miércoles, 19 de agosto de 2009

LA DOLOROSA REALIDAD DE LA HISTORIA


THE ATLAS GROUP (1989-2004): UN PROYECTO DE WALID RAAD
MNCARS: 3/06/09-31/08/09

Una vez que Popper desveló ‘las miserias del historicismo’ criticando la explicación funcional y otros tópicos holistas, la Historia se comprende más en términos de microfundamentos que no según pautas suprahistóricas, ya sean estas de corte teológico o marxista. No hay ya ni cielo que nos salve ni sociedad postutópica que nos acoja y, las razones que la Historia pueda tener, es algo que sólo se nos está permitido conocer a nivel micro.
Y, de la ‘lógica de la situación’, con su marcado acento en el individualismo metodológico, a la ‘lógica del sentido’ de Deleuze no hay más que un paso. A este respecto, escribe el filósofo francés en su celebérrima lógica: “entre los dos devenires, de la superficie y de la profundidad, no se puede siquiera decir que tienen algo en común: esquivar el presente. Porque si la profundidad esquiva el presente, es con toda la fuerza de un ‘ahora’ que opone su presente enloquecido al sensato presente de la medida; y si la superficie esquiva el presente, es con toda la potencia de un ‘instante’, que distingue su momento de todo presente asignable sobre el que lleva una y otra vez la división.”
Y es que podría decirse que, con el paso a la postmodernidad, ni siquiera los microfundamentos tienen cabida a la hora de articular una explicación histórica. La Historia ahora avanza a golpe de Acontecimiento, a golpe de irrupción maquínica en un tiempo global y absoluto que deja su huella tan solo un instante. El acontecimiento es en sí mismo propio de la superficie, de ahí que hoy el único acontecimiento reseñable sea el mediático: la superficie se ha hecho perfecta y los significados y significantes fluyen en un deslizarse perpetuo por la misma superficie gracias a una economía capitalista del signo que transacciona a velocidad límite.
Pero también, aunque ya de manera casi testimonial debido a la perfección de la superficie a la que acabamos de hacer referencia, también está la profundidad. En ambas la identidad de cada cosa se disuelve en el seno de la identidad infinita. Pero, mientras en la superficie “cada acontecimiento comunica con el otro por el carácter positivo de su distancia, por el carácter afirmativo de la disyunción”, “por resonancia entre dispares”, en la profundidad “es por la identidad infinita que los contrarios comunican y que la identidad de cada uno se encuentra rota, escindida, hasta el punto de que cada término es a la vez el momento y el todo; la parte, la relación y el todo; el yo, el mundo y Dios; el sujeto, la cópula y el predicado.”
Un arte activista de corte postmoderno deberá, por tanto, enfrentarse a los dos ámbitos en que se estructura la realidad histórica del acontecer. Sin embargo, quedándose la mayor parte de las veces en la tan querida noción de simulacro (efecto de superficie del propio acontecer), se ha contentado con poner el acento en lo que sucede en la superficie. Dos ejemplos nos bastan para demostrarlo.
Por un lado, la superficie, en cuanto plano de inmanencia del mismo acontecer, se convierte en el lugar del acontecer más esencial: el de la diferencia. Si bien, como hemos dicho, significado y significante se deslizan sin peligro, nunca llegan a coincidir creándose así un margen para la apertura de la diferencia. El ser ya no es, el ser acontece. Y, como tal, acontece en cuanto diferencia. Teniendo esto en cuenta, no es difícil establecer una relación de los diferentes activismos que se han incardinado en este acontecer de la diferencia. Y, entre todos ellos, quizá haya sido el arte feminista el que más éxito haya tenido.
Al igual que la mercancía queda fetichizada en la diferencia fundamental entre valor de uso y valor de cambio, la ideología imperante ha ido fetichizando diferencia tras diferencia en un intento loco por cerrar la sutura en una identidad tan falsa como idealizada. Y, entre ellas, la diferencia sexual ha gozado siempre del consentimiento de las altas esferas. Así, y ciñéndonos a nuestro propósito, el arte feminista opera en la diferencia que existe en el mismo plano de inmanencia: la diferencia que, igual que sucede con el logocentrismo, hace del patriarcado una inaceptable posición tradicional que reduce a la mujer a un ‘otro’.
