o se lleva a cabo un reduccionismo que privilegia el concepto por encima de la representación icónica hasta incluso conseguir el sortilegio de hacer desaparecer el objeto-arte (¿no es esto también lo que sucede en una era postconceptual que consigue hacer de la ceguera un nuevo régimen escópico ?).


En esta paradoja ínsita en el mismo nudo gordiano del arte de mediados de los setenta, Baldessari operó la distancia perfecta que media entre ambos polos negativos. Porque, si prohíbe el aburrimiento es solo como corolario a la sentencia que asume que precisamente es esto, el aburrimiento, la esencia pura del arte postmoderno: como diría años más tarde Baudrillard, una profusión de imágenes donde no hay ya nada que ver. La paradoja del arte, al tiempo que su misión, es esa: camuflar el momento de la historia del concepto de arte, una historia que cabía cifrarla ya en un replegamiento a lo innecesario de promover imágenes en una especie de divertimento dysneilanizante. El punto de sutura, ahí donde vienen a coincider las dos estrategias de la paradoja, es el propio del actual régimen escópico de la hipervisiblidad: todo, absolutamente todo, es interesante.
El nudo gordiano del arte contemporáneo queda así desecho: la defenestración de la originalidad se desenvuelve en una paradoja propia de la economía libidinal del signo-mercancía merced a la cual todo es, en igual proporción, tan interesante como aburrido.
La anécdota de Gore Vidal y Warhol viene perfectamente al caso. Cuando el primero dijo al artista que su Chelsea Girls era aburrida, éste ni se inmutó: “ese es precisamente el punto. La gente siempre mira algo sin importar el qué”.
El engaño al que Baldessari nos ha acostumbrado y al que he aludido al principio encuentra aquí su núcleo: un arte de la tautología, de la profusión maquínica de imágenes que en nada vienen a añadir al de por sí simulacro global, Baldessari lo disfraza de atrevido y divertido cuando, en realidad, es lo más anodino del mundo. Si el arte conceptual de Kosuth prohibía incluso lo divertido, cuando las sopas Campbell de Warhol son ‘idénticas’ a esas otras miles que se pueden encontrar en los supermercados, Baldessari opera la estrategia perfecta: simular lo prohibido para ir un poco más lejos a la hora de desvelar la nada que hay detrás de la pantalla.
Porque solo simulando un arte divertido, puede seguir el arte su proceso de negatividad. Si la realidad ha devenido ya simulacro, si el arte tiene los días contados como copia de una copia, solo suavizando los resortes, minimizando la estratificación imaginaría e iconográfica de la sociedad postmoderna, puede seguir el arte proponiéndose como negatividad al proceso hiperracionalizador del signo-mercancía. En pocas palabras, cuando el ojo lo ve todo, sea lo que sea, cuando el esse de la imagen es lo hipervisual, al arte solo le cabe la posibilidad de propiciar el gag, la charlotada simulada, la reterritorialización de los procesos endogámicos a la pantalla telemática como efecto de yuxtaposición cómica, el deshacer la supuesta tautología del arte contemporáneo en sucesivas reapropiaciones, hacer de la ambigüedad nuevo caudal libidinal por donde circulen los flujos semióticos.
Si en 1971 escribe hasta la repetición nauseabunda la sentencia “no quiero hacer un arte aburrido” en el célebre video “I Will Not Make Any More Boring Art”, no fue sólo con el ánimo de hacer viable la salida prometida a un arte que le costaba hallar algún rastro de exterioridad en la tautología a la que se le había sometido, sino para hacer más consciente si cabe el carácter de acabamiento de un arte al que se le prohibía remitirse a su papel de productor de imágenes. Solo así cabe entender que en ese mismo año recitase esa misma frase, la de la supuesta prohibición del arte aburrido, hasta su neutralización, hasta desnudarla de cualquier significación programática, hasta vaciarla de cualquier poder de cambio en las siempre colapsadas autopistas de generación de discursos (“I Am Making Art”).
Y es que, por mucho que uno se empeñe, por mucho que uno se engañe y nos dejemos engañar, la conclusión es siempre la misma: la nada que hay detrás de la pantalla coincide con el sinsentido propio de la cauterización a que han sido sometidos conceptos como el de validez y legitimidad discursiva y, lo que nos toca más de cerca, con la nada que le queda a un arte que resiste a duras penas como cauce semiótico de dudoso poder.
Cómo seguir jugando un juego en el que todas las cartas están marcadas, cómo simular que no hay trampa ni cartón cuando todo es ya trampantojo y escenificación, cómo transformar la seriedad de un arte replegado en la nada en una diletante forma de escapismo, es la magistral producción de un artista que evita lo más lúcido de su discurso: hacer patente que el divertimento es la única forma de dar gato por liebre a un arte periclitado en la negatividad de su tautología. Y es que simular es la más alta forma de producción artística: simular que seguimos siendo y que, además, nos lo pasamos bomba.

domingo, 14 de marzo de 2010

LA DES-ESPERA DEL SUJETO


JAY HEINKES:
GALERÍA MARTA CERVERA: 19/02/10-27/03/10
(artículo publicado en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20467/Jay-Heikes-en-la-Galeria-Marta-Cervera)

De todos los cadáveres que la historia del arte ha dejado a su paso, sin duda alguna que el más exquisito de todos es el del sujeto. Y es que desde la estética que nació allá por el 1750 de la mano de Baumgarten como teoría general de la sensibilidad hasta las postmodernas estéticas del nihilismo, es el sujeto lo que más claramente se ha visto fagocitado en su mismo sustrato.
Hoy incluso, cuando toda representación alude a la hipervisibilidad de la imagen en la pantalla telemática de la era cibernética, la mediación de la subjetividad no es solo que se haya hecho innecesaria, sino que se ha transformado en un efecto de superficie más, en una singularidad intensiva que alude al carácter de cosificación de la conciencia misma.

Las fotografías de Jay Heikes (New Jersey, 1975) que se pueden ver hasta el día 27 de Marzo en la Galería Marta Cervera nos muestran el vacío al que remite toda representación de lo subjetivo. El cuerpo, la materia corporal como sustrato y substancia de esa entelequia llamada conciencia, queda en sus fotografías reducida a un barrido de escombros, a un detritus inane, a una fantasmagoría de lo carcomido y de la corrosión en que ha devenido toda corporalidad.

El sujeto ha quedado desfondado de las instancias que le daban consistencia racional y, después de convenir que el pensar que irradiaba luz sobre el cogito siempre es pensar en la diferencia de otra cosa, las tecnologías del cuidado de sí han operado lo que se intuía: un vaciamiento y socavamiento de toda el aparato conceptual a la hora de cifrar el conjunto de todas las formas puras a priori de las facultades humanas. Herbert Marcuse ya intuía los desencadenantes de la incipiente sociedad postmoderna al profetizar “una devaluación del completo reino de la subjetividad, devaluación no sólo del sujeto como ego cogito, sujeto racional, sino también de la intimidad, de las emociones y la imaginación”.

Jay Heikes nos muestra aquello que ha quedado olvidado en el naufragio de la modernidad: los restos de la destrucción como escombrera donde se hace imposible siquiera soñar un utópico reciclaje. Los rostros aparecen como vendados, como cicatrizando la desfiguración deshumanizada en que toda rostreidad se ha convertido. Porque, si todo "yo" nace y se fundamenta en la responsabilidad que supone un "tú" que se da siempre como rostro, es obvio que la cicatriz que nos hace abominables se da en el rostro: tan profunda es, tanto horror nos infunde, que mejor vendar el rostro para que así, oculto a la hipervisibilidad, nos permita seguir soñando nuestro sueño.

Pero, sin duda alguna, donde el conjunto de la obra aquí expuesta alcanza una síntesis perfecta, es en proponernos lo otro de este actual estado de detritus: el propio artista lo cifra en un movimiento entrópico “donde aquello que esperamos es tangible mentalmente pero físicamente ya casi se ha desmoronado del todo”. A modo de resto donde se ha operado la metamorfosis, Jay Heikes propone las instancias donde aún aletea la incertidumbre que, aunque físicamente reducida a escombros, todavía mantiene mentalmente la capacidad de proponerse como espacio negativo donde llevar a cabo la narración del sabotaje, del olvido manifiesto de una promesa.

