domingo, 31 de mayo de 2009

PURO TEATRO


GONZALO PUCH: “INTRODUCCIÓN A LA METEOROLOGÍA”GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 08/05/09-20/06/09
Desde que el minimalismo se definió, vía negativa por parte de Fried, como el lugar de la escenografía y la teatralidad, el arte ha ido dando pasos cada vez más veloces a la hora de ampliar el horizonte de su propia escenografía. Si al principio la estética de LeWitt y compañía era un forzar hasta el límite las actitudes formalistas y de llamada al orden por parte de Greenberg, pareciera que con ellos sucedió otro tanto: estirar lo expandido del escenario que la mera recepción contemplativa de la obra hacía necesario, para ir derribando tabique tras tabique hasta que las fronteras quedasen irreconocibles. Nos referimos, como no, a aquellas que separaban la vida del arte y que ya, como triunfo irrefrenable de la negatividad del arte, han quedado minimizadas dentro de un esteticismo absoluto y absolutista de cualquier forma de vida actual.
Del campo expandido de Rosalind Krauss hasta el efectismo monumentalista actual, de la desmaterialización del objeto artístico en artes tan escenográficas como la performance o la instalación hasta la espectacularidad de lo banal como arquetipo arquitectónico y teatral. Apertura de límites, sí, pero a riesgo de verse sacudido por el espasmo de la pantomima de la teatralidad maquínica del fetiche y el simulacro.
Y es que la densidad conceptualizadora de lo performativo y escenográfico adolece muchas veces de una falta total y absoluta de criterios a los que agarrarse, dejando cualquier resultado tanto al divertimento como, aún hoy, a una inocente querer dárselas de rompedor.
Aún así, la instalación, en un principio, fue entendida como el lugar de intersección de tres momentos: un primer encontronazo con el poder simulacionista y relacional del objeto, a manos del cual tuvo lugar el verdadero asalto a conceptos tales como autoría y originalidad; una dilatación del campo expositivo a través del cual el espectador experimenta la obra de manera que la experiencia estética tiene lugar ya más como vivencia que como pasiva contemplación; y, filosóficamente, una imposibilidad manifiesta de encerrar al ser de la obra de arte, ya entendido como acontecimiento o evento en su generalidad, dentro de la aparatología formalista de la obra cerrada o, cuando menos, susceptible de ser hermeneúticamente portadora de sentido.
Es decir, la relaciones se multiplican exponencialmente, el artista empieza ha entenderse como aquel que ofrece relaciones más que como aquel que las establece, el objeto inaugura su ascendencia despótica, el ser se cuela entre la tramoya de la escenografía de un arte que comienza ha tenerse como tomadura de pelo.
Las conclusiones han sido palmarias: el arte ejerce de director en su propia representación y, eso, no gusta. De ahí que las posibilidades sean mínimas: o uno está encantado de conocerse y canta las glorias de un arte que rompe esquemas dentro de un fulgor esteticista como impostación del teatro general del mundo como simulacro, u opta por dar el pésame a un arte que no supo pensarse más allá de su producción tardocapitalista.



Aún con todo, la instalación de los ochenta y primeros noventa todavía creía en poder seguir jugando a que jugaba, y que, en su juego, demasiadas cosas estaban en juego. Podríamos hablar de las bifurcaciones de lo abyecto hacia la perversión escatológica en Paul McCarthy, de la sobreexposición biográfica de Tracy Emin, de la provocación del mal gusto de Martin Kippenberguer, de los sórdidos parques infantiles de Mike Kelley como lugares de coacción y represión, de la poesía conceptual de Félix González-Torres o de la problemática corporal en Mona Hatoum, por citar sólo algunos casos relevantes y de temática (o “jugadas”) bien diferente.
Hoy en cambio, adormecidos en el parque infantil globalizado de la pantalla mediática, la instalación corre el riesgo de verse arrastrada por la implosión del simulacro y no poder ser entendida sino como otra escenografía más, prefabricada y lista para admirar y consumir. Voraces como somos a la hora de deglutir decorados simulacionistas, de creernos cualquier fachada que nos salve de tener que mirar debajo de la pantalla telemática, capaces como somos de estar sometidos a su poder narcótico horas y horas, la instalación se decanta más por seguir la onda y dejarse experimentar como otro simulacro más, bastándole para ello con ofrecer un lugar para el divertimento y lo espectacular con un mínimo de barata conceptología de andar por casa.
El ejemplo de Gonzalo Puch tiene muchos de estos males que hace ya años se empiezan a advertir en la instalación. La instalación de que consta esta exposición parece querer incidir en la problemática sujeto/naturaleza en torno a un habitar de lo humano en entornos cada vez más artificiales. Pero el resultado es tan evanescente como la frágil escenografía empleada para el asunto.
Uno se pierde en lo insulso de unas propuestas que parecen van encaminadas hacia unos fines pero que no logran asentarse embrolladas en reflexiones acerca del cambio climático o de lo meteorológico, descafeinadas en ambientes de saloncito de Ikea, o enquilosadas en alegorías dialécticas entre tecnología y naturaleza tan naives como decorativas.
Las fotografías que documentan la puesta en escena de la instalación no consiguen desempañar la molicie siesteante que produce la obra como tal, sino que dañan todavía más el despropósito al hacer patente que nada en absoluto había detrás de la tramoya escenografiada de la instalación. A lo más que se podría aspirar sería a una ulterior reflexión sobre el hábitat de lo humano como corporalidad en relación con un espacio y un lugar que le son, al tiempo, conocidos y ajenos dentro del artificio de la hipertecnologización. Pero tal propósito necesitaría de una aparato teórico y formal que se atreviese a descorrer el velo fantasmagórico de un arte tan melifluo como adocenante y que no se contentase con casitas de muñecas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario