miércoles, 22 de julio de 2009

CUENTOS DE LA CHINA MILENARIA


ZHAO LIANG: ‘ESCENAS URBANAS’
CÍRCULO DE BELLAS ARTES: 04/06/09-26/07/09

La diferencia palmaria que resta entre el mundo occidentalizado, y esa China que ofrece signos de apertura a ese gran Otro capitalista, no es ni más ni menos que la de no disponer de un gran parque temático a la manera de un Disneyworld cualquiera. (Ya lo decía Calamaro, “Disneyworl, Disneyland, por el culo te la dan”.)
Porque, sin simulacro que poderse llevar a la boca, los chinos viven atrapados en un mundo bicéfalo, donde las viejas estructuras del poder comunista parecen llevar a cabo ciertas transformaciones sociales. Pero, ¿es esto real?, ¿no será más que una coartada más para que el poder despótico del partido siga su marcha triunfa?, ¿no será la contraefectuación perfecta al ‘mirar para el otro lado’ llevado a cabo por el occidente ‘liberal’ con ocasión de los tan celebrados Juegos Olímpicos?
Preguntas, obviamente, sin respuesta. Aunque, poniéndonos algo espesos, la pregunta sería únicamente una: ¿cuál es el simulacro que soporta lo nuevo hiperreal de la nueva China?
Porque, abrirse a lo otro que constituye el campo de inmanencia capitalista no significa más que plegare a los dictados de la hegemonía maquínica del signo-mercancía como fetiche del propio valor del trabajo. Es decir, ¿qué simulacro realiza la función social de, como decía Marx, asumir “la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas”?
Ahora la forma fantasmagórica, ejemplarizada por Marx en el fetiche de la mercancía, se ha convertido en lo propio hiperreal en que ha devenido el mundo como simulacro. Según Baudrillard, “lo real ya nunca más tendrá que ser producido” porque “la generación simulada de la diferencia” es ahora perfecta ya que la simulación hiperrealista de la pantalla global supone la total y “radical negación del signo como valor”.
Así las cosas, no hay apertura hacia el fetiche hiperreal de la mercancía que no asuma como cualidad propia a su inmanencia la perfección de un simulacro fantasmal donde todo, toda relación social, sea mediada.
En este punto, la necesidad de un parque temático, siempre y cuando China asuma sin prejuicios su apertura global, se nos antoja fundamental. Porque justamente esos lugares del ocio masificado tiene la respuesta a la pregunta antes propuesta. Baudrillard lo dice bien a las claras: “Disneylandia se presenta como algo imaginario con el objeto de hacernos creer que el resto es real, cuando, de hecho, sus alrededores, Los Ángeles, América, no es real, sino que pertenece al orden de lo hiperreal y la simulación”. (“América es otra cosa, un montón de autopistas y ni puta idea qué”.)A modo de central imaginaria, los parques temáticos absorben y gestionan los flujos de intensidades que la inmanencia hiperreal del signo nómada produce en su propia fantasmagoría. El parque temático existe para ocultar la propia simulación global, “para ocultar el hecho de que es el país “real”, toda la América “real”, la que es Disneylandia”.
Como se ve, hay mucho de Foucault aquí: la cárcel existe para ocultar a la propia sociedad que es ella la que es violenta y carcelaria; el psiquiátrico existe para ocultar a la sociedad que la esquizofrénica y demente es ella misma.