Con todo, decir que el arte, por muy activista que sea, se queda en el plano de inmanencia y se contenta con ampliar la diferencia, no es en sí mismo decir poca cosa. Hacer surgir la diferencia, disponerse a representar ese lugar intersticial, operar la crítica y, sobre todo, crear las condiciones para que aquello que se niega, en este caso la mujer, pueda gozar su síntoma, son ya retos fascinantes para cualquier arte. Porque, en última instancia, se sabe bien a las claras que la diferencia nunca se sellará, que todo intento de desfetichización no es más que un efecto de superficie. Pero, siendo esto lo de menos, lo fundamental es que, como dice Pipilotti Rist, “ver a una mujer que se comporta de un modo distinto al que esperamos de ella, puede conmover más que si leemos un texto feminista de diez páginas”.
Como segundo ejemplo de cómo el arte activista entiende su pertenencia al plano de inmanencia, cabría citar a los movimientos artísticos que surgen en las fronteras. Parafraseando de nuevo a Deleuze, quizá la aventura del arte, y más aún del arte activista, no sea otra cosa que la misma aventura de Alicia: “no hay pues unas aventuras de Alicia, sino una aventura: su subida a la superficie, su repudio de la falsa profundidad, su descubrimiento de que todo ocurre en la frontera”. Y es que la política, como teoría y práctica del movimiento del capital en el plano de inmanencia, opera sobre todo en las fronteras. Como ejemplo, cabría citar a la asociación de artistas Boder arts Workshop/Taller de Arte Fronterizo que viene actuando en San Diego desde 1984.
Pese a, como decimos, el inestimable valor de este arte activista de la superficie, lo que en un momento parecía violentar las estructuras de una superficie todavía no bien asentada en sus propios movimientos de capital, actualmente no parece sino un juego de niños. De la radicalidad de los movimientos de vanguardia no queda sino el gesto, la ampulosidad de la retórica. El arte contemporáneo es en sí mismo arte oficial y oficioso, da prebendas, reparte títulos y actúa de dueño omnipotente. Situar una praxis en el mismo terreno en el que se sabe derrotado no parece una labor muy encomiable, sobre todo en estos tiempos donde el cinismo actúa como aglutinante socializador.
Por ejemplo, los últimos rescoldos de este arte activista post-seseantaochista, y debido a éxitos como el de Jenny Holzer, aprovechan la modorra actual (y aún más la confusión reinante) para perfilarse como azotes del poder dogmático y aplicar una última diferencia: espacio público/espacio privado. Pudiera ser que en épocas postdadaistas o fluxus, el ganar un espacio al arte (y, sobre todo, mayor público) gracias a situar una obra en la realidad del mundo, tuviera su acto de reivindicación, pero hoy en día el, por ejemplo, llenar de vaquitas Madrid, no es más que el signo de la horterada como límite de lo kitsch.
Porque, a estas alturas de la película, un arte activista que de verdad se tenga como tal no puede ser otro que el que se enfrente con la Historia, el que recoja la multitud de microfundamentos y opere en ellos un cara a cara tan demoledor como vergonzante, pero no sólo en la cómoda superficie de la hipervisibilidad reinante, sino que se someta a la misma profundidad de una Historia brutal y despiadada. Es decir, que no aborde únicamente los procesos de organización y narración de la Historia, sino también las estrategias de construcción y fabricación y que, aún más, se atreva a proponer otros modos y maneras. Ya sea plausible la teoría de la Escuela de Frankfurt según la cual la sociedad es fruto de contradicciones, ya lo sea la teoría de Deleuze y Guattari en donde más bien se estrategiza, lo cierto es que si alguna misión puede tener aún el arte es la de producir y provocar nuevos intercambios entre las capas del sistema endógeno que conforma la sociedad. ¿A qué precio? Por de pronto, y como a priori irrenunciable, al precio de no sumarse al festín idiota de la celebración de un arte que sobrevive sobremedicado.
Trabajando con la guerra casi eterna que sacude al Líbano, el Grupo Atlas irrumpe en los dos ámbitos de la telerealidad asistida en que toda realidad ha devenido. Optan por la recolección y la reconstrucción, por la datación y la fabricación; recolectan hechos (hechos de la Historia) y los traducen a la propia lógica del acontecimiento. Es decir, una lógica que opera con la disyunción más que con la adición, y que procede mediante la reverberación de series contradictorias buscando una contraefectuación que encuentre la paradoja en la superficie y el descarnamiento de un encuentro con la profundidad.






