lunes, 5 de octubre de 2009

VISCERALIDAD EFÍMERA COMO OLVIDO DEL ARTE


WENDY WHITE: ‘FEEL RABID OR NOT’
GALERÍA MORIARTY: a partir 17/09/09

Cierto que el arte dejó hace ya mucho de nadar en las incestuosas aguas de la verdad, pero no es por ello menos cierto que el dejarlo todo en manos de un vitalismo desorbitado tiene un marcado tufo a hueca visceralidad. No es que queramos hacernos abanderados radicales de la muerte del artista, ni que las tengamos todas con nosotros a la hora de tachar, como hizo Adorno, al arte hedonista y vitalista de arte “culinario”, pero seguir las directrices aún de una pose hermenéutico existencial en la que el artista continúa enfangado en las contradicciones propias de un producir que se base en filosofías de la conciencia es, como poco, inocente y desnortado.
Simplemente pensamos que, como bien saca a colación Perniola al hablar de Adorno, “diluir la filosofía en la praxis debe ser considerada con sospecha, en cuanto, generalmente, esconde el propósito de silenciar la crítica de esa sociedad de la que el pensamiento filosófico resulta, por excelencia, ser el portador”.
Reglas que se da el artista a sí mismo, impulso o élan vital, sumergirse en los procelosos mundos del inconsciente, hacer de la expresión alfa y omega de un arte que se complace en tenerse como vía única para subliminar un acceso casi místico al sentido de la vida, son derroteros por los que el arte actual, tan poco contemporáneo como de costumbre, suele adentrarse más que nada por la comodidad que le supone recorrer un camino tan trillado como cansino
Esas fuerzas, esa energía que se dice desprenderse de la obra, poco o nada tienen que ver con la experiencia estética postmoderna ya que, al poco de proponerse como tal, corren parejas al intento cotidiano de silenciar al propio arte. Arte sí, claro, clamamos todos, siempre y cuando sea divertido y hedonista o, en su vertiente más postmoderna, jurásicamente espectacular y denodadamente infantiloide.
En esto Marx, como en otras muchas cosas, dio en el clavo: lo contrario de la vida no es la muerte, sino la mercancía. Como él decía, esa “cosa sensiblemente suprasensible”. Eso, y no otra cosa, es lo que, en el mundo occidental capitalista, y más aún hoy en el mundo global del hipersimulacro del signo, hace de sutura, de cierre ontológico. No se trata de una experiencia estética que armonice, como en Kant, lo nouménico y lo fenomenológico, no se trata tampoco de adentrarse en las calamitosas galerías del alma buscando quien sabe si ese quantum de irracionalismo o de locura. Se trata simple y llanamente de recuperar nuestro propio exceso de vida, nuestro consustancial exceso de razón de las garras del objeto que, como fetiche, ha acabado por desmembrarnos como sociedad y como sujetos.
Ese culmen a la expresividad que surgió después de la vuelta al orden generalizada de los años cuarenta y personificado en Jackson Pollock, puede y debe ser entendido, a día de hoy, como el canto del cisne de una subjetividad creadora que no ha hecho sino darse de bruces una y otra vez con aquello que es incapaz de subsumir en su mismo gesto expresivo y creador: la vida se escapa y, lejos de lograr desencadenar una entropía liberadora, del hecho de desasirse del significar dogmático no se ha seguido ninguna emancipación.



Por tanto, podríamos preguntarnos: ¿qué esconde esta glorificación aún del gesto expresivo?, y la respuesta sería inmediata. Sin duda, aquello que hace ya tiempo acampa con plenos poderes por el mundo postmoderno y que, pese a situarnos en el epicentro de la vorágine por él comenzada, se nos escapa en cada paso que damos en pos de él: el objeto, y, con ello, toda posibilidad de representación.
Dale al arte aquello que pide y el arte se diluirá en efecto anestesiante, en morfina generalizada para las masas, en rutilante mecanismo de contención de aquello precisamente que es necesario desvelar de una vez por todas. Pero esto le ha costado demasiado tiempo al arte comprenderlo. Tanto es así que, quizá llevado por la confusión a la que la “finalidad sin representación de un fin” kantiana dio pie, el arte fue casi de los primeros en aplaudir los excesos lúdicos generados en su producción, en celebrarse del hallazgo de los procesos subliminales como ejes de un nuevo producir, y, en resumen, plegarse a los dictados de todo aquello que no venía sino a hacer aún más enfático el proceso de olvido en el que el arte había caído.
Claro que esta forma de entender el arte, a medio camino entre el abrevadero del ocio y la renuncia a olvidar un proyecto de emancipación que ya está de todas maneras descatalogado, ha sido capaz de generar momentos de gran lucidez y renovación. Pudieran rastrearse causalidades en Gadamer que, aunque quiso poner freno a lo rutilante de un desbordante vitalismo para dar cuenta de toda experiencia estética, hizo recaer en su teoría del juego la producción artística sin percatarse que lo que él entendía por juego, una entidad impersonal que impone sus propias reglas y que siempre está a la espera de una nueva tirada siempre insertada en redes hermenéuticas de sentido, iba a ser desbrozado poco más tarde por un arte ahíto de nuevas fuerzas subjetivas sobre las que construirse. Así, si en Gadamer el artista es jugado por un juego que se llama arte y ante el cual el artista sólo puede proponer nuevas jugadas, para el arte que vino luego fue ello mismo, el arte, lo que se convirtió en puro juego, en ejercicio libertario de quien sabe qué significado oculto que era necesario desvelar.
Igualmente, y de modo telegráfico, también en Marcuse podemos ver un énfasis en esa búsqueda de vida alternativa, de modos diferentes de sentir y pensar alternativos a lo que se espera de una sociedad en al que el más rutilante de los triunfos viene de mano de la mercancía. En su idea de eros viene a aunar todos los procesos de sublimación encamonados a intensificar el placer de una vida ajena al utilitarismo que parece llenarla por completo.
Pero, claro está, eran otros tiempos. Nadie podía saber que el juego acabaría por hacer de la sociedad infantil tardocapitalista pathos general, ni que las energías sublimadas y puestas al servicio de una autonomía plena del sujeto iban a ser escanciadas por la dogmática de un objeto-mercancía que es capaz de hacer de la realidad simulacro global.
Lo grave, al menos a nuestro modo de entender, es seguir hoy en día, como parece hacerlo Wendy White, estas caducas nomenclaturas de la pulsión y la visceralidad, de la subjetividad creadora y la tensión emocional. Sus obras vienen a ser un batiburrillo de cosas en las que nada destaca consiguiendo que, en última instancia, nada haya que ver. Apela en un primer momento a la labor performativa de su arte, al construir el ensamblaje de lienzos que más tarde formaran la obra. Tarea, juego, trabajo… arte. La semántica se desnorta en pos de una visceralidad caduca. Más tarde, su huella, su gestualidad rítmica, su marca en esos lienzos que ha dispuesto según estrategias de irrupción emocional y energética pero que se nos hacen mofa de los verdaderos momentos de construcción estética. Un verde por aquí, un azul por allá, aquí capas de graffiti. Para Wendy White la superficie del lienzo es un mundo por explorar donde, como si no lo supiésemos todavía, todo intento de remiendo subjetivo tiene todas las de perder contra un signo que se revuelve despótico contra aquel que lo produce.

Para más gravedad aún, por si la cosa no fuese ya suficientemente pusilánime, la artista explicita la no jerarquía de signos que componen la masa compositiva de sus obras dando así carta blanca a una total defenestración de lo que, alguna vez, quiso ser ejercicio de creación individual. Porque, sólo de esta manera, se logra llevar acabo esa ocultación a la que antes nos hemos referido: el arte debe proceder a desanclar el tinglado de la dromótica del signo, a enfatizar los procesos de fetichismo de la mercancía, a denunciar la institucionalización de un poder que hace suya toda implosión semántica y libidinal.
Pero, hacer a estas alturas de la superficie pictórica lugar de la irrupción de huellas y gestos, de visceralidad y emociones del artista en cuestión, no es más que un escandaloso equívoco. Es decir, al signo, ya sea abstracto o figurativo, hay que forzarlo, hay que mediarlo en una red de significados que entablen una ulterior y procelosa relación. Hay, en una palabra, que volverlo a insertar en la pantalla telemática de la que el lienzo sólo es metáfora para así forzar una implosión en el mecanismo, una grieta, un reorientar las energías libidinales y que no sean siempre ganancias para el poder maquínico del signo.
Ya por último y para apuntalar el dislate de la mejor manera posible, la artista da unas postreras pistas sobre modos y maneras de acercarse a la obra: así, si por una parte se apela a momentos perceptivos por parte del espectador al cual, dentro de esa maraña hueca y gracias, se nos dice, a lugares vacíos (dejados sin pintar) en el lienzo, se le invita a terminar la labor y recolocar los signos o ampliar el espacio del lienzo a toda la pared, por otra hace recaer esa absurda libertad creadora del hecho, casi ontológico, de ser mujer.
Ya sabemos que el arte es también una producción hipercapitalista en esta hipereconomía libidinal del signo y que como tal tiene necesidad de ocupar púlpitos y hacerse hipervisible, pero si la última consigna de su obra es, como dice la nota de prensa en palabras de la crítica Suzanne Hudson, hacer patente que “Wendy White estuvo aquí”, no hay que ser muy avispado para entender que eso ni le importa a un signo-mercancía encantado con ocultar aquello que pudiera relegarlo de su endogámica situación de poder en la pantalla telemática, ni le basta a un arte que parece estar ya más que harto de estar dando siempre sus últimos esténtores.

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