Las instalaciones-esculturas propuestas por Jay Heikes dan forma a este magma informe donde habita la nada de una no-narración, de un no-lugar donde transformarnos en un no-nacer continuo.

Por último, un apunte: el propio artista parece estar preocupado por la relación que pudiera haber entre el imaginado fin del mundo y el imaginado fin de la escultura o la pintura, además de querer inferir de tal relación un arsenal semiótico para su obra. Dejando de lado que tal imaginar, el del fin del mundo, es ya imposible (Sontag), o que solo cabe imaginarlo como catástrofe (Jameson), parece increíble que un artista no sea aún consciente de que la disolución de la subjetividad se corresponde de manera directa con la total objetivación de la obra de arte, y que tal objetivación ha venido de la mano de las dos estrategias preferidas de un arte que ha sabido demasiado bien que su fin era la cosificación de la obra: la vivencia estética desde el punto de vista del espectador, y la inspiración desde el punto de vista del artista.

Amparándose en ambos momentos, no sólo es que el fin del arte y el del mundo (como consecuencia al fin de la subjetividad) estén relacionados y pudieran aún pensarse, sino que están tan estrechamente vinculados que es imposible pensar el uno sin el otro.

Sólo así cabe definir esta exposición como magnífica, porque se convierte en la muestra perfecta de que una representación de la subjetividad como detritus y escombros solo puede venir seguida de unas esculturas que den cuenta del vacío físico, de la nada a la que la conciencia es sobrepujada en una materialidad que en el límite es un resto olvidado, pero bajo la que aún aletea la sinrazón de otra posibilidad.

martes, 9 de marzo de 2010

LA INVISIBILIDAD DEL ARTE: LA ESTÉTICA DEL NIHILISMO EN EL LÍMITE DE LO SUBLIME

En este pequeño ensayo vamos a partir de un paralelismo un tanto desconcertante en el sentido de que querer ver en los procesos de cosificación de la obra y en su ulterior desaparición dos momentos consecutivos inherentes al carácter negativo del arte. Ambos, como el envés de su propio revés, se dan el uno al otro, aunque quizá sea posible trazar una historiografía muy básica: si de la reciente historia del arte contemporáneo se inferir que el movimiento de reapropiacionismo y sucesores se pueden considerar como el momento casi absolutizador en el que la obra de arte queda cosificada y confiscada a una razón que todo lo deglute en un simulacro telemático a escala global, es ahora, precisamente, cuando creemos que se pueden estar dando las condiciones para su ‘otro diferente aunque igual’, para la ocultación de la propia obra como objeto en los nuevos procesos de producción artista.
Para decirlo más a las claras: es ahora cuando, una vez la obra es cosificación pura, una vez que el ser de la obra de arte es nada, quizá pueda entonces el arte comenzar a desvelarse en su ocultamiento.
No se trata tanto de que el arte permanezca en su sombra (como sostiene Perniola), ni que el arte se haya replegado (como dice Sloterdijk), sino de que el último paso de la negatividad del arte es la de plasmar el enfrentamiento con aquello que, por fin, se ha constatado que le excede por completo: su propio carácter de objeto, de ser algo dado para la vista.
Lo característico es que dicho enfrentamiento se da en el límite en el que ser y nada coinciden en la mismidad que le otorga el estatus ontológico del simulacro postmoderno. En todo este ensayo hemos venido postulando, aunque sin incidir en ello de manera clara, una simetría entre el carácter cosificador de la obra de arte y el pensamiento de Heidegger a la hora de interpretar el pensamiento de Nietzsche como el acabamiento definitivo de la metafísica. Siguiendo ahora este hilo argumental veremos el otro lado del arte contemporáneo: la ceguera, su carácter de invisibilidad.
Llevando el pensamiento de Heidegger a la estética, se puede sacar en claro que el estatus óntico de la obra de arte coincide con la nada que le queda al ser. En el límite de la voluntad de poder, ejemplarizado ahora como simulacro global, el ser no es sino la nada del ser, la obra de arte no es sino cosificación plena. Pensamos que este trasvase conceptual es perfectamente legítimo ya que el arte no es más que una producción propia de esa razón que Heidegger fundamentó en un olvido original: el olvido del ser. Así, postular que el arte ha cometido la misma tropelía con su ser es perfectamente válido a la hora de fundar un arte que, como la metafísica de Heidegger, debe de ir más allá de su propio concepto, es decir, de su propio olvido.
Lo que sostenemos es que esta nada de la obra de arte como ‘ser’, como ya hemos dicho, se despliega en la cosificación de la propia obra como ente y es acompañado por un retraimiento del propio ser del arte que se da como ceguera y como invisibilidad. Y es en esta invisibilidad del arte actual donde el arte se prepara para su desocultamiento definitivo. Es más, si se sigue el pensamiento ontoteleológico de Heidegger, no es sino no quedándole nada al ser, no quedándole nada al arte, como el arte termina por cumplir los dictados de su propia Historia y de su propio concepto y, así, se postula en su nada como capaz por fin de desvelarse. Es decir, es en su velarse, en su hacerse invisible, como el arte puede terminar por desvelarse.

Marina Abramivic y la no visibilidad de la obra como experiencia artística. el ser de la obra reducido a 'nada'.

La promesa irresuelta de autonomía que la razón ilustrada pretendió hacer valer como suya, terminaría por fin llevándose a cabo en la propia desocultación de un arte para el que la nada ha terminado siendo su ser más propio. Así, la promesa vendrá del lado de su negatividad: restándole cada vez más al arte, escapándose a su propio concepto, es como el arte se ocultará y desde donde, por fin, podrá tener lugar el advenimiento de su destino.
El arte termina por estar fuera de sí, por hacerse invisible, por ser incapaz ya de representar. Estando en su afuera, haciéndose invisible, el arte consuma la última promesa de su autonomía: el arte es, se hace autónomo, en la radical ceguera a la que es confinada por el imperativo cosificador del simulacro postmoderno.
La cosificación es el acabamiento definitivo del arte como instancia de la razón ilustrada. Pero, al mismo tiempo, la cosificación se postula como el verdadero despejamiento del arte en su concepto negativo: solo disolviéndose en la nada que otorga su cosificación, el arte se erige como capaz de superarse y pensarse.
Y es que cuando la sentencia de Baudrillard de que el arte produce un sinfín de imágenes donde ya no hay nada que ver se ha llevado hasta el límite de la hipertrofia estética, el arte, operando desde su negatividad, no puede por menos que violentarse y quedar reducido, en un impas de espera, a un arte donde no hay ya nada que ver, a un arte de la ceguera.

