sábado, 13 de febrero de 2010

EL SER DE LA NATURALEZA COMO PANTEISMO NIHILISTA


OLAFUR ELIASSON: “KEPLER WAS WRONG
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: 14/01/10-06/03/10

En los últimos años, seguro que a causa de esta oleada de buenismo y pensamiento verde que nos inunda, se ha producido un retorno a un arte que pone el ojo en aquello que parecía superado: la belleza de la naturaleza.


Si el arte como constructo ilustrado ha abogado, en esa lucha dialéctica sin parangón que se da entre la naturaleza y la razón, por esta última, es obvio que la naturaleza ha seguido, y todavía hoy con mayor razón, perturbando e irritando a una contemplación estética que no logra zafarse de la coacción natural: la de saberse mediadora entre lo nouménico y lo fenomenológico, entre el reino de la necesidad y el de la libertad creadora. Así, la naturaleza siempre ha quedado incardinada, desde este doble juego que tan pronto seduce como necesidad de utopía como enfatiza su carácter de lugar para el recuerdo, ahí donde quedaron cifradas todas las esperanzas humanos y no fueron sino traicionadas desde el comienzo en un olvido fundacional. Lo bello natral es lo ya-sido pero que como olvido vuelve a cada instante para golpear, para postularse como momento dialéctico en la gestación de la obra de arte.

Pero, en otro orden, también es cierto que toda la destrucción de la naturaleza llevada a cabo por el hombre encuentra acomodo como regresión a su carácter virginal en la negatividad propia del arte: el arte es entonces la última imagen no figurativa de la humanidad y la última imagen no desfigurada de la naturaleza. Es en su inobjetualidad donde el arte redime, al tiempo que se emerge por su causa, a una naturaleza a la que se le ha despojado de todo en aras de un progreso desbordado.


Hoy el aparecer del arte está anestesiado, tachado por unos momentos que lo pospone continuamente. El vínculo entre realidad y representación se ha desgajado por completo gracias al reino del simulacro hipertecnológico. Siendo como es la relación con lo real no mediata sino media por lo virtual e hiperreal, la propia naturaleza queda desgajada de su carácter de polo negativo en cuanto al producir humano. Ni siquiera como resto, como exceso de esa razón ilustrada, la naturaleza tiene la más mínima posibilidad de hacerse valer como momento negativo. Así, el arte ya no se centra en la representación de lo real, sino en tener experiencias reales.

La apariencia, el recóndito dominio de lo dialectico natural en la obra de arte, es desconectado en la hipervisibilidad tecnológica. Todo sabe a artificio, a mecánica del signo en su poder telemático. La apariencia queda sujeta a libres juegos aleatorios de significantes, a la hipertextualidad semántica, a la implosión del signo. Así al arte le ha quedado cada vez esa nada desde la que parece lacónicamente lanzar sus últimos esténtores. La crisis de la apariencia es indisoluble de la crisis de lo real.



De lo real no es solo que no quede nada sino que la apariencia tecnológica está tan evolucionada que permite reflexividad sobre sí misma. El fantasma del fantasma como lo nuevo-Real, como el juego del escondite en el lugar vacío del signo.
El tour de forcé de la era postutópica consiste en que no solo es que el todo de la negatividad del arte caiga del lado del objeto en una cosificación brutal de la obra de arte como mercancía, sino que incluso esta situación ha trascendido en un más allá virtual donde ahora todo cae dentro de la apariencia del tele-simulacro hiperreal. Así, una virtualidad de la vida ha de entenderse como una coexistencia con una virtualidad del arte.

Siguiendo este orden de cosas, la obra de Olafur Eliasson parece seguir los dictados de Adorno en relación a la belleza natural: “lo que la naturaleza desea en vano, eso lo llevan a cabo las obras de arte: abrir los ojos”.
Abrir los ojos es mirar en derredor, orientarnos entre las imágenes, captar la esencia que como verdad histórica se coagula en las obras de arte. Y, como hemos, una vez negada y reducida a cero la apariencia, esta orientación no es más que un continuo ir de una imagen a otra en una vorágine en la que, como decía Baudrillard, “nada hay que ver ya”.