Pero, incluso, cualquier disutopía llevada acabo por la conceptología postestructuralisata se ha quedado más bien corta en sus planteamientos. Porque hoy, cuando se ha llegado a la bunkerización del ‘yo’ en experiencias fragmentarias donde la simulación elude cualquier encontronazo indeseable con lo otro Real, donde el simulacro de la velocidad límite y del tiempo global es absoluta e imprime lo dogmático de su poder, de hecho cualquier punto de anclaje con lo real es fulminado de inmediato en la dromótica del simulacro general. No ya sólo parques temáticos, sino un mundo como pantalla global exhibiendo 24 horas al día el poder de su propia fantasma: grandes hermanos, eventos multidifusión non-stop, centros comerciales gigantes, recintos vacacionales paradisíacos para las clases medias, etc. (“Hay de todo y el Enola Gay”)
De hecho, teniendo todo esto en cuenta, pensar en un capitalismo ‘made in China’ no parece sino una ilusión, una más dentro del simulacro general, producida por el reino de lo hiperreal que todo lo devora.
Las imágenes que Zhao Liang nos propone en este nuevo vídeo van encaminadas precisamente a eso, a hacer saltar la paradoja de un mundo, el chino, en pleno bicefalismo entre la postmodernidad y sus estructuras más tradicionales. Para ello, pareciera situarse en las mismas coordenadas efectivas que, por ejemplo, Baudelaire a la hora de situar su cámara y esperando ocurra lo fugaz de un instante. Pero las relaciones de parentesco se quedan ahí, en una bonita sintonía con el francés. Porque, lo que sabe va a encontrar el uno es justo lo que no encontrará el otro.
Baudelaire es un gran decadente: no hay ya posibilidad de salvación; lo único que hay son individuos jugando dentro de un presente tan fugaz como irremplazable. Ya intuye que el gusto por el instante empieza a ser tensionado al hacer entrar a la contemplación dentro de una incipiente dialéctica arte/mercancía. El dandi, quizá sin saberlo, ironiza con dos momentos que se encuentran entrelazados en un pasado y un futuro: con el arte-ideal del romántico, y con el arte-mercancía del burgués industrial.
Es decir, su búsqueda de la fugacidad del instante no es sino zafarse por un momento del poder del simulacro que la mercancía comenzaba a hacer implosionar en la sociedad moderna. En palabras de Adorno “la poesía de Baudelaire fue la primera en codificar que, en medio de la sociedad de las mercancías completamente desarrollada, el arte sólo puede impotentemente ignorar la tendencia de la sociedad”. En definitiva, el París decimonónico es para el esteta de fin de siglo el primer parque temático.
Pero las ‘escenas urbanas’ que nos propone el artista chino son radicalmente diferentes. Son las imágenes de la locura demencial de la sociedad china, son precisamente aquello de lo que huía Baudelaire. Son la prueba fehaciente que toda la sociedad china se diluye en un simulacro general: aquel que permite a un jubilado simular jugar al golf en un diezmado descampado, el que nos muestra un paseo tranquilo por el campo como la necesidad compulsiva de compartir una meada, el que hace que las tradiciones milenarias del masaje chino se vean reducidas a un pobre viejo que busca sus clientela entre los viandantes que transitan una obra, aquel que muestra el coito de dos perros como el divertimento más prometedor, etc.



Después de compartir esas escenas con los chinos uno no sabe a qué carta quedarse: si a lo estratégico de un parque temático como templo sagrado del simulacro o a lo esquizoide de una sociedad entera que busca diluir sus pulsiones en una sucesión de episodios tan irrelevantes como fantasmales. Quizá es que, después de todo, ambas posibilidades, la del capitalismo y la del comunismo, han venido a coincidir en lo mismo: en la necesidad de hacer viable un parque telemático a escala global.
Lo único que, como anuncia también Calamaro, la posibilidad del Accidente resurge a cada instante: “¿y cuantas bombas tienen, capaz de hacernos mierda?” No sería, tal posibilidad, sino la del simulacro absoluto.

viernes, 17 de julio de 2009

EL OLVIDO DE UN OLVIDO: ARTE E HISTORIA

FRANK THIEL.
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 23/06/09-31/07/09

Si, como sostenía Adorno, lo novedoso no viene nunca de parte del sujeto sino del objeto, intentar una primacía respecto a los humeantes efluvios del pasado, es ya mecerse por completo en el poder hipnótico del objeto. No hay memoria sin objeto a la que adherirse al igual que no hay objeto sin una memoria pretérita a la que dar rienda suelta.
El silencio de las cosas no alude sino al torrente histórico que se atesora en sus entresijos. De ahí que, como dice el propio artista, cuanto más cerca observas algo, más confuso se vuelve. Aunque decir confuso es quedarse más bien corto en los planteamientos: cuanto más se acerca uno, más traumático se vuelve el objeto. Porque la Historia, más que confusa, es traumática.
La Historia, en su desenvolverse, establece lo Real de su propia dinámica como aquello a lo que sostener pero, igualmente, aquello a lo que acallar y silenciar: es decir, lo Real de la Historia son las víctimas. La Historia es traumática en cuanto en tanto el mismo hecho de narrarla (simbolizarla) no produce sino víctimas. La víctima es lo Real que necesita la misma Historia para poder continuar infatigable.
El campo ideológico se muestra aquí en su más eficiente estadio: acompañar a las víctimas, consolarlas, dar cuenta de sus méritos, sostener la necesidad de su sacrificio; pero, al tiempo, no acercarse demasiado no sea que de tanto aproximarnos nos convirtamos nosotros también en víctimas y la estructura ideológica se venga abajo.
Tragedia y barbarie: la Historia se repite haciendo brillar la hegeliana astucia de la razón allí dónde más escalofríos produce. Y es que, sin víctimas, no hay Historia. Y si además, la razón histórica es razón ilustrada (es decir, la narración de la historia se hace siempre desde el lado de la victoria), el ser de las víctimas no es sino el momento necesario para la objetivación de la propia Historia en un nuevo escalón. De tal manera, como dice Adorno (hegeliano a su pesar) “toda reificación es un olvido”; es decir, toda objetivación es una desfachatez contra las víctimas al tiempo que una palmadita en la espalda dándoles las gracias por los servicios prestados.
El error del marxismo fue, y parece que seguirá siendo, fetichizar este ‘olvido’ como la posibilidad inherente a la clase trabajadora: llegará un tiempo en que por fin se den las condiciones socio-políticas idóneas para una verdadera revolución, etc,… ¡que logre restañar la herida de lo Real traumático de la Historia: las víctimas!
Pero ese momento obviamente que no llegará nunca ya que la Historia sólo se hará propiamente autoconsciente, y con ello sabedora del momento idóneo de iniciar la definitiva revolución, cuando todos seamos víctimas o cuando ya no haya víctima alguna (es decir, cuando lo Real traumático se elimine o lo llene todo por completo). Pero, y esta es la paradoja última, dándose cualquiera de las dos condiciones, ¿para qué iniciar entonces una revolución?
Esa pareciera que es la conclusión de los dos últimos pseudo-hegelianos: por una parte, Fukuyama declara que la democracia liberal capitalista ha resultado vencedora y que, como tal, los demás acontecimientos que sucedan a partir de aquí no pueden ser considerados propiamente dentro de la Historia, ya que esta se da por concluida. Es decir, la noción de víctima se disuelve como un azucarillo en un vaso de agua. Por otra parte, Huntington y su famoso “choque de civilizaciones” aboga por una Historia que, pese a no darse aún por finalizada, sí que es capaz de desarrollarse en un último paso previo a su autoconocimiento definitivo: un último choque, entre Occidente y el mundo islámico, y todo está concluido; o todos seremos víctimas o no las habrá en absoluto (tanto da como da lo mismo, ya que ambas son posiciones límites que, en cuanto autodesvelamiento último de la Historia, son indistinguibles).
¿Cómo hacer entonces para articular una reflexión sobre la Historia sin caer en el acerbo casi enfermizo de la sociedad postmoderna actual por la tolerancia y buenrollismo soft, incluso con las víctimas, que lo enmierde todo de buenas palabras y grandilocuentes discursos abyectos, y sin tampoco erigirnos en portaestandarte último de la Historia? Como bien sabía Lacan, pese a todo intento ideológico, el milagro de lo Real es que sucede, el toparnos con las víctimas es un trauma que en cualquier momento puede hacerse ‘real’ y efectivo. Es decir, en lo Real se puede actuar.
Y eso, precisamente, es lo que lleva a cabo, desde hace ya tiempo, el artista alemán Frank Thiel. Situándose en el Berlín moderno pero del que quedan los vestigios fantasmales de lo que ha sido la totalización absoluta de la objetividad de la Historia del último medio siglo pasado, Thiel busca las grietas, las fallas, las heridas aún sin cicatriz donde pueda aparecer lo Real.



El trabajo de Thiel toma como dato la inminencia de los sentidos en una fenomenología donde el objeto hace referencia a sí mismo en cuánto realidad, pero también a algo más allá que le excede por completo. Es decir, en la ficción simbólica siempre existe un ‘plus’ que es más que esa misma ficción simbólica. Ese plus es lo Real, la grieta de todo simbolizar, de todo narrar, que remite a un olvido, a un trauma, a, en definitiva, una traición: la que toda víctima siente y padece en cuanto víctima.
En esta exposición, el artista ha utilizado las cortinas que aún quedaban de los viejos edificios del Berlín Este. En cuanto cortinas, remiten a su realidad más tangible, pero, en cuanto a su olvido manifiesto, apelan a lo Real del trauma que cargan.
Pero, a pesar de las buenas intenciones artísticas (¿puede el arte cargar sobre sus hombros la responsabilidad de actuar sobre lo Real de un olvido, de un trauma?, o mejor, ¿le quedan aún fuerzas para ello?) la puesta en escena, apelando más al carácter procesual del proyecto que no a lo que debería ser buscado, dota al resultado final de una extraña sensación de lejanía e impropiedad.
Descontextualizadas de su emplazamiento original, fotografiadas a contra luz en el estudio del artista, ampliadas tres veces en su formato original, las cortinas parecen asemejarse más a un estudio perceptivo-arquitectónico que no a lo que se pretendía en un inicio. Uno observa esas fotos y no tiene más remedio que afirmar que se ha perdido el halo del ’aquí y ahora’ que da fe y atestigua la referencialidad de un objeto a una historia, a un trauma.
Quizá sea necesario así, quizá sea la única forma de actuar en lo Real que, como traición traumática, necesita no verse reducido a algo obvio y redundante (como podrían ser las propias cortinas fotografiadas en su emplazamiento original). Pero, quizá también es que el arte tenga igualmente su propia historia y el artista, en su apelación a priorizar el proceso, no haya hecho otra cosa que ejercer su poder a la hora de decapitar víctimas y cerrar heridas, sus heridas con lo Real del proceso: conceptualismo, abstracción, aberración de escala, etc. Él mismo, en su proceso y en el uso de tanta terminología, ejerce su historia y se configura como momento objetivo en la producción de la propia Historia del Arte.



Entonces, ¿actúa realmente en lo Real, o utiliza lo Simbólico como sustrato de una nueva producción, en este caso artística, con la que la propia Historia tenga la oportunidad de asestar de nuevo su salvaje dentellada? Es decir, ¿sellar la herida del trauma del olvido o hacerla más grande mediante una utilización artística y esteticista de la traición?
Quizá, después de todo, es que teníamos razón más arriba al dudar de las fuerzas del propio arte, un arte para el que la propia palabra víctima le causa un profundo sonrojo y una vergüenza paralizante. Lo intenta, y lo seguirá intentando, pero al arte postmoderno le cuesta horrores sentar unas bases mínimamente decorosas y de crítica contra el proceso ilustrado que le da aún forma. Simulando un ‘deconstructivismo’ de salón, lo único a lo que su intento de liberación llega es a tornar la frase de Adorno de la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, para invertirla y usar Auschwitz para seguir escribiendo poesía.

miércoles, 15 de julio de 2009

9 TO 6: LA OFICINA COMO DIVERTIMENTO

IGNACIO URIARTE: ‘TRABAJOS SOBRE (EL) PAPEL’
GALERÍA LA FÁBRICA: 04/06/09-24/07/09

Cuando la utopía ilustrada del sueño de la razón, más que producir monstruos, lo que ha conseguido es el triunfo absoluto en cuanto negatividad a base de llevar a cabo un desencantamiento general del mundo, si algo entonces han conseguido tener claro las élites bien pensantes es que, con carácter primordial, al trabajador, de 9 a 6, como decía la canción de Dolly Parton, hay que darle un hábitat cómodo, flexible y bien climatizado.
Y es que la paradoja final a la utopía viene de la mano de la identidad de los contrarios: el ocio y el trabajo se confunden en cuanto en tanto, producir y consumir son las dos caras de una misma moneda: la que da cuenta de un sujeto esquizoide, fragmentado y fútilmente infantilizado. “De la inmadurez de los sometidos vive la excesiva madurez de la sociedad”, pronosticaron acertadamente Horkheimer y Adorno. Y es más, “cuanto más complicado y sutil es el aparato social, económico y científico, a cuyo manejo el sistema de producción ha adaptado desde hace tiempo el cuerpo, tanto más pobres son las experiencias de las que éste, el sujeto, es capaz”.
El proceso entonces de producción pareciera entonces que se hubiese invertido: si con Max Weber todo apuntaba a un triunfo de la razón en cuanto en tanto total desencantamiento y burocratización del mundo, ahora las tornas se han dado la vuelta para promover una razón utilitarista y productiva que finge ser también razón dialogada, consensuada y buenrollista.
¿Para qué ejercitarse en labores de control y supervisión si el propio sujeto es ahora su propia policía? El médico no cura, el científico no investiga, el profesor no enseña. De lo que se trata es de rellenar informes, de explicar lo que se ha hecho, lo que se hace y lo que se hará; más que actuar lo que se lleva es el dejar patente que, para lo que pueda pasar, uno esta allí y conoce los procedimientos. Cada uno vigila de sí mismo en una vorágine de producción donde el miedo a no dar la talla es premisa inviolable y el aburrimiento en tormentosas tareas de autovigilamiento moneda común.
El poder ya no se ejerce, la burocratización ya no es necesaria. Ahora el poder deambula fraccionado en una infinidad de corpúsculos actuando bidireccionalmente: yo me vigilo y, así, entre todos, nos vigilamos. No es necesaria ya tanta parafernalia en los procesos de jerarquización: tanto más se asciende, tanto menos uno tiene que llevar a cabo. Si el sujeto ya no es capaz de nada más que de producir y vigilarse, ¿para qué unas estructuras verticales de producción?
La moda son las sociedades corporativas horizontales: cada uno delega su cuota de poder sabedor de que ya no es necesaria. Otra vez Horkheimer y Adorno: “Todos aprenden, a través del poder de las cosas, a desentenderse del poder”.
No se trata sólo de que, como decía Weber, “cualquiera que desee intervenir en política en este mundo debe de estar, por encima de todo, desprovisto de ilusiones”, sino que el currito de a pie, para un perfecto funcionamiento y un autovigilamiento también impecable, donde la misma coacción sea subjetivada, ha de estar igualmente desprovisto de ilusiones.
Y que el tardo-capitalismo haya llevado a cabo este giro, diríamos casi existencial, poniendo una sonrisa de memo en cada trabajador al tiempo que bosteza de aburrimiento, es un hecho tan fantástico como inherente al propio proceso ilustrado.
En este estado de cosas, de la oficina siniestra, se pasa al loft de diseño; del jefe malhumorado a la persona dialogante y comprensiva; de la masculinidad pervertida como marca de la casa, a la ejecutiva agresiva y a la becaria húmeda. Una mayor producción requiere de un poder más sutil: no el ordeno y mando, sino las buenas formas. En definitiva: la oficina como la segunda casa.
El Kafka apesadumbrado por el mundo burocratizado y lo mecánico de su trabajo en la oficina de seguros, es hoy en día el simpático compañero que no duda en ayudar; el Pessoa silencioso y rumiante en el desasosiego de sus días de oficina, es hoy también el bienhumorado y afable jefe con quien tomarnos un café.
Así, un intento de abordar las relaciones laborales, desde cualquier punto de vista, debería sacar a colación este estado apolillado del trabajador actual que ve como las mismas estructuras que lo acogen son las que lo amilanan en una subjetividad autocomplaciente, miedosa y, sobre todo, autocoaccionada en la vigilancia de sí mismo.
La exposición de Ignacio Uriarte que acoge la galería La Fábrica dentro de PHotoespaña’09, intenta reflexionar sobre los utensilios de trabajo en una oficina cualquiera. Pero, lo hace de una forma tan escasamente sugestiva, que apenas logra acercarse a momentos de reflexión.
Quizá sea porque, como bien reza el título de la exposición, su intento no sea tanto adentrarse dentro de las relaciones laborales, sino que únicamente se trate de ejercicios, más o menos preciosistas, llevados a cabo sobre papel y sobre el papel. Sin embargo, el hacer uso de este arsenal de posibilidades para quedarse, después de todo, en la superficie, se nos antoja un intento desaprovechado y, sobre todo, una mala decisión.
En uno de estos trabajos se nos muestra cuarenta diapositivas en las que con bolígrafos bic se van ‘escribiendo’ en números romanos la secuencia completa del uno al cuarenta. En otra obra, una hoja entera de excell es dispuesta y numerada en cada casilla al tiempo que se le superpone otra red cuadriculada pero esta vez verticalmente. El resultado asemeja a un ejercicio de mampostería fina sin mucho más que ofrecer. A la entrada, el artista ha fotografiado su escritorio vacío con una luz extraña lo que hace que el mismo lugar de trabajo asuma las dimensiones de extrañamiento y lejanía.


Como se ve, poco más que ejercicios formales que tienen a las ‘modernas’ armas de trabajo como protagonistas y que no aprovechan, de todo el caudal significativo de estos objetos, más que sus cualidades primarios de forma, color, textura, etc.
Quizá lo más interesante de la exposición sea un video en el que se nos muestra como cincuenta pelotas de papel, de tamaño decreciente, son arrojadas a la papelera. Lo que se nos enseña es únicamente el primer plano de la papelera quedando tanto el sonido de la pelota contra las demás al caer y el inicio de la caída del papel fuera de plano. Aquí se nos remite a la repetición del gesto de tirar a la basura nuestro trabajo. Se trata de un gesto terapéutico, que recuerda a la estructura ausencia-presencia del for-da de Freud: el error de nuestro trabajo lo solventamos con un gesto díscolo, infantil, casi hasta deportivo.



Aquí si que roza el artista las estructuras subliminales del proceso de producción actual como ámbito de sofisticación en el ejercicio del poder: el empleado mismo toma consciencia, mediante ese gesto repetitivo, de lo frustrante de su tarea; pero, al tiempo, lo disfraza en el divertimento de un juego.
No estresar, no violentar, no inquirir… El propio empleado sabe que, detrás de su juego, está la necesidad de hacerlo bien la próxima vez. No es juego como momento de asueto en el recreo; es el juego de quien sabe que más le vale poner más cuidado, vigilarse mejor, o no habrá próxima vez.
Pessoa, para quien el trabajo era algo muy serio, nunca hubiese lanzado un folio arrugado a la papelera de semejante manera: “Eran las seis. Se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta abierta, “pueden salir”, y lo dijo como una bendición comercial. Me levanté en seguida, cerré el libro y lo guardé. Puse el portaplumas, visiblemente, en la depresión del tintero y, avanzando hacia Moreira, le dije “hasta mañana” lleno de esperanza, y le estreché la mano como después de un gran favor”.
Pero eran otros tiempos, a Pessoa si que había que vigilarle, y además de cerca…

jueves, 9 de julio de 2009

LA PARADOJA COMO (IM)POSIBILIDAD

PEPO SALAZAR: ‘RATS LIVE ON NO EVIL STAR’
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 17/06/09-30/07/09

Nuestro síntoma, el síntoma del habitante de la postmodernidad, es el de tener que capitular ante una felicidad que está desconchada y semienterrada en algún olvidado sótano. Lo sabemos, pero es que ni ganas de ponernos a la labor y tratar de restituir algo ya de por sí bastante problemático a estas alturas de la película. Sólo nuestra posición de indemnes espectadores del cinismo de nueva hornada, aquel que hace del buenrollismo término ontoteleológico, nos mantiene impertérritos en la modorra generalizada. Don´t worry, be happy: el otro, como tú, también está excluido.
No se trata, como ‘rezaba’ el autobús –parade del ateo, de que probablemente Dios no exista y que, por lo tanto, puedas gozar y pasarlo teta, sino de algo más sutil. Se trata de que las condiciones de posibilidad para que surja la pregunta, cualquier pregunta, han sido ya fagocitadas en la capacidad del capitalismo de ingerir sus propios excesos y negatividades.
En último término, la globalización, si de veras es globalización de algo, únicamente lo es de la exclusión.
La profecía de Baudrillard de que al final no habrá más que excluidos, camina indeleble su marcha triunfal. La exclusión queda, dentro de la auto-antropofagia que esencia al capitalismo, mistificada y sin nombrar pese a que, en coherencia, no es sino aquello que le mantiene como la ideología de la distancia precisa.
La conclusión entonces sería otra: no eres más que un excluido, así que disfruta del espectáculo que te proporcionamos. Incluso, nosotros mismos, velamos por ti y te colocamos a la distancia perfecta para que ninguna pregunta asalte a tu delicado sistema nervioso ni para que tampoco se genere en ti una ansiedad insoportable.
Y, cómo última donación, hacemos entrega del kit completo de autosatisfacción ética: al otro, aquel que está también excluido pero cuya verdad podría asaltarte cualquier madrugada, se le camufla bajo exquisitas formas de solidaridad y telemaratones sin fin.
No capitular entonces ante nada, entender la imposibilidad de toda política de manera diferente. En palabras de Zizek, arriesgar lo imposible, propugnar, desde las izquierdas, mayor campo para la globalización, aprovechar los excedentes que el propio capitalismo generará entonces en su propia dialéctica del exceso para provocar la imposibilidad de una nueva distancia. En palabras de Deleuze, aprovechar la energía libidinal del esquizoide humano postmoderno sometido a los flujos de la mercancía-fetiche para provocar una interferencia en el circuito.
La paradoja, por tanto, habita en el mismo centro: hacer viable lo imposible para así romper la lógica que permite la misma imposibilidad. Un mito (des)fundamenta al otro: pero al final es que no podemos escapar de nosotros mismos. Adorno y Horkheimer ya lo adivinaron hace medio siglo: “el mito es ya Ilustración; la Ilustración recae en mitología”.
Pero, ¿qué es el mito sino la narración que nos coloca a la distancia precisa para no quemarnos en el mismo anverso de su imposibilidad y que, aún así, la sostiene como imposibilidad esenciante?
La exposición de Pepo Salazar intenta atestiguar, bajo una regresión a la perversión del punk, el estado actual de ese exceso que provoca y sostiene, a un tiempo, la misma paradoja de una felicidad imposible.
La felicidad la hace depender de objetos con poder de significar pero que, en la lógica del significado capitalista y de la economía libidinal de la mercancía, son desplazados constantemente hasta alcanzar su privilegiada posición de objetos-trauma, de ‘objet petit a’ como sostendría Lacan. Objetos con un exceso de goce cuya mera contemplación ya supone un intento de goce pulsional en el orden del ser.



La sonrisa del ‘acid’ es la sonrisa bobalicona y vacía en sí misma. La felicidad como soterramiento velado de una pose contestataria que intenta llenar el vacío de nuestro ‘yo’ fantasmal. La distorsión de la guitarra eléctrica opera a todos los niveles produciendo estratos y sedimentaciones invitando a gozar del exceso mismo.
Pero, más allá de estas imágenes que permiten operar la apertura del sentido del absurdo, como aquella en la que un hombre intenta pegarse al abdomen con cinta adhesiva un balón de fútbol (el cuerpo como primera instancia desde donde hacer surgir la paradoja de lo absurdo), Pepo Salazar acierta de forma absoluta en el resto de la exposición.
Si Zygmunt Bauman se hace remitir a la metáfora de la liquidez para dar cuenta de la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada (¿cómo si no podrían ser esos vínculos, unos vínculos que han de ser capaces de silenciar la exclusión del otro al tiempo que la nuestra propia?), el artista recurre más bien a una metáfora previa: a la de las relaciones plastificadas.
Porque, si algo han de ser los pocos encontronazos con la felicidad que el hombre postmoderno, el hombre del “como si” perpetuo, se puede permitir, son aquellos que le alienten a continuar con la perversión de su juego simbólico. Y el plástico, en su turgente maleabilidad como alegato de la simulación a la que se presta, es perfecto.
Desde las tetas siliconadas de la pornostar bajo un reguero de eyaculación comatosa e implosiva, hasta la figura del ídolo del rock víctima de su propia hipervisibilidad que le convierte en transparente, todo está mediado por la distancia del fetiche cero: aquel que se permite el lujo se hipostasiar su propia mentira en el material del que está hecho.
Pero, incluso, siempre se necesita más, más placer para simular la felicidad. “La vida humana, dice Zizek, nunca es ‘meramente vida’, siempre es sostenida por un exceso de vida”. Y ese exceso brutal, esa plastificación redentora, ese exceso propiciado por el mismo sistema pero al que uno no se puede negar en virtud de simular una imposibilidad, queda representado por las latas de refresco, también de plástico, que descansan bajo una camiseta olvidada o que son aplastadas bajo una estructura también de plástico.




Objetos a-significantes en su plastificación (siguiendo la metáfora) total, representan el surgir mismo de la paradoja de la imposibilidad a la que antes hemos hecho referencia como esencia misma de la economía libidinal capitalista. Desconsuelo, felicidad enterrada, hipervisibilidad del horror y la absurdez, satisfacción inmediata en la plastificación de cualquier disfraz. Pero hay que seguir, il faut continuer, sin descanso, arriesgarnos en la imposibilidad misma. Porque, allí donde menos uno se lo espera, puede aparecer lo inesperado, lo imprevisible.
En definitiva, es cierto que las ratas (¿seremos nosotros en nuestra propia exclusión?) no viven en un planeta maligno; pero habrá que dejar espacio para que surja la paradoja de tal imposibilidad, porque, por ahora, además de ser maligno, es que es de plástico.

domingo, 5 de julio de 2009

LA MELANCOLÍA COMO SÍNTOMA


JERÓNIMO ELESPE: ‘LAS TRES VIDAS’
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 16/06/09-23/07/09

Entrando en esta exposición, a uno le atrapa de inmediato una liviandad extraña, una ingravedad etérea propia de otros tiempos. Una desacostumbrada rareza es la que se siente al recorrer, uno por uno, los pequeños cuadros que conforman la muestra. Rostros baudelairianos, rimbaudescos, propios de ensoñaciones románticas, son el tema principal de estas obras de pequeño formato.
Ese rostro, repetido como recurrente en la muestra, mira con unos ojos desacostumbrados, unos ojos renacidos de las cenizas de esta época maquinal y artificiosa. Su mirada, la ejecución completa del retrato, guarda parentescos evidentes con la pintura romántica más sombría, con la capa telúrica de imposible sublimado de Friedrich, con la espesura romántica lordbyriana. Pero al mismo tiempo, es algo más. Mucho más.
Como a medio hacer o a medio camino de su esfumatto definitivo, recortándose la figura contra un fondo azul-noche que lo sepulta o que le da existencia, el cuadro se mantiene como en un equilibrio perfecto. En definitiva, dialogando con una tradición que lo hace ya imposible e inviable, o que aún se esfuerza por mantener la luz necesaria para un último y encomiable esfuerzo, es como la obra adquiere su profundidad propia. ¿Serán esas dos de las posibles vidas de las que habla el título de la exposición?



Y, en el intersticio de esa posibilidad de la pintura que se debate entre diluirse o emerger, surge el asunto propio de su exclusiva representación. Porque si de algo es reflejo ese rostro es de la nostalgia por el peso de las cosas, por la opaca densidad que cubría cuerpos, materias y estratos. Si el romanticismo ha de ser algo, es precisamente esa desesperación por la infinita pesadez poética que cubría el mundo hasta en sus ensoñaciones más nocturnas.
Humano, infinitamente humano. Tan humano que en su límite con el insondable abismo de lo nocturno es donde esa pesadez se vuelve nueva mitología, nuevo poetizar y nuevo sentir. Así es como hemos visto siempre esos retratos: fascinados en el despliegue de su intrínseco poder como aglutinantes de todo el dolor que tanta novedad había producido en ellos.
Novalis desesperado en la noche ante la tumba de su amada, la turbia mirada de Baudelaire anestesiada de opio, Hölderlin esperando, en su locura, el regreso de los dioses, Poe desangrándose cuento a cuento en un diálogo alcolépsico con los poderes emergentes de la noche; y, por último Rimbaud, para quien ya no había otro lado y, después de pasar su temporada en el infierno, no vio más salida posible que convertirse en mercader de esclavos.




Humano, demasiado humano. Tan humano que estas pequeñas miniaturas no dan fe sino de esa imposibilidad ya de mantener la utopía de la fuga. Melancolía por tanto, la melancolía que es incluso demasiado para un hombre, el posmoderno, que ha hecho del cinismo su pathos existencial. ¿No será entonces esa tercera vida la nuestra propia, la de quien se sabe mecido en una melancolía tan profunda que la confunde con su propia síntoma?
En definitiva, se trata de una pintura que se explica por si sola, sin recurrir a nada más que a su característico desfondamiento en su misma imposibilidad, que se configura como la ensoñación que ya no se puede mantener, y que, al mismo tiempo, se enfrenta con los fantasmas que rigen lo específico humano: la tragedia de su dolor nocturno como principio de heroica subjetividad.

