sábado, 11 de abril de 2009

EL IRÓNICO TRIUNFO DEL OBJETO


CHRISTOPHER MULLER / ALEX JASCH: “DAS DING DING”
GALERÍA HEINRICH EHRHARDT: 31/03/09-16/05/09

La proclama postestructuralista de que el sujeto no es ya el productor de significado ha tensionado el campo semántico del signo en dos direcciones: uno, hacia la desubjetivización total del sujeto, y otra, como era de esperar, en una extraña y poderosa subjetivización del objeto. Las cosas logran despojarse del sentido sin esfuerzo alguno, plantan cara con una desacostumbrada ironía que no hace sino subrayar el artificio de todo significar.
Intuyendo lo que se avecinaba, el conceptualismo quiso enfatizar la eliminación del objeto artístico. Lo importante era la idea, la subjetividad vendría a ser máxima y el arte se encontraría ante la tan deseada tautología: una obra es arte al ser una idea sobre una idea de arte.
Pero la debacle ha sido total y, diríase, definitiva. Yendo un poco más allá de determinados modelos de tautología lingüística, cuyo valor artístico no se basta ni a sí mismo, ha sido más bien el objeto el que ha emergido triunfal. Se quería terminar con él, y ha sido precisamente él quien ha llevado la voz cantante la mayor parte de estas últimas dos décadas.
La dictadura del objeto se ha impuesto: todo objeto desea ser fotografiado, registrado, digitalizado incluso. En la vorágine en que está sumida la pantalla-mediática, la frontera que separa el archivo de la realidad profana, es profundamente flexible. Todo, en su mera calidad de objeto, ya es signo y, como tal, ya pertenece al archivo. Ni siquiera hace falta un sujeto que dé cuenta del fenómeno. Toda producción no es sino reproducción. Las nuevas tecnologías no han hecho sino acelerar el proceso irónico del objeto. Su mismo producirse, ya se da como fantasmagoría.
Sabedores de esto, los artistas actuales han plantado cara y ya no se dejan engañar en el juego. Revelar la cara oculta de los objetos no ayuda a comprender mejor el mundo, sino que lo que se consigue es incrementar el misterio del propio objeto, su ironía y, con ello, su poder.
Al objeto ahora se le ata en corto. Nada de apuntarse a una estética del montaje donde se deja a los objetos a sus anchas para construir una nueva realidad relacional en la que, se quiera o no, el sujeto está totalmente excluido e imbuido de un ajeno extrañamiento. Nada tampoco de seguir aún la senda del readymade duchampiano o del ‘objet trouvé’ dadaísta. En una palabra, ni arte-objeto ni signo-mercancía.
De lo que se trata es de desarticular la sobrecodificación que la implosión mediática ha llevado a cabo en el signo. Estando como estamos, en palabras de Baudrillard, “atrapados en el aspecto sistematizado, modificado, diferencial y ficticio del objeto”, se ha de dejar para mejor momento la pasión por el fetiche y el código, la querencia por la instalación y el bricolaje, y tener el valor de vérnoslas, al fin, con el objeto. Básicamente, o se le aísla, o se le usa.
Las fotografías de Chirstopher Muller optan por la primera estrategia. Su forma de representarlos, siguiendo la estética del bodegón y manteniendo el tamaño real de cada objeto, no hace sino desactivar la posible instalación relacional haciendo que la yuxtaposición de elementos diversos quede abortada en un cortocircuito inminente: el que surge de la combinación selectiva de la cotidianeidad, el que nace de apilar lo convencional en un nivel semántico cero.
Lo que se produce de esta manera es una nivelación en las jerarquías en los niveles de significación y de producción de sentido. El señalar perceptivo, el mostrarse de la obra de arte, no conlleva un irónico desplazamiento del objeto-significante, sino que, atrapado como está en la mas elemental de sus desnudas cotidianidades, el acto mismo de significación es un proceso redundante que no crea ningún tipo de diferencia. Y, con Barthes, no habiendo diferencia de signos, no hay significación posible.
La pantalla mediática queda desconectada, la sospecha de qué habrá detrás de cada objeto queda disuelta en una correlación perfecta. El sujeto, aunque sea de esta forma un tanto particular que consiste en la parálisis del significar en la cotidianeidad del bodegón, vuelve a recrearse en ser de nuevo instancia de control.
Pero, ¿realmente es así?, ¿no es ahora la sospecha mayor?, ¿no nos conduce esta necesidad de la parálisis a un terror al objeto mayor que lo que podría significar su ironía? Quizá estas fotografías muestren el resultado de lo único a lo que podemos agarrarnos: un enorme silencio como el más efectivo de los simulacros posibles. Como dice Boris Groys, “solo en un mundo sin subjetividad podría uno sentirse protegido y a salvo”. Sí, quizá no sea tan malo, después de todo, que el objeto imponga su férrea dictadura. Al menos así podemos jugar al simulacro de ser felices.
La otra estrategia, la del uso del objeto como forma de exorcizar el poder objetual, es la que sigue Alex Jasch. Su estética es la del detritus y el deshecho, la de la basura.



Sus esculturas parecen amorfas, pero se descubre, sedimentado en el apelmazamiento del escombro, la huella de lo que fue un objeto. Desprovistas de toda monumentalidad y de cualquier esteticismo, estos objetos claman por una presencia que ya es problemática. Reutilización y reciclaje como proceso de anulación de la sistemática reproductibilidad técnica del objeto.
Desesencializados en su forma de ser como utensilio, impotentes a la hora de erigirse como poder irónico frente al sujeto, no queda de ellos sino una caótica masa que ni siquiera puede autoefectuarse en un nuevo proceso de significación.
Pero, como antes, el doble juego de esta anestesia frente al objeto tiene también su propio reverso: la producción que llega hasta el grado más ínfimo, el del detritus. Y es que hasta en el desperdicio halla el objeto su inestable poder; hasta en su deformación en basura es capaz de dar cuenta del proceso creativo. La serialización alcanza el límite: la de lo inservible.
Como se ve, no hay manera. En su querer arrinconar al objeto, la subjetividad juega sus bazas, pero también cae en sus propias trampas: las que el mismo objeto le impone a la hora querer jugar con sus reglas.

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