lunes, 2 de febrero de 2009

MEMORIA DEL DETRITUS

KRISTOFFER ARDEÑA
GALERÍA OLIVA ARAUNA (11/DIC/08-23/ENE/09)

Si hay algo con lo que los artistas de este principio de siglo trabajan denodadamente, pese a la fragilidad que se la supone, es con la memoria. Póngase cualquier obra en relación, directa o indirectamente con la memoria, y adquirirá, de inmediato, una profundidad digna de todo elogio. La operación tiene su guasa, ya que, si existe hay que sea menospreciado en esta época no es otra cosa que eso llamado memoria. De tan vacía que ha quedado, no parece otra cosa sino el receptáculo ideal para la simulación perfecta. Una vez deconstruida, tratada con cinismo e ironía, y una vez pasado el trauma, queda el molde, perfecto, para trabajar con él con la ilusión de una nueva época.
Pero quizá sea precisamente eso, su inanidad, lo que provoque su uso casi bulímico: tan vacía ha quedado, que, se llene con lo que se llene, todo parecerá suficiente y adecuado. Y, por supuesto, si es rellenada por alguien que se hace llamar, por él o por quien sea, como artista, la cosa adquiere tintes casi épicos.
Claro está que trabajar con algo tan dúctil y maleable tiene el riesgo de caer en la más absoluta de las nimiedades. De ahí que el tratamiento de esta operación deba de hacerse desde la más profunda de las ingenuidades, creo yo. Tan plano resulta el esfuerzo de hacer uso de la memoria que ni de lejos llegan, las más de las veces, a instalarse en la ironía ni, mucho menos, en el cinismo. Tanta camino se ha andado ya, que el problematizar la memoria, además de quedarse obsoleto, es algo que nadie necesita. ¿Por qué llevar consigo todavía el estigma del dolor y el trauma? No, ya se acabó esa época. Ahora toca hacer uso de la memoria como ingenuidad, como contenedor donde apilar cualquier cosa. Ya se encargarán otros de hacer el asunto exponible y cercano al espectador. Como ya hemos dicho, memoria al gusto del consumidor, exportable y simulacionista.
Pero si la ingenuidad es la característica de esta apilación memorística del arte, su antagonismo es la recuperación de la figura del artista. Porque es él el que propone, el que nos muestra trozos y retazos de una memoria, la suya, que todavía sueña, ingenuamente por supuesto, con elevarse en garantizadora de una memoria colectiva. La jugada está servida. Una vez la memoria se ha fagocitado en la implosión tecnológica, queda como sustrato, como material a gusto del consumidor, listo para preparar mediante un ‘hágalo usted mismo’, y tener aún la desfachatez de proponerse como estrategia de dignificación del arte y del artista.
¿Existe por tanto ingenuidad mayor? Y lo curioso es que, de vez en vez, se logra. El cómo sea esto posible es algo que para el mismo arte resulta misterioso. La ingenuidad, como hijo pobre del cinismo, como heredero de una ironía ya aburrida de sí misma, descansa sobre relaciones sociales y productivas tardocapitalistas que ejemplifican muy claramente el comienzo de un siglo que pretende desasirse de un pasado reciente que todavía intenta dominarle. Salida hacia delante, si se quiere, pero quizá es que no se permitió otra. De ahí su parcial triunfo.
Para no sentir el dolor traumático ya no sirve apelar al ámbito de lo simbólico ni seguir la senda de la hiperrepresentación tratando de deshacernos de él mediante la sobreexposición obscena y abyecta. Ahora solo hay que salir a la superficie de la virtualidad de las vivencias y exponerlas tan ingenua como claramente. No dolerá porque nos hemos desecho de los mecanismos que producen el dolor. ¿Cómo? Considerando el placer, sobre todo el sexual, como juguete con el que trastear y que intercambiar en la economía libidinal capitalista, el dolor no puede ser sino su correlato: un síntoma perfectamente expurgado mediante una ingenuidad delirante y apolítica.
La obra de Kristoffer Ardeña juega con esta ingenuidad memorística que tan pronto provoca la sonrisa, como luego la indiferencia y mas tarde el bostezo. Dos obras destacan de entre las cinco que componen la exposición. En una de ellas, cien toallas cuelgan de unas perchas, en grupos de cuatro toallas por perchas, que sirvieron previamente para secar el sudor de otras tantas cien personas. En las toallas, blancas impolutas, está cosido el nombre de la persona a la que pertenece, o pertenecía, el sudor. Ejercicio memorístico, por tanto, en el que se juega con la pertenencia íntima del fluido ahora hecho objeto de arte y desposeído de su valor inicial.

Un video al lado nos muestra el camino del artista con sus cien toallitas recogiendo el sudor de los cien transeúntes. Paseo artístico de la decadente ingenuidad actual, paseo del trapicheo y lo absurdo de un arte que se alimenta de estos residuos, alegres y ya venidos a menos, de lo que fue el desastre postmoderno.
La siguiente obra sigue los mismos derroteros de pánfila reconstrucción de lo memorístico mediante una apelación al detritus del ‘tempus fugit’. Casi se puede hablar de la memoria como sustrato del desperdicio. En seis o siete mesas, de cinco persona cada mesa, se han depositado restos de comidas. Coca-colas, botellas de vino, bolsas de patatas, etc; todo un despliegue de basura y desperdicio. La gracia viene al percatarnos de que lo que hace las veces de mantel son las servilletas en las que el artista ha ido apuntando día, hora, lugar y compañía con las que ha ido realizando diversas comidas a lo largo del último año.
Aquí ya la sensación de muermo es implacable. Todavía tenemos los arrestos de leer unas cuantas de esas servilletas, pero ya no podemos más. Todo es tan descorazonador, tan chapucero, tan ingenuamente digno de considerarse como algo artístico que no sabemos muy bien si irnos por donde hemos venido, camino de alguna tasca donde ejercitar, nosotros también, nuestra memoria, o bostezar ante lo descorazonador de un arte tan venido a menos que no es capaz ni de hacerse consciente de sus miserias.
Quizá sea el arte lo único que falte a la mesa de esos restos y detritus: consumido en su propia antropofagia, si lo único que le queda es esta sobrexposición del burdo exhibicionismo artístico mejor que nos apostemos en otro merendero.

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