Lo nuevo
En la cosificación el olvido del ser de la obra de arte es olvidado en la instantaneidad que otorga lo nuevo. La membrana permeable que siempre ha diferenciado el archivo memorístico y cultural de la realidad profana, es atravesada por la propia lógica del poder maquínico del signo, el cual somete a la economía de la representación a una velocidad límite en la cual la única valoración ponderable es la de su carácter de nuevo.
Sometido al imperio del simulacro, el archivo memorístico y cultural es vaciado de significado alguno, siendo lo novedoso el único baremo lícito. Incluso, como sostiene Boris Groys, el valor de una novedad en el archivo está en función de su carencia de valor en la realidad profana. Es decir, cuanto menos valor tienen una cosa en la realidad, más capacidad tiene de representar en los archivos la común falta de valor del mundo. Dicha tensión constituye el marco de la economía cultural de lo nuevo
Pero, y aquí es donde enlazamos directamente con la invisibilidad del arte, el archivo comprende dos ámbitos: el ámbito de todos los signos profanos no archivados, y el propio soporte del archivo. La dialéctica propia de la economía cultural de lo nuevo es que el espectador únicamente ve la superficie mediática de los signos, pero solo puede suponer el soporte del medio.
Lo que sucede entonces es que, esta imposibilidad de ver debajo de la superficie mediática, debajo del soporte, hace que aparezca la sospecha como pregunta por aquello que se esconde tras la superficie mediática de los signos.
Pero dicha pregunta es la pregunta recurrente en arte. Solo que ahora, como decimos, en la cosificación que hace que la membrana que separa el archivo memorístico y la realidad se haya fagocitado en la propia velocidad límite del simulacro, la pregunte quede desnuda de aspectos decorativos. Porque, esta sospecha, la pregunta original por el soporte de los signos, es la que ha hecho de eje estructurador en todo el arte del siglo XX y que ya era ensayada desde la más temprana ilustración.
Solo así puede comprenderse que todo el arte contemporáneo pueda rastrearse sin dificultad desde la célebre sentencia de Maurice Denis en relación a toda la pintura impresionista en general, y a la de Manet en particular: “un cuadro –antes de llegar a ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera- es esencialmente una superficie plana cubierta con colores organizados de acuerdo con cierto orden”. Esta pregunta es la misma que estructuró, por ejemplo, todo el arte de Nam Jun Pak: si preguntarnos por el lienzo necesita que no haya nada pintado, preguntarnos por otro soporte como pueda ser la televisión hace que sea necesario el que no haya imágenes.







Pero si no hay pintura, si no hay imágenes, el preguntarse del arte remite a una autoreferencialidad que solo cabe entenderse desde la premisa de autoreflexividad que puede inferirse de la razón ilustrada. Así, el arte cada vez más ha ido deviniendo el lugar vacío de la propia razón en su preguntarse acerca de la sospecha que se intuye debajo de todo soporte.
El propio carácter dialéctico del arte cabe comprenderse en esa contradicción de un arte que se pregunta por el espacio submediático entendido como espacio de la sospecha mediático-ontológica, pero que al mismo tiempo necesita referirse a ese espacio llenándolo de imágenes.
De ahí que todo el arte, al menos el que cabe entenderse como hijo de la razón ilustrada, pueda ser comprendido como un proceso de reducción en busca del espacio imposible e inobjetual de la invisibilidad, de la búsqueda infinitesimal de ese espacio de mediación entre el archivo y lo profano. Si lo nuevo dura un parpadeo de ojos, si una imagen viene a superponerse de inmediato en el archivo reduciendo éste a la nada, el arte comprendido cómo la actividad que se pregunta por la inherente sospecha de que detrás de la superficie hay algo, queda cada vez más reducido a la nada. Con razón entonces es hoy, cuando la dromótica de la velocidad límite de la economía del signo ha hecho de la realidad entera un archivo memorístico que se disuelve en la nada de un instante, cuando al arte no le cabe otra estrategia que refugiarse en el lugar vacío, en el mínimo intervalo que acontece en la estratificación de signos que cubren toda la superficie mediática.
Pero, solo así, en la invisibilidad que le otorga su lugar vacío, cabe al arte llegar al desocultamiento de la superficie mediática. Porque sólo así, no quedándole membrana donde asentarse, es capaz de llegar al núcleo de lo que siempre ha sido su pregunta: ¿qué hay detrás de los signos? Y dicha pregunta solo puede hacerse creando una desconexión en el cableado telemático de imágenes que nos bombardean a diario. Suspendiendo la visión, haciéndose fuerte el arte en esa nada que le resta, es ahora más que nunca cuando puede dar mayor información. Porque, siguiendo a Marshall McLuhan, esta pregunta por el soporte no es otra que la necesidad de que el medio coincida con el mensaje: solo así el soporte se convertirá en signo y la sospecha, la esencia del arte, será desvelada.

Lo sublime postmoderno como lugar de la invisibilidad del arteComo decimos, la sospecha de que detrás de la superficie visible se esconde algo ha determinado la historia de toda la filosofía de Occidente. Dicha pregunta, llevada al arte, resulta ser la propia pregunta por el soporte del medio en su capacidad de representación. Lo que sucede es que, en la era del simulacro postmoderno, la velocidad límite que se postula como sustrato en el intercambio cultural y archivístico ha devenido tal que es lo nuevo, y junto a ello la carencia de valor en la realidad, lo que hace de catalizador.
Pero la velocidad de lo nuevo tiene una única misión: seguir ocultando tras la capa de signos que cubren la superficie mediática lo manipulado, es decir, a la sospecha. Como puede comprobarse, tal misión es de largo cumplimentada por una economía de lo nuevo que tiene en el simulacro y en la virtualidad, en eso que antes hemos llamado la disolución de lo real, a su mejor aliado. Tanto es así que, actualmente, las operaciones de signos que tienen lugar en la superficie son puramente mediáticas en tanto en cuanto solo busca velar la pregunta, hacer invisible la sospecha.
Porque el hecho de que la velocidad de lo nuevo sea aplaudida por todos en esta carrera hipertecnológica en la que estamos sumidos, no cabe comprenderse sino como reflejo del miedo radical que nos atenaza a la hora de mirar debajo de la superficie mediática, de la paranoia extrema de quien, en el límite, no sabe ya encontrar una distancia adecuada con lo Real de la propia sospecha. Si, como sostenía Marshall McLuhan, el arte se basa en encontrar la distancia precisa, es obvio que en el desquiciamiento telemático de la sociedad postmoderna el arte corra a encerrarse tras la pregunta que lo fundamenta: nada remite a nada y la mirada se postula como hipertrofiada en una vorágine de la que no sabe escapar. Si Baudelaire, sabedor ya de que la incipiente sociedad tecnológica arrasaría con la distancia que media entre la representación y lo representado, paseaba por París en busca de fugaces instantes de belleza, el habitante de la superficie telemática actual ve imposible no solo hallar una distancia precisa, sino tan solo el prestar atención a la superposición estratifica de imágenes en que la realidad se ha convertido. La economía de lo nuevo negocia en la instantaneidad que fagocita cualquier mediación.


Richter: la hipertrofia de la mirada como lo abtracto postmoderno.