En una serie titulada “I only wish that I could weep “, se nos muestra lo ‘otro’ de la guerra: un soldado debía vigilar una orilla y más bien se pasa las tardes contemplando el bello atardecer que cae sobre el Líbano y grabándolo en video. Viene a la memoria una frase de Joseph Conrad: “observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma”. Observar a todas las personas que pasan a cámara rápida deslizándose a través de la superficie por la que transcurre su vida, no es sólo un enigma, sino un insondable dolor atestiguado por el dramatismo salvaje que permanece callado en la profundidad: el todo y la nada, la vida y una bomba que la desangra.
En otra serie, “Already been in a hole of fire”, la pormenorizada recolección de información en relación a determinados sucesos, ataques terroristas con coche-bomba, hace que la lógica del acontecer se condense de tal manera que haga ya imposible el transito en la superficie: color y marca del coche usado, imagen del mismo, número de muertos, de heridos, kilos de dinamita, hora del atentado, etc. ¿Hace falta seguir? El sentido de la Historia ni siquiera se entiende a nivel micro, sino que implosiona en la lógica de la aberración del sentido.






La realidad se bifurca, se crean rugosidades a nivel superficial que hacen viable cierto tránsito: un fotograma por cada vez que se piense que la guerra ha llegado a su fin y otro fotograma por cada vez que uno se tope con el letrero de un dentista. Ver ambos videos (‘No, illness is neither here nor there’) es una experiencia casi catártica: la realidad no está sino que se fabrica y, aún (si no sobre todo) en condiciones de guerra, el ser humano crea y elevar sus propias construcciones.
En otra serie el artista Walid Raad expone las fotografías del ejército israelí que tomó en su juventud acercándose lo más que pudo a sus posiciones. ¿Resisten dichas imágenes el paso del tiempo? Obviamente no. Es decir, en la superficie, toda distancia, al ser distancia de la disyunción, dura lo que dura el instante de su reverberar. Quizá se pueda datar y archivar un hecho, pero un acontecimiento, aquello que conforma la Historia precisamente gracias a su efecto superficial, nunca.


De ahí que, como más arriba hemos dicho, haga falta bajar a las profundidades y enfangarse con lo más terrible: aquello que ya no es denuncia de una economía que fagocita todo deslizamiento gracias a la implosión del sentido del signo, aquello que ya no se contenta con habitar en el ‘entre’ de cualquier diferencia. En la serie ‘Secrets in the open sea’ se nos muestran las fotografías encontradas después de que muchos edificios se hubiesen venido abajo. ¿Estamos ya en la profundidad, en la demolición? No; las fotografías son bellos campos cromáticos, unas azules, otras rojas, algunas verdes. Sólo luego, después de un análisis químico, se pudo comprobar que las bellezas cromáticas escondían grupos de personas que habían todas desaparecido y que se daban por muertas. Ahora sí: en la profundidad la Historia es aniquilada, borrada en un presente que se comprende como juez y procesado, no hay herida ni diferencia porque todo coincide en su misma locura. La Historia la escriben los vencedores, no hay acontecimiento alguno porque nada consigue subir a la superficie, la locura de la necesidad de Hegel acampa aquí a sus anchas: el destino se cumple sí o sí.
Pero, aún puede haber más: puede haber el encontronazo directo con eso que camufla y que miente, pero que, en su misma endógena patología como profundidad, se convierte en necesaria verdad. En la última serie, ‘My neck is thinner tan a hair: Engines’, se nos muestra la fotografía del motor de los diferentes coche-bomba que asolaron Beirut. Parece ser que el motor es lo único que queda después de la explosión y que los reporteros (y es de suponer que la población en general) jugaban a ser el primero en encontrarlo. Aquí uno ya no se topa con la imagen oculta de un pasado que permite comprender un presente (el de persona asesinada y no solo dada por desaparecida), sino que es el mismo presente, en su núcleo duro, lo que se busca y se encuentra.
En la superficie, el presente-real es eludido mediante referencia al instante en que todo acontecimiento sucede (ya sea, como hemos visto, por sucesión de instantes o fotogramas, por una sobreexposición a la hora de dar información o bien por un mirar hacia otro lado). Pero, en la profundidad, ya no hay escapatoria: no solo se desea el encuentro sino que es lo que lo configura como tal. No es lo Real-imaginario, sino que es lo Real-real: la profundidad es la constatación de que lo no deseado de la realidad no sólo es posible sino que acontece, que en la ficción de toda superficie o plano de inmanencia hay algo más que escapa a esa misma ficción y que se hace Real.



Esto es el verdadero arte activista: no sólo enfatizar la construcción de todo efecto de superficie sino descender a la profundidad del choque violento con lo Real. Operar nuevos cauces, proceder nuevos encontronazos. En definitiva, ¿qué es posible y qué no lo es?, ¿por qué hay cosas imposibles que se tornan posibles? Quizá sea culpa nuestra, quizá sea que por muchos muertos que haya sólo el golpe con un motor chamuscado nos ponga en contacto con el trágico sinsentido de la posibilidad de una realidad: la de que la Historia, cualquier Historia, nos desangra.

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