viernes, 20 de febrero de 2009

EL PARQUE SIN NIÑOS DEL ARTE

RINEKE DIJKSTRA: 'PARK PORTRAITS'
GALERÍA LA FÁBRICA: ENE-FEB'09

El que una imagen tenga que, de por sí, representar, es algo que ya el arte no tan reciente se ha encargado de aclarar de la mejor manera que ha sabido. Todo el proceso deconstructivo de la imagen en los años ochenta, apropiacionismo e hiperrealismo como hitos manoseados a mansalva, se ha encargado de dar cuenta de una imagen, la postmoderna, entendida no tanto a modo de apertura de relaciones (cosa que luego permitiría una hermenéutica del sentido) sino en cuanto en tanto sedimentación y estratificación.
Si entendemos este proceso de irrepresentación de la imagen como yendo de la mano del encargo que la postmodernidad ha tomado sobre sí de dar cuantos carpetazos sean necesarios, no será de extrañar que la imagen llegue a ser un lugar de desrepresentación pero donde lo real acampa a sus anchas haciéndonos casi insoportable la misma contemplación.
Porque, claro está que, de tanto hipertextualizar una imagen, ésta, en cuanto original, ha quedado finalmente opaca y vacía en sí misma. Pero no es menos cierto que, junto a esta opacidad de la representación, el proceso de retorno a lo real ha corrido parejo y es imposible el entender el uno sin el otro.
No se ha apostado por la abstracción a la hora de obviar la representación, ni tampoco por desmaterializar lo que se quería entender por real. Su estrategia, puramente postmoderna, ha consistido en ir añadiendo capas de realidad, una encima de otra, para, de esa manera, que la representación quede velada detrás de una sobrexposición de realidad.


Deteniéndonos lo suficiente, se puede comprobar que es el mismo proceso que ha seguido el mundo: ¿no es sobresaturando los cauces de acceso en tiempo real a todo tipo de información lo que ha producido una cosificación total del mundo y una virtualidad, apuntando ya a lo cibernético, de toda relación y mediación entre sujeto y objeto?, ¿no son esos mismos procesos los que hacen imposible toda representación ya que nos basta sintonizar, conectar con el canal en cuestión para saberlo todo acerca del objeto en cuestión? Es este mundo postmoderno al que le resulta inútil la mediación de la representación cuando puede tener lo real cuando quiera.
Pero si encima esa sobredosis de realidad que no representa nada, pone su objetivo en procesos humanos de cambio, de transformación o de metamorfosis, el resultado será una brutal parálisis general en lo ‘representado’, una atrofia claustrofóbica que lo envuelve por completo haciéndolo remitir a un presente-continuo donde ninguna de sus inherentes potencialidades serán nunca actualizadas.
El cuerpo, como objeto igualmente cosificado, su vuelve extraño. Imposible tampoco de representar, esa brutalidad de la realidad lo despoja de toda referencialidad humana. Habiendo pasado la enfermedad de lo traumático, el cuerpo, cansado de sus encuentros fallidos con la realidad, herido de amputación en amputación en ese filo cortante que antaño era la realidad, aboga por, él también, sobreexponerse a esa misma realidad. Al precio de no poder ni siquiera imaginar un futuro, descansa plácido en el remanso de lo real siempre presente.
El trabajo de Rineke Dijkstra es un claro paradigma de esta nueva posición que la fotografía, como relación mediata con la imagen, es capaz de acentuar con nitidez. Así, su trabajo es la fehaciente constatación de que ya no cabe lugar para la representación.
Claro está que el deslizarse por esta pendiente para, mediante la imagen, dejar constancia del desenlace final de la crisis de la representación, tiene el riesgo de caer del otro lado, es decir, del de la fotografía como medio perfecto para seguir el juego de la representación. Pero si por algo merece la pena seguir confiando en el arte, es por ser capaz de atestiguar los restos de los procesos humanos de producción en un ámbito de relación que ya no soporta ninguna relación más que la realidad sobredimensionada.
Como llega a hacer patente la imposibilidad de la representación es el misterio de su trabajo. Para ello, usa los recursos específicos de la fotografía. La pregunta a la que el artista se enfrenta armado con su cámara sería ¿qué se cosifica en la mediación con el retratado? En primer lugar, la toma no es instantánea, sino que requiere de varios minutos de pose por parte del retratado. Y es precisamente esa dilación lo que queda reflejado en la fotografía a modo de hipertrofia emocional. El espectador, en la contemplación, no consigue ningún tipo de acercamiento; en ningún caso se da una relación entre lo que se muestra y la identidad de esa persona. Todo queda en el abotargamiento de unos sentidos, los nuestros, que se esfuerzan por realizar la mediación pero que se ven constreñidos a esa fina capa de cegadora realidad desprendida por la fotografía.
El gran mérito, por tanto, de estas imágenes es que consiguen, recurriendo a un formalismo clásico como elemento de extrañamiento, plasmar esa dilación imagen-tiempo que el cine sí es capaz de desarrollar con precisión y que la fotografía ha sido capaz de manejarlo con maestría mientras ha podido.
Mientras que el primero consigue operar el cambio de una ontología de la imagen como devenir en el tiempo, la fotografía debe, o bien renunciar a ello, o bien hacerlo patente mediante otros procedimientos. Pero ahora las tornas han girado: habiéndose cerrado sobre sí mismo el pliegue del tiempo que permite la representación, no hay ya cabida para ningún otro devenir que no sea el de lo presente-siempre-real.

Así, las fotografías que nos plantea el artista consisten en la congelación catatónica de ese tiempo que de tanto repetirse llega a no ser nada más que un nicho vacío donde depositar el cuerpo yaciente del sujeto moderno. Sus retratos, descarnadamente simples, incómodamente formales, no pregonizan ni siquiera la alegoría. Nada transcurre. La barroquización del decorado es extrema. Nada está en lugar de nada porque la realidad llena la fotografía por completo. No hay membrana que filtre, todo es pura superficie donde lo representado es amputado y sustituido por lo real. Son puros cuerpos, pura materialidad referida a un tiempo siempre presenta que evita cualquier mediación con ellos.
En su contemplación, una débil corriente eléctrica nos sacude. Tan rápido como aséptico. Es la sacudida, breve, del sabernos también condenados a habitar un parque donde, habiéndose convertido todo en eterna realidad presente, no hay nada de lo que disfrutar.
Es la sacudida de estar condenado, como esos niños y adolescentes, a ser desposeído de la ingenuidad que permite representar, es decir, jugar y desear.

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