Sin embargo, si se pensaba que sería ocultándola en una red rizomática de signos como la sospecha quedaría eludida para siempre, se ha comprobado que nada más lejos de la realidad: ocultándola más es justo como más insidiosa se hace la sospecha(es decir, cuanto más se corta de raíz la pregunta por el ser, éste surge más despojado en su esencia).
La teoría de Freud del inconsciente vendría a ser la prueba fehaciente de que nunca puede mostrarse la subjetividad como signo de la superficie mediática. Imposible de mantenerse en su mismidad comprensiva, la subjetividad resulta ser la paranoia fundada en la sospecha de que debajo de lo visible existe algo invisible. Esta paranoia, cuando la economía del signo diferenciaba entre espacios mediáticos y submediáticos, tenía el suficiente poso memorístico como para prefigurarse como conciencia constituyente de identidad. Pero cuando el lapsus que media entre significados y que Lacan definió como la subjetividad, entra de lleno en la propia economía de lo nuevo a velocidad límite, la paranoia no es ya que se convierta en enfermedad ni en mal del siglo, sino que es el síntoma radical que nos configura.
Así, el sujeto, incapaz de adherirse ni un instante a la pantalla mediática, solo cabe comprenderlo desde la experiencia del miedo y el horror. Ahora el sujeto se pierde en el juego de signos mediáticos que fluyen en la superficie telemática y que, lejos de silenciar la pregunta por la sospecha, es decir, por el ser, hace que ésta quede desfundamentada pero a cuenta de hacer del miedo esquizoide y paranoico pathos general del individuo.
Así las cosas, postulando un sujeto des-fundamentado en el horror que el bombardeo virtual de imágenes le causa, no cabe otra que inferir un ojo como saturado, una mirada hipertrofiada que ve sin mirar y en donde, de tanto mirar, hemos devenido ciegos. Es decir, el horror postmoderno es que lo hipervisible se nos muestra como una visión excesiva que impide su propia contemplación.
Por tanto, economía del signo y cosificación de la obra de arte vienen a coincidir en un cerramiento definitivo en el pliegue de la representación gracias a la velocidad límite con que todo es producido (de ahí que José Luis Brea haya encontrado similitudes entre la postmodernidad y el barroco en relación a un grado cero de la representación), al tiempo que una sociedad hipervisual y espectacular sufre la paranoia esquizoide de no saber mirar, de no ver nada. Y así, por último, la negatividad del concepto de arte que escapa a su propia cosificación coincide con un arte de lo invisible que es entendido como un arte de resistencia en el límite.
El último tour de force sería, al hilo de todas estas consideraciones, postular un arte que acentúa la nihilidad escópica que produce la economía hipercapitalista para apostarse en esa nada que hemos teorizado le queda al ser del arte. Porque, quitando de la vista aquello que debería estar ahí, el ojo se angustia, el mirar se inquieta: es decir, el vaciamiento existencial fundamentado en la economía del signo se ve desbordada por un mirar que no ve, y, así, el horror de una mediación imposible con lo Real consigue que la paranoia postmoderna quede desnuda. De ahí que el arte contemporáneo no guste: porque enfrenta con el horror postmoderno de saber que, pese a que todo está sustentado por simulacros generándose a velocidad límite, cada vez más se tiene la certeza de que, detrás de la pantalla telemática, debajo de nuestras paranoias, no hay más que nada. Una nada que viene a coincidir con al nada esenciante del arte, pero una nada al fin y al cabo.
El arte en su negatividad coincide con la negativa de una sospecha de la que no queremos hacernos cargo pero que sabemos, tarde o temprano será desvelada. El horror, entonces, es de tal magnitud que se prefiere la disolución de cualquier tipo de subjetividad en la siesteante pantalla de turno, que el cargar con el desvelamiento de una razón que ha llegado a su final más obvio: que detrás no hay nada, que no hay nada que ver, que el ‘yo’ menudea entre la hipertrofia de significantes produciéndose a velocidad límite. .
El horror a esta nada que se ve en el no-ver del arte contemporáneo coincide punto por punto con lo sublime postmoderno que ya Lyotard postuló describiendo lo sublime como la representación de lo irrepresentable, es decir, de aquello que excede todas las posibilidades de percepción sensible. De ahí que la pintura sublime representase algo pero solo de modo negativo: “haría visible sólo en la medida en que prohibiera ver, depararía placer sólo en la medida en que doliera”.
Lo sublime queda así indisociablemente unido al carácter de ceguera del arte contemporáneo: el arte se niega a sí mismo y descubre que solo no viendo, viendo cómo no ve, logra mantener la tensión dialéctica que le es propia. Porque hoy en día, cuando la representación ha devenido lugar imposible, cuando la técnica ha hecho viable el sueño del simulacro global, lo sublime se activa en el terror cotidiano, en la paranoia hipercapitalista que produce la actual sociedad de control, en el miedo endémico que hace de nosotros esquizoides habitantes de la estratificaicón semiótica producida por el poder maquínico del signo. La amenaza de la catástrofe campa a sus anchas y lo sublime toma entonces carácter hipervisible. De ahí que el arte se vea en la tesitura de realizar un simulacro de urgencia, en hacer de la premisa ‘aquí ya no hay nada que ver’ leitmotiv de su supervivencia, y que estrategias como la desmaterialización o la estética de la desaparición estén tan en boga hoy en día.

viernes, 5 de marzo de 2010

KARMELO BERMEJO: ESTRATEGIAS DE USURPACIÓN O LA DELACIÓN DE UN EXCESO.


KARMELO BERMEJO: 'THE GRAND FINALE'
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA.
PREMIO ARCO'10 COMUNIDAD DE MADRID

(ARTÍCULO ORIGINALMENTE PUBLICADO EN ARTE10.COM: http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=365)

El arte, adormecido como está de jugar siempre el juego que más le conviene, parece periclitado en unos discursos que, apenas despuntan, son insoslayablemente insertados dentro de la propia economía del signo-mercancía postmoderna. Proponerse como antisistema o antihegemónico no es que sea lo más recurrente a la hora de hallar un mecanismo de inserción dentro de las estructuras económicas y artísticas, sino que casi es únicamente como ‘oposición critica’ cómo lo artístico viene a encontrar su lugar en un concepto de cultura que llena por completo el ámbito de lo económico. Karmelo Bermejo, preocupado por hallar el punto de complicidad entre lo artístico y lo económico, no duda en usar las mismas estrategias de la realidad para decantar el propio exceso sintomático de una realidad que viene cifrada dentro de lo fantasmagórico de una transacción que se quiere ver siempre como idealmente regulada.
A Karmelo Bermejo nunca le ha temblado el pulso. Como quien no quiere la cosa, con un simple gesto, tan eficiente como calculado, se inserta en la complejidad de las estructuras institucionales o colectivas y, casi sin proponérselo, todo salta por los aires.
Pero remontémonos al principio. Y como por principio cabe entender cualquier punto, la pasada edición de ARCO, la del 2009, puede ser un comienzo tan bueno como otro cualquiera. Porque quizá fue allí donde el nombre de Karmelo Bermejo empezó a sonar con una fuerza inusitada hasta entonces. Sus ‘Aportaciones’ eran conocidas, pero verlas ahí, compartiendo espacio con propuestas hechas y ejecutadas para ser pasto de coleccionista, fue un hecho que, por lo menos para el abajo firmante, significó la puesta en claro de unas estrategias que, como las de Bermejo, corren el peligro de comprenderse como propagandísticos ejercicios de obviedades para un gran público.
Las obras con las que Bermejo acudió a la feria, de la mano de su galería madrileña, Maisterravalbuena, corrían el peligro de pasar desapercibidas. Dos textos nos informaban de que, en casa de un coleccionista, una pieza de un electrodoméstico había sido sustituida por otra de oro, y que la misma acción se había llevado acabo con una pieza de la instalación de fontanería de un museo. La obra de arte entonces sufría una doble torsión: si por un lado la obra como obra de arte era invisible para todos y cada uno de los espectadores en general y para la ‘institución arte’ en particular, por otro lado la obra como pura mercancía alcanzaba una revalorización económica gracias al hecho, paradójico en sí mismo, de proponerse como ‘obra de arte imposible de ver’, sin saber por otro lado muy bien si el nuevo prestigio de la pieza venía dado por su carácter de ‘obra de arte’ o simple y llanamente por estar hecha de oro.
Se trataban por tanto de ocultaciones de riqueza llevadas a cabo en lugares donde la riqueza de la mercancía juega a la ambivalencia del fetiche-mercancía sin ningún sonrojo. Proponer la invisibilidad ahí donde todo ha de ser visible para un ojo que data, cataloga y pone precio según sea su prestigio expositivo e hipervisible, constituye por tanto una acción que llega mucho más lejos de lo que (a simple vista) puede llegar a pensarse.
Además de esta paradoja de ocultar la riqueza ya apuntada por el propio artista, sendas obras podrían interpretarse como el epílogo a la estética del ready-made iniciada por Duchamp y cuyo tiro de gracia parecía haberlo dado, desde otras coordenadas, Haim Steinbach y sus juegos de valor con las zapatillas Nike. Si Duchamp inocentemente quiso operar una grieta en unas estructuras artísticas que todavía no estaban ni mucho menos bien definidas y para ello le bastó con llevar un urinario al museo, ahora, cuando el desplazamiento de la cultura hacia ámbitos económicos es tan evidente que llegan incluso a confundirse, las estrategias de colapso necesitan de momentos tan inteligentes como el de la obra de Bermejo.
“El Arte es sólo una pequeña parte de las obras de arte”, dice el artista en una reciente entrevista[i]. Y así es: la tuerca de oro es una obra de arte pero que, como tal, trasciende el ámbito de lo artístico, del Arte si se quiere, para colindar o incluso asaltar otros ámbitos. Pero es que, esa es la única estrategia válida para un arte que solo ha sabido comprenderse como negatividad efectiva de los momentos productivos del capital. Solo asaltando los procesos endogámicos al capital por traición, solo negándose a ser reducido a mero objeto expositivo, el arte es capaz de retorcerse en la tumba en la que muchos lo han colocado hace ya tiempo para proponerse como nueva negatividad, como nueva contradicción objetiva.