Eliasson propone entonces un retorno al origen de la orientación entre imágenes en las que la apariencia natural tiene su peso. Antes de la mediación humana, antes de encontrar la senda del progreso en el positivismo alentado por lo datable, por lo científico y tecnológico, existe, como hemos venido diciendo, el emerger de la naturaleza desprovista de toda conceptualización. El terror que causa la naturaleza es eso: hacernos saber que existe el ámbito de la apariencia inmediata, donde todo registro y observación está de más.

En un primer momento las obras de Eliasson van encaminadas ha regenerar el asombro original del hombre ante los fenómenos naturales. En sus exposiciones pueden verse nubes creadas con vapor, tormentas incluso, juegos lumínicos ante los que sentimos un pavor primigénico, una mortal danza en el estómago reconociendo ante nuestras pupilas el ámbito de la contemplación original. Otra sentencia de Adorno encuentra aquí perfecto acomodo: “el sentimiento estético no es el sentimiento suscitado, sino el asombro ante lo contemplado, ante lo fundamental”.

Pero es solo un primer momento. Como en todas las obras geniales del arte contemporáneo, lo interesante como momento negativo es aquello que no está, lo que permanece reducido e invisible.



La separación dialéctica entre lo específico humano y la naturaleza ha ido dejando paso, vía dogmatización de la razón, a una nueva mediación basada en lo nuevo, en la novedad. El ámbito cultural queda fagocitado en esa dinámica suicida de ir a más velocidad, de encontrar otra imagen que superponer a la anterior. Esta fe en la novedad (correlato hipertecnológico a la fe en la ciencia) subsume los modos y maneras de mirar en una atrofia sensitiva. Lo fundamental es entonces que la naturaleza no existe no tanto por necesidades de progreso sino porque hemos olvidado siquiera como contemplarla.

La contemplación de los artefactos artísticos de Eliasson nos dejan desnudos ante la verdad más irrefutable: nuestra visión del mundo depende de las estructuras sociales, ideológicas y psicológicas que han mediado para lograr una hipertrofia de nuestros innatos modos de contemplar. La razón objetiva lo puede todo y su estrategia ha sido comenzar por lo más elemental: redirigir la mirada hacia una percepción de la misma donde la fagocitación del instante y el atropello en el imaginario colectivo reduzca a cero el ámbito de lo experimentable, de lo aprendible y comunicable. El panteísmo nihilista está en la base de buena parte de las teorías postmodernas: mira todo lo que puedas porque todo es igual de importante, es decir, en toda imagen hay la misma cantidad de ‘nada’.

En el gran sol que hizo montar en la Sala de Turbinas de la Tate Modern tenemos los dos momentos casi indiferenciables. Si en un primer momento la contemplación desnuda del Sol ya es algo difícil en Inglaterra, pudiera comprenderse que el tiro fuese hacia lo olvidado de una mediación con lo natural. El Sol, la vida, la luz, etc. Pero no. Oleadas de londinenses y turistas iban en tropel a ver arte contemporáneo: es decir, a tirarse en la sala y tomar el “sol”. El truco de magia de Eliasson consiste en hacer patente la imposibilidad del reducto hermenéutico que muchos teóricos todavía encontraban en el concepto de ‘mundos de vida’: para el simulacro no hay límites. Todo es ya una gran mentira y el vencedor lo ha hecho por KO: la economía libidinal del signo-mercancía ha ido reorganizando nuestra percepción hacia aquellos procesos de enmascaramiento de la realidad que camuflan nuestro atroz pánico hacia lo natural.

Con todo, tiene una ventaja: no nos quemaremos y, al contrario que Ícaro, si podremos, aunque, obviamente, lo hagamos cómodamente desde casa con alguna simulación, acercarnos al Sol todo lo que queramos. De hecho, en nuestra cobardía postmoderna, llegará un día en el que lo podremos todo: ese día será el de la desaparición de la raza humana. Lo temible es que está al caer.




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