LA INGRÁVEDAD ESCULTÓRICA EN EL ESPACIO POSTMODERNO

MAYTE ALONSO: “CALIGRAFÍAS DEL ESPACIO”GALERÍA TRAVESÍA CUATRO: 13/05/09-29/06/09
Si tuviéramos que decantarnos por una caracterización del arte postmoderno, seguramente la referencia a la implosión espacial que las distintas artes han sufrido estaría en un lugar privilegiado. La razón estribaría en que lo común a muchas prácticas artísticas actuales es no tanto la interdisciplinariedad recurrente, como la búsqueda y generación de un espacio que surge de la amalgama de diferentes técnicas.
El ‘tour de force’ que originó el minimalismo, haciendo depender de la percepción del espectador el surgimiento de un ‘algo más de la obra’ que la cumplimentase, estaba ya dirigido a la creación, vía perceptiva, de un espacio que hasta que la mirada no se hubiese posado en la obra, no existía. Pese a lo que pudiera parecer, la amplitud de este fenómeno es mucho mayor que un simple trastocar las estructuras de la fenomenología de la recepción. Si en Kant el espacio, junto al tiempo, eran condiciones a priori de la sensación, ahora este proceso queda invertido. La escultura no ocupa un lugar, sino que lo genera. Es decir, quizá tenga razón aún Kant al deducir la trascendentalidad apriorística del espacio del hecho de que sí que se puede pensar un espacio vacío pero no se puede pensar un objeto sin espacio; pero, no obstante, existen espacios que son generados con posterioridad a la acción perceptiva.


Pero, aún habiendo hecho referencia al minimalismo, este proceso de inversión de las condiciones de la recepción estética ha transcurrido por todo el siglo XX, primero como consecuencia de las huidas hacia delante de las vanguardias, hasta haber terminado en la idea establecida por Rosalind Krauss de campo expandido.
Y es que todo, en su fuero interno, guarda una asombrosa e implacable lógica. De la inversión en la relación percepción y espacio da cuenta una lógica del monumento que, después de haber sido el eje fundamental de la escultura durante milenios, se encuentra desquiciada en una referencialidad que intenta seguir apelando, en su recurrencia al pedestal, a un significado fijo y estable. No hubo que esperar a las novedosas teorías post-estructuralistas del giro semiótico (coincidentes en el tiempo, oh milagro, con el minimalismo) para que la lógica del monumento, que ya cojeaba desde las vanguardias, se viese ya imposibilitada.
Ahora, desde la irrupción del primer arte postmoderno, el monumento no es sino una abstracción; más que lugares lo que hay son carencias de fundamentación, el deslizamiento de todo significar gracias a un nomadismo de las referencias hace que la falta de sitio, de pedestal, se convierte en la conclusión obvia.
De tal manera es esto así que la propia Rosalind Krauss concluye que “el campo expandido se genera así problematizando la serie de oposiciones entre las que está suspendida la categoría modernista de escultura”.
Pero, aún con todo, la situación actual del arte es más heredera de la apertura del pliegue de representación y que fue barroquizado hasta la recurrencia alegórica como única salida (véase años ochenta), que de esta generación de campo expandido al que hemos apelado más arriba. Porque, aún siendo cierta la importancia capital de la inversión fenomenológica que hace que la escultura se deslinde por completo de lo monumental, la otra causa hay que buscarla en la desbarroquización semiótica del representar.



Pinturas que son esculturas, esculturas que se amplían hasta ser objetos arquitectónicos, fotografías que se hacen tridimensionales, espacios públicos que se convierten en espacios de representación, etc.: el pliegue representacional amplía sus márgenes en una operación que hace gala de las querencias actuales por la fantasmagoría, por los trucos hipervisibles y por un obviar los disimulos que se suponían debían ser velados. Nada se guarda ya en la recámara.
Las esculturas de Mayte Alonso, por tanto, aún basándose en lo expandido de la escultura que roza los límites con la arquitectura y que hace surgir el espacio expandido bajo la mirada del espectador, se decanta más por ese ‘caligrafiar el espacio’ al que alude el título de la muestra.
Tensionar las formas, hacer inmaterial el peso escultórico, crear un espacio como grafía y huella del disolverse de lo material: sin trampa ni cartón, el decorado de su misma representación escultórica se diluye en los procesos ingrávidos que dan cuenta de un espacio que ya no es que no esté dado con antelación a la percepción, sino que, aún después, queda como una extraña tensión de formas desmaterializadas y amorfas.
Su escultura, en este orden de cosas, es el epílogo a la referencialidad monumental y mausolítica de la que la escultura ha hecho gala desde sus orígenes. De un significar que se insertaba, gracias a la jerarquía que imponía el pedestal, en las relaciones unívocas entre el mundo y el espacio del representar, pasando por la problematización de los discursos modernos a la hora de hacer expandir esa relación de referencialidad ya imposible, hasta un desinflarse del espacio perceptivo en una ingravedad tensional de formas que requieren de unas nuevas relaciones visuales.
Quizá el atrevimiento de su obra radique en eso, en atreverse a plantar cara a la inmaterialidad del peso en el que todo espacio representacional, ya sea este escultórico o arquitectónico, se asienta y de las nuevas formas de relaciones espaciales y perceptivas que provocan.