Que antes fuese necesario un urinario, una caja de sopas Campbell o unas Nike, y que ahora los momentos efectivos de la institución arte en su dejarse llevar de la mano por el arte-mercancía hayan devenido tan perfectos que solo haciendo invisible a la obra de arte se logre pulverizar el fetichismo ínsito a toda mercancía, es solo una cuestión de la economía libidinal del signo-mercancía. Hegelianamente hablando, la Razón ha impuesto su momento objetivo con tal perfección, que solo haciéndose invisible en sus propuestas, el arte logra ser fiel a su propio concepto.
A partir de estas dos obras el arte de Bermejo cabe cifrarlo en un arte como maniobra de escapismo, de crítica pero sin caer en lo rancio de lo manido. Al arte hay que darle pero solo hasta un punto; lo demás, ya te lo devolverá él en caso de haber dado en la diana, es decir, haber operado una contradicción sistémica en la negatividad de sus propio concepto. Aunque parezca un gesto nimio, pasarse de la raya es el riego que se corre hoy en día: como dice acertadamente José Luis Brea, la coartada preferida para propuestas artísticas que sermonean con los tópicos de la ‘crítica al sistema’ ha propiciado que comience a comprenderse “la resistencia como el lugar común ideológico más recurrido por los más diversos discursos y prácticas contemporáneas”[ii].
Claro está que este travestismo ideológico de los discursos hace que todo venga a ser indistinguible en cuanto a su mera discursividad y que, al menos en el caso del arte contemporáneo, si las prácticas reales han ido replegándose hacia la invisibilidad de la propia mercancía en la que antes quedaba bien visible su carácter de contradicción fetichista en cuanto a ser comprendida como mercancía y como obra de arte al mismo tiempo, todo queda al amparo de unos juegos de lenguaje que no se basan en otra cosa que no sea la propaganda y lo hipervisible de sus propuestas. De ahí que no haya escapatoria posible: si lo antihegemónico o antisistémico necesita de los procelosos cauces que la hegemónica economía del simulacro postmoderno pone a disposición de los signos-mercancías, obvio que sus discursos queden ninguneados y absorbidos por esa misma economía. Todo vale porque todo es ir en contra sin percatarnos de que lo mismo da que da lo mismo.
“¿Pero entonces, cómo sería posible diferenciarlos?”, se pregunta Brea en ese mismo artículo. “Claro está, por sus prácticas”. Si los discursos vienen a ser equivalentes merced a que todo cauce comunicativo viene ser infestado inmediatamente por una economía del signo autoproduciéndose globalmente y a velocidad límite, solo las prácticas pueden llevar a cabo lo imposible: crear una fractura en la secuencia, un desanclaje en las estructuras de producción, una interferencia en la repetición.
Y, si las prácticas son entonces lo que cuentan, el trabajo de Bermejo casi cabe circunscribirlo a ese ámbito. Porque sus “aportaciones”, su “estética del overbooking”, van encaminadas a poner sobre el tapete todo lo anteriormente dicho. Porque, si para Deleuze “lo que cuenta es el intersticio entre imágenes, entre dos imágenes”, el arte de Bermejo parece tomar solo en consideración otro intersticio: el que se da entre dos acontecimientos en su indiscernible identidad. Pero es que el capitalismo, el sistema, funciona así: dos acontecimientos que en su mismo coincidir operan la diferencia donde poder insertarse el proceso de producción de mercancías.

Así pues, las prácticas llevadas a cabo por Bermejo como ‘aportaciones’ se sitúan en ese leve intersticio que surge en la repetición, las más de las veces casi repetición levemente gestual, para, como en el caso de las tuercas de oro, provocar una rotura intrasistémica.
Este ámbito de lo intersticial que surge en la diferencia que media entre dos producciones idénticas es el síntoma, aquello que Marx descubrió inherente a la mercancía, y que ahora y desde Lacan tiene su correlato en la estructura psicológica fundamental del sujeto, con la única salvedad de que es otra divergencia, la que se da entre significado y significante, la que opera la diferencia mínima en donde queda circunscrito el sujeto.
Y es que en toda producción capitalista hay un mínimo de costes y un máximo de beneficios, una optimización del proceso. Pero, al mismo tiempo, y como diría Bataille, existe un “gasto improductivo”, un exceso que, como sostendría Adorno, vendría a esencializar a la propia razón, instrumental e ilustrada, en cuanto en tanto no es sino el exceso de la propia razón lo que la define en su negatividad. Dicho exceso es lo que propicia que ninguna mercancía venga ser completa, que nada satisfaga, que la economía del signo-mercancía haya encontrado en el ‘plus de joussence’ a su mas certero aliado: si nada llena, si detrás de una mercancía solo puede haber otra mercancía, la solución es obvia: consumir sin freno en una esquizofrenia compulsiva que hace de la repetición topos fundamental del sujeto postmoderno. Psicológicamente este exceso también es lo que esencia: en uno de sus más célebres aforismos, Zizek sostiene que “la realidad es no toda”, que “la vida humana nunca es ‘meramente’ vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”.
El síntoma de la mercancía queda oculto bajo la gruesa capa de falsificación que impone el trabajo. Lo mismo que el pensamiento latente elude la fascinación fetichista del ‘contenido’ supuestamente oculto tras la forma, en éste caso tras el sueño, el trabajo oculta el verdadero valor de la mercancía. Tanto como en otro existe un exceso de significado, de valor, que viene a llenar el hueco dejado por una estructura de identidad que en absoluto hace que la transacción funcione de igual a igual. Así, el fetiche de la mercancía oculta el valor del trabajo por otro valor, el valor de cambio.
Con lo dicho hasta aquí, las consecuencias tendrían que ser obvias: los discursos que verdaderamente pueden y deben ser catalogados como antisistémicos son aquellos cuyas prácticas van encaminadas a desvelar el exceso que hay en toda formación capitalista, ya venga ésta dada como delación institucional, como sinsentido colectivo o, el más plausible, como puesta en claro de los síntomas que el trabajo, siempre bajo cuerda, opera para llevar acabo la falsificación fundamental: la de hacernos creer que existe siempre una equivalencia entre todos y cada uno de los valores.
Nos hayamos, aquí entonces, en otro principio. Retrotrayéndonos, antes de ARCO’09 en el tiempo, a las ya mencionadas ‘Aportaciones’, descubrimos que las estrategias de Bermejo han sido siempre las que hemos evidenciado más arriba: valerse del mismo proceso productivo capitalista para desvelar la paradoja del ‘exceso’ que como síntoma camufla el valor del trabajo.
Fijémonos solo en dos. En 'Aportación de trabajo gratuito a Burger King Corporation', el valor del trabajo en el Burger King es de 6 euros la hora, mientras que el valor otorgado a una de sus ‘aportaciones’ y que consistía en trabajar por 0 euros durante 5 minutos, queda revalorizado exponencialmente por el simple gesto de ser contextualizado en el ámbito del arte. Lo mismo sucede en otra ‘aportación’ cuya misión era vigilar al vigilante del Museo del Prado donde tres vigilancias venían a superponerse pero a ‘valores’ diferentes: la del propio vigilante, la de la cámara de seguridad del propio museo y la del artista.
Bermejo parece moverse en las mismas directrices que hacen del arte un arma tautológica cargada de utopía, quizá no una utopía trascendente pero sí al menos la utopía de inflingir un corte en la realidad para desvelar los sintomas que la conforman. En este sentido, si Kosuth jugaba tautológicamente con la idea de la idea de arte, si para Adorno toda obra de arte era una buena obra de arte por definción, para Bermejo toda obra de arte es una 'aportación'. Como ya hemos dicho, del hecho de que el arte sea comprendido como la actividad de poner sobre la mesa el mismo exceso que hace viable al sistema, se sigue que o la obra de arte conlleva una sobredeterminación objetiva de tal exceso en forma de paradoja intrasitémica, o no es obra de arte en absoluto.

Otras 'aportaciones' buscan esta orden paradójico del sistema de forma distinta a como antes lo hemos visto. En 'Booked' y 'Booked the Movie' el artsita compró, respectivamente, todos los billetes para un viaje en autobús de Bilbao a Madrid y todas las entradas para una sesión de cine. Grabadas en video las 4 horas que dura el trayecto, las dos horas que dura la película, viendo todas las localidades vacías, el sintoma se acerca tanto al fantasma que lo da forma que ambos llegan a confundirse en lo paradójico: el valor de un viaje en autobús o de una proyección de cine se sobrevaloriza por el mero hecho de haber sido un un viaje en el que no va nadie y una película que nadie ve, y ser inscritas, ambas 'aportaciones', en el ámbito del arte.
Como puede observarse, nos encontramso siempre en las mismas coordenadas: el doble juego paradójico entre realidad y arte, utilización tautológica del arte para obtener un beneficio en la realidad a modo de exceso sintomático. Y es que Bermejo quizá haya sabido mejor que nadie que no se trata de actos de radical rebeldía, sino de invisibilidad en las prácticas, para así, en vez de construir una coraza en torno al sistema de manera que se retroalimente y se vacune contra toda práctica de verdadera oposición, propiciar la repetición casi infinita de cortes, interrupciones, silencios, o barrenados epistémicos y semánticos donde poder fondear con suficiente profundidad para no ser asimilado en la inmediatez del discurso.
Y llegamos al punto final, ahí donde coinciden la exposición que actualmente se puede ver en la Galería Maisterravalbuena con el Premio Arco Comunidad de Madrid para Jóvenes Artistas otorgado a la obra principal de dicha muestra, ‘La traca final/The Grand finale’.
En dicha obra vienen a fusionarse, de manera casi perfecta, dos de las motivaciones básicas en lo que hasta aquí hemos intentado trazar como los presupuestos esenciales en el trabajo de Bermejo: una reflexión sobre los síntomas falsificadores sobre los que se sustentan las estructuras económicas y artísticas, al tiempo que una visión nada edulcorada de la producción artística, deudora si no incluso cómplice de los ejercicios falsificadores de la realidad.
Comprendido dentro de la serie que el propio artista ha llamado ‘Experimentos estéticos de economía extrema’, el día 6 de diciembre, a las 6 de la tarde, coincidiendo con el inicio de la fiesta de clausura de la Art Basel Miami Beach 2009, Bermejo dispuso de unos fuegos artificiales que, formando la palabra ‘Recession’, no hacían sino incidir en el fracaso fantasmagórico sobre el que queda urdido todo el entramado socio-económico del arte.
Los fuegos artificiales, mezcla entre lo festivo y lo descorazonador, vienen a plantearse como el desvelamiento del exceso propio del arte, de su mentira y de su falsificadora tergiversación. Celebrar la crisis, hacer de ello lugar para lo festivo en que cabe cifrar estas megalomanías artísticas de marcado carácter de parque de atracciones, es la única vía de escape para un arte que devora todo lo que sale a su paso. Es decir, incidiendo claramente en su carácter de falsificador, el arte se ve enfrentado de inmediato con su ‘gran otro’, con su propio concepto que, como negatividad, convierte en invisible las mismas prácticas de denuncia y crítica. Porque, si sólo insertándose de lleno en el proceso institucional del arte se puede hacer viable la visibilidad del exceso del propio arte, también únicamente dándole al arte de comer en el fracaso en que se ha convertido pueden las prácticas artísticas jugar la baza de, como poco, escenificar el colapso del sistema, la paradoja sintomática de su falsedad o la negatividad conceptual del propio destino del arte.
Pero lo que hace magistral el trabajo de Bermejo es la capacidad que tiene él mismo de postularse como falsificación dentro del sistema, como productor que juega con las mismas estrategias que pretende desvelar. Porque lo que evita en todo punto el artista es ocultar el propio carácter de mercancía transaccional de la obra de arte y, a este respecto, expone el contrato del crédito que el propio artista asumió con el BBVA para poder llevar a cabo la obra. Elevado dentro de la galería a modo de trofeo, Bermejo explicita justamente aquello que quiere denunciar: que el primer beneficiario es la institución económica y que ésta acepta las condiciones del crédito (no olvidemos, crédito para lanzar unos cuantos fuegos artificiales) porque conoce a la perfección los mecanismos que entran en juega a la hora de valorar una mercancía ejecutada para el ámbito de lo artístico.
Concluyendo entonces, que lo económico y lo artístico juegan el mismo juego de falsificar la realidad bajo los presupuestos sintomáticos de lo fantasmagórico, y que jugar esas mismas estrategias para hacer visible el propio exceso de razón que sostiene dichas estructuras es la única práctica viable para un arte que parece renuente a seguir fiel a su concepto, son los dos momentos de un hacer, el de Karmelo Bermejo, que hace de lo invisible modus operandi para desvelar la paradoja ínsita en los propios mecanismos de valoración llevados a cabo en la actual hipereconomía del capital.
[i] ABCD, nº 933, 23/01/10, entrevista de Javier Díaz Guardiola.
[ii] BREA, José Luis: ‘Retóricas de La resistencia: una introducción’, en revista ‘Estudios visuales’, nº 7, Enero 2010.

miércoles, 3 de marzo de 2010

SOBRE LA PERFOMANCE. A PROPÓSITO DE MANUEL SAIZ


MANUEL SAIZ: ‘PUBLIC DISPLAY OF AFFECTION’
GALERÍA MORIARTY


La perfomance venía a intentar el triple salto de llenar por sí sola la fractura que ya en los albores del emergente estado del bienestar comenzaba a hacerse más que plausible. Si los dadaístas acertaron el tiro pero descubrieron que no había diana a la que disparar, los primeros intentos de cifrar un arte en la proclama del epatant les bourgeois descubrieron que, a pesar de que la diana se había hecho visible, ésta formaba parte del entramado conceptual e historiográfico del mismo arte de forma nada circunstancial.
Porque si el más emblemático de los gestos dadaístas, ese que consistió en hacer del objet-trouvé una obra de arte, intentaba fustigar los límites aún no muy bien definidos de eso llamado la ‘institución arte’, tan pronto ésta comenzó a proponerse como tal, el descubrimiento fue terrorífico: nadie disfrutaba más con las primeras perfomances de Yves Klein que…¡aquellos precisamente contra los que iba dirigido! Desasosiego o seguirle el juego al arte en la nueva historia que comenzaba a escribir. Aunque lo que sucedió entonces es bien conocido: el arte comenzaba la historia de su replegamiento en sí mismo, de su ocultación e invisibilidad.
El germen de la fractura de la modernidad ya estaba incubado y lo único que cabía hacer era esperar. Así, el problema clave con el que trascurrió buena parte de la segunda mitad del siglo XX fue el de la presencia. Porque, cuando todo comenzaba a irse por el desagüe de la desmaterialización, discursos epifenomenológicos como el de Fried lo único que patentizan hoy en día es que el problema estaba descubierto.
Desde Greenberg, la importancia dada a lo visual no era más que la prueba de que algo no cuadraba, de que algo estaba a punto de desestabilizar al sistema y que, de alguna forma, había que dejar condensado toda esa conceptología de la belleza y el gusto para el bune funcionamiento del arte. Pero no había salida: el juicio subjetivo del gusto taladraba con fruición toda obra que, greenbergninamnete, intentara consolidarse como mera experiencia visual.
La perfomance entonces, aunque siempre con ese aura de hipermodernidad que carga, puede comprenderse como hijo ilegítimo de las paradojas de escapismo del propio arte: renuente a quedar amparado en ‘presentialidades’ o en simples experiencias visuales, al tiempo que sabiendo que solo en esa corporalidad matérica puede hallar fundamento epistémico y hermenéutico, concibe la solución perfecta: hacer presente la propia presencia del cuerpo del artista para así asegurar la imposibilidad de la fuga. El aura de Benjamin quedaba entonces cifrado en la mismidad corporal del artista, y las fotografías que como documento eran de inmediato convertidas en mercancía-arte transformaban dicho aura en un concepto que, aunque con poco recorrido, tuvo su tiempo: el de autenticidad.


Bajo la siempre sugerente novedad a la hora de reterritorializar las prácticas artísticas, lo que tuvo lugar fue el enésimo proceso de asimilación del sistema: parar el drenaje de la incipiente desmaterialización del arte era la única misión, sin saber que el mismo concepto negativo de arte toma todo intento de materialización objetual en su otro, en su invisibilidad. El arte seguía imparable su marcha y se comenzaba a vislumbrar una estetización de los mundos de vida como la única salida válida. El arte moriría, de acuerdo, pero de éxito. Y no cabía éxito mayor.
Pero, en esta presentalidad del cuerpo del artista como autoposesión primera de la obra de arte, la perfomance logra casi lo imposible. Si, por una parte, el cuerpo condensa en sí mismo todo el dominio empírico necesario para la práctica artística, por otra, la autenticidad fehaciente de la propia experiencia corporal del artista suponía un contacto con ese trascendental en el que siempre se ha pensado idealmente el arte. Así, como hemos dicho al principio, la perfomance logra lo imposible gracias a querer parar una desmaterialización del objeto artístico.
Pero, no nos engañemos, la realidad era bien diferente. El arte siempre ha tenido sus estrategias y la aparente solución al dilema fundacional del arte quedaba amputada de raíz al serle irrenunciable hacer de la presencia del artista, no solo una garantía de autenticidad, sino de ulterior comercialización.
De ahí que casi el total de la producción perfomanceológica tuviese sus miras puestas en solventar esta más que aparente contradicción: amparar todo el caudal trascendental de la experiencia corporal en la necesidad de hacer de la corporalidad, de la propia experiencia del cuerpo vivo, práctica artística única. Exhibirse para ser, pero no poder reducir el ser a mera corporalidad, sino a experiencia vívida del cuerpo vivo.
¿Cuál iba a ser la solución? Hacer del dolor el contenido casi único con el que llenar esta paradoja ínsita en el mismo núcleo de la perfomance. Porque solo validando que el artista trascienda en la experiencia vívida de su cuerpo, se puede suturar la diferencia que media entre ‘ser’ y ‘exhibir’. El cuerpo real no forma parte de la verdad y por ello es necesario remitir a su contenido esencial, a la irreductible experiencia del dolor.
Pero, y como no podía ser de otra manera, con esta aparente reducción trascendental del objeto-arte a lo nouméncio de la conciencia-dolor, el arte sale victorioso en la historia de su triunfo como historia negativa del concepto arte. Porque, como sostiene Mary Kelly, “una estética de la experiencia vívida, más que del dolor en concreto, se contrapone a una estética del objeto y no al placer en cuanto tal”. Es decir, a pesar de todas las soluciones antinómicas que hemos apuntado, el arte se sale con la suya al permanecer cada vez más replegado en la cada vez más patente invisibilidad de la obra de arte.
Para constatar esto, no hay más que echar una rápida ojeada a lo que ha sido el mundo de la perfomance en su generalidad. Porque, solo tomando al cuerpo como una especie de imagen hermenéutica más que como especificidad artística, las prácticas discursivas que entran de lleno en la diferencia, en especial la diferencia de género, han podido proponerse como lugar de desvelamiento de las prácticas sociales antaño más comunes; y porque, únicamente tomando al cuerpo de nuevo como sustrato matérico, se han podido llevar a cabo las perfomances que se postulan como alteridad eventual a la realidad y que tratan de crear una alteridad paradójica en el mismo seno de la realidad (de lo Real si se quiere).

Aunque todo lo dicho hasta aquí queda reducido a la perfomance en su estado de gestación, lo que ha sucedido desde entonces no es más que la continuación precisa de todas las intuiciones artísticas que sirvieron como sustrato para el surgimiento de nuevos ámbitos de lo artístico. Ahora, cuando la noción de autenticidad no solo es que este puesta entre paréntesis sino que ha entrado a formar parte de los cadáveres más exquisitos del arte, cuando la economía libidinal del signo-mercancía ha llegado hasta el límite del simulacro global, la perfomance ha tenido que variar sus posicionamientos teóricos para, de nuevo, correr detrás de un concepto de arte que se le escapa de entre los dedos.
Así, si la dimensión social se comprendió siempre como el contexto original de la perfomance, tratando con ello de adherirse a la problemática de la intersección arte/vida, aunque con un ojo siempre puesto en la red de galerías e instituciones y su propia supervivencia como mercancía, hoy en día, cuando la estetización de la vida es absoluta, a la perfomance le queda ya prácticamente nada para ser reducida a mero discurso institucional, eliminando de raíz cualquier reducto de negatividad que pudiera poseer. De igual manera, y como ya hemos dicho, cuando el propio cuerpo del artista es ni más ni menos que un objeto más, la propia presencia del artista queda injustificada y solo los rescoldos de las viejas nociones de autoría siguen precisando de la actuación mediata del propio artista. El ‘yo lo hice, yo lo creo’, que venía a ser la firma de autoría del artista, queda evidenciada como innecesaria. Y, por último, cuando la dialéctica entre fenómeno y noúmeno que pudiera darse en la relación ya desvelada que media entre el cuerpo-como-presencia y cuerpo-como-dolor es incapaz de soportar por sí sola toda la presión que el propio arte impone a una práctica desanclada de sus propios presupuestos, otra dialéctica es la que, actualmente y en mayor medida, se ha hecho necesaria para que al perfomance siga su historia.
Si el ámbito de lo social es indiscernible de lo específico artístico, si el autor queda reducido a mero creador de propuestas o cauces de discursividad, y si la vieja dialéctica ha quedado vapuleada, la salida para la perfomance ha venido de la mano, otra vez, del intento de circunscribirse a lo intersticial que media en la perfección del sistema, en la perfección del simulacro. Resumiendo, es hacia la puesta ente paréntesis de la diferencia que media entre lo visible e hipervisible hacia donde la perfomane se ha dirigido.
Si antes la dromótica del simulacro capitalista permitía inserciones en el contexto de lo social para así postular aún la promesa de autonomía del arte, hoy, de seguir creyendo como parece en tal promesa, el arte en general, el arte de la perfomance en particular, ha de quedar prendido del único intersticio que le queda: el que media entre un régimen escópico sustentado en la vorágine de imágenes y una hipertrofia del propio mirar velado en la hipervisualidad que produce tal dependencia de lo visual. Porque, justo ahora que el poder maquínico del objeto es de tal envergadura que su esencia coincide en la perfección de la pantalla telemática con ser visto, la única salida del callejón simulacionista, viene de una hipertrofia en la misma mirada que, cansada de poder verlo todo, queda inoperante.

Dicho todo esto, queda perfectamente claro que la perfomance de Manuel Saiz va en este sentido. Cuando el poder del simulacro postmoderno no solo es que haya reducido toda corporalidad a un mero efecto de superficie a modo de espasmos libidinales, sino que todo remitir a sensaciones, digámoslo así, más efectivas ha quedado también en sus manos, la única vía que el arte puede proponer es la de proponerse él también como alteridad escópica, y, la única acción verdaderamente artística es la de simplemente proporcionar los cauces y medios adecuados para este desdoblarse de lo hiperreal e hipervisual del simulacro en una alteridad donde poder ‘realmente’ ver lo que se nos niega en la hipervisisbilidad escópica.




Es ahora, cuando la sentencia de Debray de que “cada uno se museografía en vida” se ha convertido en pathos universal en la medida en que solo lo hipervisible existe, ahora que los quince minutos de fama pronosticados por Warhol llegan a colmar vidas enteras, cuando el frikismo de lo hipervisible viene a llenar todo el ámbito de lo público, cuando la perfomance logra cogerle el punto a su propio concepto en el sentido de que es capaz de postularse como justo aquello que le queda: una nada desnuda donde cada uno es invitado a ‘ser’ lejos de la hipervisibilidad mediática.
En este sentido, la demostración pública de afecto (‘Public display of affection’) ha quedado reducida a una nada en comparación con las ‘demostraciones hiperreales de afecto’. Grandes hermanos, prensa rosa, amarillismo, exhibición pública de miserias de parte de aquellos que pululan por lo único real, por la pantalla mediática: eso, y solo eso en la medida en que es hiperreal, es real. Pero no solo eso, sino que las redes cibernéticas, las experiencias amatorias y sexuales en la soledad de una pantalla, la idealidad de unos sentimientos que han sido conquistados para la causa de la hipereconomía del simulacro, todo eso y más viene a hacer plausible la idea de que lo hipervisual coincide con la invisibilidad de todo acontecimiento: en el límite, nadie se ama porque el ‘amar’ queda mediado en la pantalla que realiza la conectividad, nadie se toca porque tocarse viene a ser la innecesario de lo hipervisible.
Manuel Saiz solo dispone y propone el contexto en que la invisibilidad de los afectos lleguen a ser considerados efectos en lo real. Los visitantes que participan se introducen en un escenario donde, mientras música de ‘happy end’ hollywoodense suena de fondo, una cámara que gira sobre unos rieles graba las ‘demostraciones públicas de afecto’. Y ahí surge todo, en el ‘entre’ que media entre lo hipervisiual y lo invisible de una dromótica que impone su velocidad y desdeña todo lo que no pueda ser exhibido. Las vidas de todos los participantes son elevadas a lo hipervisible de un nuevo simulacro, pero esta vez como alteridad al sistema escópico propuesto por el poder maquínico. Por un momento, somos libres en nuestra única realidad.
Pero lo terrible viene después, justo cuando se apagan los focos de la mentira del arte. En el límite de la fábula postmoderna, el simulacro tiene tanto poder que llega a ser real. Así, se quiera o no, el amor sigue siendo eso que sucede en Hollywood, encontrar el príncipe azul sucede en los Grandes Hermanos, y nuestras únicas veleidades sentimentales son las del friki de torno exhibidas en la pantalla telemática un sábado cualquiera. No somos nada, un simulacro más que, en su aturdimiento, se contenta con meros escarceos en la pantalla hiperreal.
Pero eso, para el arte, no significa nada. El arte también necesita de los restos miserables en que nos hemos convertido para seguir la historia de su negatividad.

lunes, 1 de marzo de 2010

VUELTAS SOBRE LO MISMO: EL HORROR SIGUE GIRANDO


ALEXANDRE ARRECHEA
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 26/01/10-01/03/10

El sistema siempre es transaccional. Es decir, la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Los valores, decía Nietzsche, juegan la fábula del mundo real. La fantasmagoría de toda fábula realiza el resto: mantener el mismo nivel de entropía en el sistema. Solo que el mecanismo se ha hecho perfecto: el sistema no es secuencial sino que se ha estratificado en la perpetua mismidad del instante. El mundo ha devenido hipervisual y solo lo hipervisible tiene naturaleza óntica.
El rizoma se propone como ruptura a la red de transacciones semióticas llevadas a cabo en el mismo núcleo del fantasma. Pero en el límite de la dromótica postmoderna la fábula de Nietzsche ha devenido real solo que en su radical otredad: únicamente el simulacro se postula como acontecimiento visible en la pantalla telemática. El mismo rizoma es incapaz de llevar a cabo su labor: “continuar siempre por ruptura, alargar, prolongar, alternar la línea de fuga, variarla hasta producir la línea más abstracta y más abstracta de n dimensiones, de direcciones quebradas”, sostenía Deleuze. Pero ahora la pantalla se ha hecho tan fina que su topología no soporta ni la bidimensionalidad: la pantalla es plana y todo se fuga en la misma dirección, en la de la estratificación y superposición de imágenes. En la fuga, el valor con que se dota a cada singularidad tiende irreversiblemente a cero: en el límite, nada valdrá nada.
Las líneas de subjetivización del capitalismo no dejan de emitir ramificaciones oblicuas, transversales, de crear subjetividades marginales. Los otrora apriorismos éticos del individuo, descansando en la promesa de libertad e igualdad, aún positivizados en el esperpento de una Historia que olvida a sus víctimas, se han fagocitado en la confusión creada por una economía libidinal que disuelve todo organismos en un cuerpo sin órganos entendido éste como el dispositivo mínimo de creación, a nivel maquínico, de segmentaridades, articulaciones, estratos y territorialidades por los que hacer pasar partículas libidinales asignificativas.
El actual régimen escópico basado en la hipertrofia de lo visual fagocita lo que queda: la esquizofrenia compulsiva se ha convertido en pathos universal y nadie es capaz de reconocer ni plantear sus propios deseos. Lo Real coincide con la Cosa-mercancía y el fantasma se confunde con la realidad. Conclusión: el sistema gira a velocidad límite. Como sostenía Prigogine, las diferencias mínimas se propagan en lugar de anularse y fenómenos absolutamente independientes entran en resonancia. Lo imposible ha devenido posible en virtud de que ya no preexiste al acontecimiento, sino que es creado por él.



El Acontecimiento como accidente en el límite está a al vuelta de la esquina: el futuro es la gran tragedia que hemos querido ocultar, mareando a la visión a una hipervisibilidad donde ya no hay nada que ver.
Alexandre Arrechea se hace cargo del desastre y muestra sarcásticamnete los efectos de la demolición. La modernidad ha muerto y, con ella, los sueños a los que se creía llamada. Sus edificios, sus grandes rascacielos se sustentan en aquello precisamente que queríamos ocultar a toda costa: en una peonza, en un denso magma sobre lo que es imposible construir nada. Es decir, en una razón que persigue el mismo sentido que, en su intento, refuta a cada paso. Horror, solo el horror no es cotidiano.
Quizá las obras que ejecuta, estos grandes símbolos del progreso racional derivados desde su misma base, no llenen por completo el caudal de negatividad con que el arte viene a postularse como única vía salvadora. Y es que Arrechea los entiende más como crítica al poder que como crítica omnicomprensiva a la razón. ¿Algo inocente su postura? Pudiera ser. Pero quizá para un cubano como es él los problemas no son exactamente los mismos:
Lo esencial aquí es comprender que pese a su certero dardo en la base misma (y nunca mejor dicho) de la modernidad, el poder juega un papel más bien secundario. Desde que Foucault postulara un poder que entraba de lleno en los juegos de construcción de individualidades que surgían como un efecto de contraefectuación constante entre las ‘tecnologías de sí’ y el ‘cuidado de sí’, poner el ojo en el poder sin más además de cándido es improductivo.
Sus obras tienen por tanto el recorrido que tienen y de donde no hay no se puede sacar. Pero con apuntar al horror devastador de nuestra cotidianidad ya es bastante. Que como sostenía Adorno los primados de la razón hayan fracasado y no hayan descubierto sentido alguno, no nos ha de dejar impávidos, sino que de lo que se trataría más bien sería de hacer que este horror no se vuelva a repetir. Obviar el horror aún viviendo con él, postular un quizás cuando la esperanza ha sido despeñada, empeñarnos en una ética cuando el sentido es un efecto de superficie más entre otra infinidad de simulacros: esa, y no otra, es la labor de un arte que ha de ser comprendido, más que como repetición histriónica de tópicos postmodernos, como lugar específico desde donde volver a construir negativamente los edificios de una
Ahí está el reto y su imposibilidad en una misma ecuación. Porque, como sostenía Adorno y Horkheimer, la razón se funda en el carácter regresivo del mito que la funda, porque, según Heidegger, el suelo que como horizonte interpretativo sustenta al sujeto no es más que un abismo, un Ab-grund que solo en su desfondamiento permite el desocultar de la propia historia de la razón.
Y ahí debemos de seguir nosotros, poniendo de pie de nuevo estas peonzas pese a que sabemos que volverán a caer. Sabemos que el horror lo invade todo, pero hagamos el gesto, provoquemos una enésima repetición, volvamos a jugar al juego, a ensayar una nueva razón y un nuevo mito, quizás un día…